miércoles, 30 de abril de 2014

LA VACA DE MI TÍA



  

          Antes de hablar de la vaca, lo haré de la dueña, que fue una hermana solterona de mi madre que siempre vivió  con nosotros, aunque creo que jamás llegó a integrarse totalmente en la familia.

            Es difícil explicar esto. Verás, en aquella casa vivía mi abuela Lorenza, que era alta y delgada como la del cantar, y que yo  la recuerdo con el pañuelo negro de la cabeza  caído sobre los hombros, y con dos o tres docenas de pelos grises que  se le escapaban  del moño, siempre bailándole por encima de las orejas. Mi abuela era viuda, como casi todas las abuelas de mi pueblo en aquellos tiempos. Gran parte de ellas tuvieron a los maridos ganando  el condumio de la familia en Andalucía. Y gran parte de esos maridos, entre ellos el  que fue mi  desconocido abuelo Ceferino, se fueron jóvenes al otro  mundo, según parece, a causa de satisfacer sus necesidades más placenteras con mujeres que no debían.  (Creo que lo realmente malo no fueron las necesidades placenteras,  ni tampoco aquellas pobres infelices mujeres, más conocidas como mujeres deshonestas, sino que el doctor Fleming no hubiera nacido un par de generaciones antes, y que la higiene fuera entonces casi como la que había en la otra vida del capitán Contreras).

            Pues con ella vivían sus dos hijas: María, que era la tía de esta historia que os cuento, y Milagros, que fue la que pasando el tiempo me trajo a este mundo. Los hijos, que también los tenía, habían seguido el camino de su progenitor, y también habían marchado los tres a trabajar como “chicucos” a Cádiz.

            Chicuco también lo fue mi padre; pero este, cuando dejó de ser chicuco, o no le gustó demasiado el ambiente andaluz, o no tuvo los arrestos suficientes para establecerse por su cuenta, o fue por aquello que dice el refrán de que dos tetas tiran más que dos carretas, el caso es que como ya era novio de mi madre,  regresó al pueblo para casarse con ella, y en el pueblo se quedó. Se quedó en el pueblo, y se quedó en la casa de mi abuela, viviendo con suegra y cuñada. ¡Casi ná!

            Por eso decía hace un rato que era difícil de explicar la no integración total de mi tía en la familia. Pues supongo que el que tuvo que integrarse fue mi padre, que al fin y al cabo era allí el forastero. Tampoco es que fuera demasiado forastero, pues además de lo ya dicho, mi padre era sobrino de su suegra, y primo de su mujer y de su cuñada. (Por esto de la consanguinidad, nací yo como nací, y no un poco más avispado, pero qué le vamos a hacer…).

            De todas formas,  vamos al grano: Desde que yo tuve  noción de las cosas, mi abuela no servía ya para otra cosa  más que para amasar la borona con mucho esfuerzo, para soplar los tizones encendidos de la lumbre, para echarle un “cacillaucu” de agua fría a las alubias que cocían muy despacio en un pucheru colorau de porcelana desportillá, y para “arreguñarme” a mí entre los faldamentos de su regazo cuando en los inviernos, y subida en el fogón al calor de las brasas, me contaba  mil historias que me dejaban embelesado hasta quedarme dormido.

            A mi tía, siempre la conocí distante. Distante de la familia como conjunto, pues a nivel personal siempre fue cariñosa tanto con mis hermanas que eran mayores, como conmigo que fui el benjamín de la familia.

            Era miope. Tenía unos gafas con cristales de los que llamábamos de culo de vaso, y solía quitárselas para salir por las noches al balcón a leer  a la luz de la luna las cartas que recibía de sus cuñadas de Cádiz, porque era la forma que mejor veía, ya que según ella,  la claridad de la luz del día,  le distorsionaba las letras. Tenía en su alcoba un baúl enorme siempre cerrado a cal y canto, con la llave escondida en los largueros de su cama, que yo solía cogerla para fisgarle el interior, y ver siempre las mismas cosas: Ropa interior con un olor a alcanfor que tumbaba, manojos  de cartas atados con cordones de zapatos, recordatorios de todos los difuntos del pueblo y sus alrededores, una colección de cromos en papel charol con escenas de la Historia Sagrada, rosarios de cuentas negras y cuentas blancas, y media docena de libros de misa, sobre cuatro o cinco velos de tul negro.

            En la sala, a la que daban tanto su alcoba como la mía, había un aparador con una bajilla inglesa que solo se usaba el día de San Justo, que era el patrón del pueblo como también lo era su hermano San Pastor, pero que nadie se acordaba nunca  de él para nada, había  unas copas de cristal que tampoco se sacaban porque si se rompían era una lástima, y pocas cosas más. Adosada a otra pared, una cómoda de nogal lacado con seis cajones  llenos de ropa, de los que el primero de todos también era únicamente de mi tía, donde guardaba las sábanas de su cama siempre planchadas, y un montón de manteles de la iglesia del pueblo, que ella se ocupaba de cambiar, lavar y planchar, cada vez que  lo consideraba necesario. Entre sábanas y manteles metía membrillos y manzanas de la huerta para que se perfumaran con el olor de la fruta.

            En medio de la sala había una mesa de comedor, y con ella ocurría lo mismo que con la bajilla inglesa:  sólo se comía sobre ella el día de  la fiesta del pueblo, y cuando por algún motivo tuviéramos en casa un invitado al que hubiera que agasajar de forma especial. De ordinario se comía en la mesa de la cocina, y la de la sala servía el resto del año para planchar la ropa de toda la familia con aquellas viejas planchas de hierro que parecían locomotoras del ferrocarril cantábrico echando humo sin parar.

            Pues eso, que mi tía se ponía a planchar siempre cuando estaba sola, que encontraba mil disculpas para comer y cenar antes o después del resto de la familia; que ese rato de sobremesa después de  comer, en lugar de quedarse con todos se iba a la cuadra a cepillar  únicamente el lomo de  su vaca Bonita, porque consideraba que el lomo del resto le correspondía hacerlo a mi padre u otro miembro cualquiera de la familia.  O se iba a barrer la iglesia, a poner flores en los altares, o a sacar brillo a los candelabros a base de sidol y refrotar con trapos viejos, lo que no quiere esto decir, que mi tía no echara más de cuatro cagatos en San Pedro, cuando algo se torcía en su camino. Era una mujer que compaginaba a la perfección los juramentos  con los rezos. Después de cenar, que nadie preguntara por María; que según echaba el último bocado  a la boca, encendía el farol de aceite si era en invierno, y se iba al  Cotero a casa de su amiga Rosaliúca, que también era soltera además de coja, y regresaba a veces cuando ya empezaban a cantar los gallos…

            Pero bueno… Si yo titulé esto  “La vaca de mi tía”, y todavía de la vaca no he dicho más que se llamaba Bonita… ¿Ves  lo que es ser hijo de primos carnales? Pues tranquilo, que otro día mandaré a mi tía a casa de Rosaliúca, y te hablaré sólo de su vaca…

              Jesús González ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ay, Jesús, el sidol, eso me ha despertado el recuerdo a ese olor, sí, y ese recuerdo se me ha enredado en otros, y te doy las gracias por hacer que mi memoria se renueve. Abrazo Escritor.
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