Mostrando entradas con la etiqueta LAURA GONZÁLEZ SÁNCHEZ. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta LAURA GONZÁLEZ SÁNCHEZ. Mostrar todas las entradas

sábado, 2 de marzo de 2013

EL JÁNDALO (V Parte)

 
Los días en el pueblo transcurrieron con calma, Elías recibió muchas visitas de sus seres queridos procurando hacerle la vida  lo más agradable posible y él se lo agradeció infinitamente. Aquella casona, en la que tan feliz había sido, testigo de tan buenos momentos vividos, llegó a encontrarla excesivamente grande para él solo, y las visitas diarias le habían ayudado  a rellenar los momentos del día en los que la soledad le resultaba tan pesada como una losa. 

La Semana Santa ya había llegado y con ella su hija y su nieto Rubén que, apenas saludó a su abuelo, comenzó a corretear por toda la casa con tal algarabía que mismamente parecía que había llegado un regimiento de marines. 

Esa misma noche, cuando el abuelo entró en su habitación para desearle las buenas noches, el pequeño quiso saber qué planes tenía para aquellas vacaciones y Elías le sugirió algún  paseo por las amplias playas de  El Rosal y Merón, hasta llegar al monumento de El Pájaro Amarillo, haciendo volar aquella cometa  que estaba sacando de debajo de la cama envuelta en papel de regalo. Los ojos de Rubén se abrieron como platos mientras rasgaba el papel y admiraba la cometa que tanto había anhelado.

 Le apetecía mucho, también, participar en la Procesión de las Antorchas que  tendría lugar el Sábado de Gloria. Desde hace muchísimos años, al atardecer de ese sábado,  los vecinos de la villa y alrededores acompañan  a la Virgen de La Barquera en su traslado de la capilla, en donde tantas veces rezó siendo un niño por los marineros que salían a faenar, hasta la parte alta de la villa. Exactamente la depositan en la capilla del Colegio Cristo Rey donde es velada durante  la noche en espera de que, al amanecer del Domingo de Resurrección, se produzca el Santo Encuentro camino de la iglesia de Santa María de los Ángeles. Antaño la subían directamente hasta la iglesia donde permanecía hasta el Martes de Pascua Florida,  día en el que se celebraba La Folía. 

-Abuelo, ¿qué es eso de La Folía? –le preguntó el pequeño Rubén al tiempo que se acurrucaba a su lado.

Y Elías, rememorando con emoción la noche en la que él le había hecho esa misma pregunta a su abuelo, intentó explicarle, tal como hacía muchos años le había relatado a él aquel viejo y sabio marino, de donde procedía  la tradición de tan emotivo evento. 

Recordó como contaba la leyenda, transmitida de padres a hijos durante muchas generaciones, que fue en un Martes de Pascua cuando arribó a la villa, justo donde en su honor se erigió el santuario,  una barca sin remos, sin velas, ni timón, ni tripulante alguno, sólo ocupada por la imagen de una Virgen a la que llamaron Virgen de la Barquera y concediéndole el adjetivo de milagrosa por la protección con la que, según cuentan, envolvió y envuelve a los marineros de la villa. 

Para conmemorar aquella aparición,  los marineros dejaban de salir a faenar, adornaban sus embarcaciones y esperaban a que la marea les fuese propicia para bajar en andas  la imagen de la virgen, embarcarla y después de una procesión marítima llevarla de nuevo hasta su santuario donde permanecería hasta el año siguiente. Hasta el día de hoy,  todos los años la imagen de la Virgen es sacada en procesión terrestre y marítima por los marineros. Con el transcurrir del tiempo han ido cambiado la fecha de celebración del Martes de Pascua al  fin de semana siguiente a esa fecha en que la marea sea la más adecuada para permitir a las embarcaciones, cada vez más grandes,  navegar sin dificultad, desde el puerto hasta mar adentro, encabezando la procesión el barco que porta a la Virgen y seguido por la totalidad de los barcos que en ese momento se encuentran  atracados en el muelle. También esa nueva fecha facilita que todos los marineros de la villa puedan estar en tierra, sin perder jornadas de trabajo, para honrar a su patrona engalanando sus embarcaciones y permitiendo a los vecinos y visitantes que lo deseen, embarcar y participar del festejo con ellos.

Elías quería contarle también, de dónde venía la tradición de los picayos y picayas que acompañan a la Virgen  en todas las procesiones pero, al percibir su respiración profunda y relajada, se dio cuenta de que Rubén se había quedado dormido mientras le escuchaba. Bueno, era comprensible, el día había sido muy largo y había soportado un tedioso día viajando. 

Le dio un beso en la frente mientras le arropaba y salió despacito de la habitación con el espíritu henchido por la alegría. La vida tenía muchos sinsabores pero merecía la pena vivirla. 

FIN.

Laura González Sánchez ©

viernes, 1 de marzo de 2013

EL JÁNDALO (IV Parte)




La megafonía del tren le sacó de sus pensamientos, anunciaba en varios idiomas  que el viaje había concluido. Estaban haciendo su entrada en la estación de Atocha en Madrid. Ahí tendría que bajarse para hacer transbordo hasta el tren que le llevaría a su querida Montaña, aunque tendría que habituarse a llamarla Cantabria si las noticias que había   leído en la prensa eran ciertas. No le importaba mucho como la llamasen siempre y cuando sus costumbres y sus gentes siguiesen manteniendo su esencia y, por qué no decirlo, también su gastronomía que tanto había tenido que ver en el éxito de su restaurante. Y ahora, recordando la gastronomía, se daba cuenta de que no había probado bocado en todo el trayecto y su estómago le estaba pidiendo algo con que entretenerse. Era una buena señal para Elías notar esa leve sensación de hambre pues desde que Anuca no estaba a su lado ni su apetito, ni las comidas, eran todo lo saludables que debieran ser. Se acercó a uno de los establecimientos de la estación para tomarse un refresco y picar alguna cosa mientras pasaba el tiempo hasta la salida de su siguiente tren. Se sentó en una pequeña mesa al lado de la cristalera para observar el incesante ir y venir de  apresurados viajeros y acompañantes, la mayoría tirando de  sus maletas y  mirando de vez en cuando las grandes pantallas, que anunciaban las llegadas y salidas de los convoyes, buscando el número de andén donde debían dirigirse. Era un buen invento ese de poner ruedas a las maletas, y lo de las escaleras mecánicas no tenía precio. La primera vez que las vio, tan empinadas y sin parar  de moverse, le causaron cierta desconfianza pero si Anuca podía subirse en ellas con total tranquilidad él no iba a ser menos. Hubo de agarrarse fuertemente al pasamanos  para neutralizar el desequilibrio producido en un primer contacto  de sus pies con el peldaño, pero mirando  disimuladamente a un lado y otro observó, con cierto alivio, que nadie se había dado cuenta de su inexperiencia. Ahora, ahí sentado, sin prisa, se daba cuenta que las personas van a lo suyo. Nadie mira a nadie, ni tan siquiera se percatan de que están ante una obra de arte, porque había que reconocer  que la estación de Atocha era de las más bonitas que él conocía. ¡Si hasta tenía un jardín botánico en su interior con estanques y pequeños anfibios incluidos! En lugares con un marco como aquel las esperas siempre se harían más cortas, las despedidas menos amargas y los rencuentros mucho más alegres.



Observando aquel reducido mundo donde confluían  personas de diversas clases sociales, nacionalidades, edades y costumbres, Elías pensó  que podría pasarse horas y horas sentado en aquel rincón fantaseando sobre la vida de cada uno de los pasajeros simplemente analizándolos por su aspecto o por la manera de desenvolverse en los largos pasillos, o incluso viendo cómo subían las escaleras mecánicas. De nuevo volvía a sonreír imaginando lo que podría surgir de aquella estrambótica idea. Se notaba física y psicológicamente relajado por primera vez en mucho tiempo, y quiso convencerse de que al final del túnel hallaría la luz que le permitiría seguir adelante con su vida sin su Anuca del alma.



El tren enfilaba ya camino del norte. No viajaba mucha gente en aquel vagón. Probablemente los viajeros, siempre con prisa por llegar  a todas partes, eligieran  los aviones como medio de transporte. Él también lo habría hecho cada  verano cuando iban a pasar el mes de agosto a casa de sus suegros. Ese mes no había un alma por las calles de Sevilla y el negocio no se resintió cuando, al ir naciendo sus hijos, Anuca y él decidieron que estaría bien enseñarles desde pequeños cuales eran sus raíces, además de poder descansar de todo un año de mucho trabajo en el restaurante.

La casa del pueblo estaba ocupada por la familia de Anuca y el ganado. Resultaba raro para las personas que no estaban relacionadas con el campo, entender cómo podían convivir en un mismo edificio personas y animales. Era una construcción de tres plantas sustentada sobre gruesas paredes de piedra con la fachada principal orientada al sur para aprovechar los rayos de sol como medio natural para iluminar y calentar la vivienda. En la  planta baja, a la entrada, estaba el estragal que utilizaban para guardar aperos del campo y que daba paso a la cuadra donde sus suegros tenían la media docena de vacas con las que sustentaban la familia. Los que no fueran de la zona norte difícilmente podrían entender esa convivencia con el ganado, pero los inviernos eran mucho más llevaderos en las frías casas, con el calor que desprendían las vacas  y que servía de calefacción para las habitaciones de la planta superior donde habitaban las familias. Eso sí que era calor natural. Bien es cierto que los olores también se hacían notar pero todo era acostumbrarse.
A Elías la primera vez que visitó la casa todo eso le había parecido como de otro mundo y no dejaba de preguntar cómo era posible que habiéndose criado a no más de diez kilómetros de allí no conociese ese modo de vida tan diferente del que él había vivido. Su suegro al verle tan perdido en los temas del campo le explicaba, cada noche, como era la vida de los agricultores y ganaderos de la zona. A los dos les gustaba acompañar la charla con una “copuca” de aquel orujo que les bajaba el “tiu Ambrosio” de la zona de Liébana. Un trago de ese aguardiente sí que les hacía entrar en calor en invierno y, además, ayudaba a soltar la lengua a los que no eran muy habladores.


De entre todas las cosas que  le contaba el padre de Anuca  le llamó especialmente la atención la importancia que para aquellas gentes tenían las diferentes fases de la luna. Miraban la luna para preñar las vacas, para sembrar las tierras, para podar los árboles, para sallar las tierras…


Nunca entendió como las tierras de patatas, alubias o de maíz daban más y mejor producción si se sembraban en menguante. Estos  productos fueron durante muchos años la base  del sustento de las familias en los pueblos. El maíz no es que se lo comieran  en grano, no, lo llevaban a cualquiera de los abundantes molinos que había por la zona para que le hicieran la molienda y lo convirtieran en la harina con la que después, las mujeres, amasándola con agua, cocinaban las jarrepas, o forrada la masa con hojas de castaño secas la colocaban en el llar para que se cocinase una sabrosa borona que acompañaba todas las comidas en tiempos de escasez. Aquella zona tenía la gran suerte de  contar con el puerto de San Vicente  relativamente cerca, lo que les permitía a los vecinos  hacerse intercambios de productos. La falta de dinero hacía que  no hiciesen compras sino intercambios de unos productos por otros. Acostumbraban a bajar a la Villa, una vez a la semana, con los frutos del campo que hubiese en cada estación, para abastecer a las gentes de la mar y ellos, a cambio,  conseguir algo de pescado.

De los huertos, por lo general, se ocupaban las mujeres. Dependiendo de la época del año que fuera, invierno o primavera, sembraban las lechugas, tomates, cebollas, acelgas, berzas, repollos, pimientos y un largo etcétera de hortalizas que servirían para el consumo de la familia, y si las cosechas se daban bien y había cierta abundancia, también se regalaban a algún vecino que por cualquier circunstancia no tuviera un pequeño huerto. De aquella se ayudaban todos  entre sí, sin darle la menor importancia al hecho, como la cosa más natural del mundo. Se intercambiaban semillas si el año anterior la cosecha de alguno no había sido de la mejor calidad.

-Fulanita, espera un poco que voy a “date” unas semillas de berza que salen muy buenas.

-Ah, vale. Luego mándame al “criu” que tengo en casa una docena de huevos “pa ti” que están todas las “pollucas” poniendo sin parar.

Cuando se trataba de sembrar una “tierra” de maíz y alubias,  o de patatas, ahí la cosa cambiaba y toda la familia tenía que arrimar el hombro.

En primer lugar había que arar la parcela con un arado tirado por una pareja de bueyes o de vacas preparadas para el “tiru” en las  labores agrarias y ganaderas. Por esta zona hubo muy buenos carreteros que trabajaban a jornal con sus parejas.

Incluso salían  con sus parejas  a hacer  trabajos temporales fuera de la provincia. 

En la preparación de las “tierras” para la siembra participaban todos los miembros de la familia, incluidos los niños y ancianos. Los mayores escogían las semillas sentados en la solana de las casas mientras hablaban de tiempos pasados que siempre habían sido mejores. Tenían gran preocupación por la hecatombe que asolaría el mundo cuando los de su generación ya no estuviesen presentes para supervisar las cosas. Estas conversaciones, por lo visto, se repetían por los abuelos, invariablemente, generación tras generación.
Después de unos días, dejando que se airease esa tierra removida, se usaba el “rastro” para que la tierra quedase lo más molida y uniforme posible. 

El siguiente paso sería hacer los surcos para introducir las semillas. La siembra de patatas era muy cansada porque había que agacharse a colocar la patata con  “los ojos” hacía arriba. La del maíz y alubias la hacían caminando a paso ligero cuando ya habían cogido el tino de soltar los granos justos de cada vez para no desperdiciar la semilla y tener menos trabajo cuando tocase sallar. Las alubias las sembraban junto con el maíz  para que el tallo de este sirviese de guía y soportase a la planta de la leguminosa; de esa manera se evitaban el tener que sembrar otra tierra exclusivamente para las alubias y tener que poner palos que hiciesen esa función.

En la labor de “sallar” a los pequeños ya no les dejaban participar pues podían echar a perder toda la siembra si no dominaban bien la “azá”. El “sallu” consistía en remover un poco la tierra que rodeaba  la planta y quitar malas hierbas o excesos de plantas en un mismo hoyo, para que la que quedase pudiese crecer con holgura  y fuerza suficiente.

Dependiendo de la estación del año que fuese se sembraban las diferentes hortalizas aprovechando durante todo el año los huertos. En invierno el campo daba una tregua y se podía descansar un poco al calor de la “lumbre” cuando el frio  y los temporales no les dejaban salir de casa. Eso sí, los animales había que seguir atendiéndolos. Había que ordeñar las vacas, a mano, un par de veces al día y alimentarlas con  la “yerba” recogida durante el verano.

Las mujeres y niñas pasaban el tiempo de invierno cosiendo o tejiendo y los hombres haciendo madreñas, preparando mangos de madera para los aperos de labranza o haciendo rastrillos para el verano. En la primavera se empezaban a segar algunas fincas.

Por regla general eran los hombres los que segaban y las mujeres y las criaturas de todas las edades cargaban el carro con el “verde” y atropaban para que quedasen los “praos” limpios y listos para dar enseguida frescas paciones para el ganado. Otras fincas se dejaban para segarlas durante  los meses de julio y agosto aprovechando el sol para secar la “yerba” y almacenarla en los pajares donde se guardaría hasta el invierno que se utilizaría para dar de comer a los animales. La tarea de la siega y recogida de la “yerba” era muy laboriosa, hasta el punto que algunas familias con posibles, en los veranos, contrataban jornaleros para que les ayudasen cuando el buen tiempo acompañaba,  “esparciendo”, dando vuelta, “morujando”, vuelta a “esparcer”, hacinando o recogiéndola con la ayuda de las carretas tiradas por los bueyes. 

¡Uff!... sólo de pensar en tanto trajín veraniego Elías ya se sentía cansado.

Anuca le había contado en alguna ocasión que ella y sus hermanos,  mientras los mayores hacían un descanso para comer a la sombra de cualquier árbol, y en los ratos de ocio veraniegos, se acercaban hasta el rio que pasaba por su pueblo y competían  en coger “zamarros” y renacuajos que metían en frascos con un poco de agua, para ver a quien le duraban más tiempo vivos. Algunos de aquellos renacuajos llegaron a subsistir durante bastante tiempo teniendo en cuenta el trato que recibían. Cada vez que lo contaba siempre acababa el relato con la misma coletilla: “En aquella época, para desgracia de los pequeños animales, todavía  no existía la Sociedad Protectora de Animales”

Durante todo el viaje Elías miraba hacia el horizonte a través de la ventanilla sin  prestar mucha atención a lo que tan velozmente quedaba atrás al paso del tren pero, de pronto, fue consciente de  que el paisaje estaba cambiando. Los colores ocres de las inmensas llanuras se tornaban en una amplia gama de verdes que hasta la paleta del mejor pintor envidiaría. Las montañas hacían acto de presencia y los cielos, hasta entonces azules, tornaban al típico gris norteño. Dentro del tren no se apreciaba cambio alguno pero estaba seguro que la temperatura en el exterior también habría variado  y los sofocantes calores  de las tierras de Castilla se habrían transformado en suaves y relajantes temperaturas. ¡Ya estaba en casa! Porque la Montaña fue siempre su casa, aunque las circunstancias de la vida le hubiesen llevado tan lejos de su querida villa marinera. él jamás había dejado de sentirse pejín, y de presumir de serlo siempre que tenía oportunidad. De ese amor por su tierra y por sus gentes le surgió el nombre para su restaurante: “Los Pejines”. 

Con sumo cuidado cogió, del altillo que había sobre la ventanilla, la pequeña caja cerrada herméticamente y la abrazó fuertemente. 

-Anuca, ya estamos en casa.

Laura González Sánchez ©

(Continuará...)

jueves, 28 de febrero de 2013

EL JÁNDALO (III Parte)




El sonido de otro tren al cruzarse con el suyo le sacó de sus pensamientos. Miró la hora en su reloj y cambió de postura en el asiento al notar entumecidas sus piernas. Echó un vistazo a su alrededor y observó que había gente diferente  en el vagón por lo que dedujo que el tren ya había hecho alguna parada sin que él se percatase de ello. Hacía tiempo que no echaba una mirada al pasado tan profundamente y con tanta calma. Veía cómo cosas que daba por olvidadas todavía permanecían frescas en su memoria a pesar del tiempo transcurrido. Muchas veces Anuca, cuando le escuchaba contar los relatos de su vida con aquel lujo de detalles y aquella pasión por los momentos vividos, le instaba a que escribiese sus memorias para  dejarle a todos sus nietos la historia de su vida y de sus antepasados, hasta donde él conocía, claro, y este viaje quizás fuese el punto de partida  para llevar la idea  a la práctica. Al fin y al cabo ahora tendría todo el tiempo del mundo para dedicarse a ello. Esta Semana Santa lo comentaría con su nieto Rubén y si le parecía bien la idea se pondría manos a la obra sin perder tiempo, no fuera que le ocurriese como a la pobre Anuca y se le escapase la vida sin darse cuenta.

Acomodándose de nuevo en el asiento continuó con sus recuerdos llegando a la conclusión de que, en rasgos generales, su infancia había sido bastante feliz porque aunque nada tenía, tampoco echaba nada de menos al no conocer otra vida mejor.
Lo que más le había preocupado en su infancia era ver a su madre trabajar tanto y tan duro. Ella al igual que las demás mujeres de pescadores trabajaban  hasta la extenuación, sufriendo permanentemente por la suerte que pudieran correr los marineros que estaban en la mar. Vivían continuamente con la zozobra de la muerte presente y cuando las fuerzas les fallaban  no podían reprimirse y exteriorizaban sus sentimientos de impotencia y desesperación con su carácter desinhibido, agresivo casi, que se hacía más patente cuando  se juntaban en el muelle a la espera de ver aparecer los barcos por la bocana del puerto, con todos sus tripulantes a salvo, después de haber superado cualquier tormenta  que les alcanzase faenando. Dentro del barrio de pescadores abundaban las viudas más que en las otras zonas de la villa. Elías lo sabía porque en la escuela la mayoría de los niños sin padre eran hijos de pescadores. La dura vida y los ataques de la naturaleza hacían que la población marinera no viviesen muchos años. Las embarcaciones no eran todo lo seguras que hubiese sido necesario para enfrentarse al bravo Cantábrico y además estaban las terribles galernas. Esa era una palabra maldita entre la gente de la mar.






Como no entendía muy bien el porqué de ese temor ante la palabra, Elías le preguntó a su abuelo  qué  era una galerna. El abuelo, muy serio, le contestó que era el peor monstruo con el que se podía topar una embarcación en alta mar. Le contó la historia de la galerna que asoló el Cantábrico allá por el año 1878 conocida como La Galerna del Sábado de Gloria. Mientras le iba contando la terrible historia,  de entre las páginas de uno de aquellos libros que tenía guardados, su abuelo sacó un trozo de periódico muy viejo y se lo dio para que lo leyera. Era la reseña sobre una galerna:
“Las catástrofes del mar. Fue tremendo, espantable, lo de anteayer, lo que se contaba en los muelles, y se aprendía en los centros oficiales, a la vista de los despachos que se iban recibiendo, pero todavía ayer fueron más dolorosas las noticias [….] en San Vicente de la Barquera se lloran muchas víctimas. Se han recibido nuevos despachos de aquella villa contando la hecatombe[….] De las embarcaciones que salieron de allí al amanecer del sábado quedaron dos en la mar, pereciendo sus tripulaciones y las otras llegaron a puerto en muy mal estado aunque con la gente completa. Las víctimas fueron 14 hombres, de ellos 10 casados y 4 solteros. Estos sostenían padres sexagenarios e impedidos y eran su único apoyo; aquellos dejan en la más triste miseria y desamparo a 40 huérfanos, que ya están careciendo de pan. El mar ha arrojado a la playa siete cadáveres. Esta gran desdicha ha emocionado profundamente a aquel vecindario que todavía no ha enjugado por completo las lágrimas de otras viudas y otros huérfanos a quienes reciente catástrofe arrebató padres y esposos.

El Cantábrico , nº 1752, 19 Febrero de 1900.

Elías levantó la mirada del trozo de periódico justo a tiempo de ver a su abuelo limpiarse una lágrima que resbalaba por su mejilla. No dijo nada. Permanecieron en silencio durante unos minutos;  uno recuperándose de la emoción, todavía  a flor de piel, y el otro intentando asimilar lo que había leído. Pasados esos instantes  Elías, con voz casi inaudible, repitió de nuevo su pregunta. La respuesta, casi científica,  fue un poco complicada para la mente de Elías pero su abuelo intentó hacérselo más entendible diciéndole que ese fenómeno atmosférico se formaba cuando habiendo viento flojo del Este, pasa a Sur fuerte y rápidamente pasa a Noroeste huracanado, alterando en muy poco tiempo las condiciones de la mar y que, generalmente, este fenómeno suele darse en los meses entre el otoño y la primavera.


Elías atendía con suma atención a cada detalle que el abuelo le explicaba y  a cómo  lo hacía, reflejando en sus ademanes una gran personalidad por la que, el nieto, sentía auténtica admiración. Había una frase que repetía muy a menudo y que Elías, a pesar del tiempo transcurrido, aún recordaba literalmente:” …y, aunque no sea el amo de mi destino, sí puedo decir que tuve un atisbo de lo que es serlo, y sé cual es el objetivo  por el que debo bregar en la vida”.
Los años fueron transcurriendo sin grandes variaciones. Viendo como Elías se iba haciendo mayor y el único recurso para sobrevivir era continuar con la tradición pesquera, su madre se puso en contacto con un familiar que había marchado hacía unos años al sur. Era conocido como “el jándalo de Gandarilla”. El apodo de “jándalo” se lo ponían a los montañeses que emigraban a Sevilla, en su gran mayoría, buscando una vida mejor. No todos los que marchaban lograban triunfar pero los que lo hacían no dudaban en llevar a gente de su tierra para darles una oportunidad de salir de la pobreza que abundaba en la provincia.

Elías fue uno de aquellos jóvenes que marcharon en busca de un futuro  mejor que el que el destino le depararía si continuase en la villa pejina. La vida en Sevilla no le resultó nada fácil y en innumerables ocasiones la tentación de volver a su tierra le asaltó y le tentó el ánimo. Trabajó en un principio en una taberna de la capital hispalense desde las seis de la mañana, sirviendo desayunos a los obreros, hasta las doce de la noche que se retiraban los “señoritos” a sus casas rebosando fino por cada uno de sus poros. En los momentos de  gran desánimo que le asaltaban, debidos a la soledad y unidos al cansancio por  el exceso de horas tras una barra, se decía las palabras que su abuelo tantas veces le repitiera: “…sé cuál es el objetivo por el que debo bregar en la vida”. Y él lo sabía. Algún día llegaría a tener su propio negocio.
Su tenacidad y saber hacer hicieron posible su sueño y en pocos años logró abrir su propio negocio de hostelería. Aunaba en su pequeño y coqueto restaurante la cocina tradicional andaluza y la degustación de exquisiteces montañesas como podían ser las quesadas pasiegas o las deliciosas anchoas barquereñas que tanto éxito tuvieron entre su clientela, y que tanto prestigio le dieron al local. Con el trascurrir del tiempo Elías llegó a convertirse en un jándalo con fortuna y al igual que habían confiado en él un día para llevárselo a Sevilla, él hizo  lo mismo con una amiga de sus hermanas que también quería salir de la pobreza de su pequeña aldea  cercana a San Vicente.






Cuando fue a recibirla a la estación de San Bernardo  no sabía que aquel día sería el principio de una nueva vida para él. Sus hermanas le habían mandado una foto en una de sus cartas para que pudiese reconocerla en la estación, le contaron que era la mayor de seis hermanos y que necesitaba el sueldo para ayudar en casa, pues su familia se dedicaba  a las labores del campo y tenían media docena de vacas que a duras penas les permitían subsistir. También le decían que se llamaba Ana María pero que todos la conocían por Anuca para no confundirla con su madre que se llamaba de igual manera.
Cuando la vio caminando por el andén con su pequeña maleta de cartón, paso indeciso y mirada escrutadora notó algo en su interior que nunca antes había sentido. No le dio demasiada importancia al hecho y se acercó a ella dándose a conocer. Después de los pertinentes saludos  se dirigieron a una pequeña pensión donde Elías le había reservado una habitación. En su casa tenía una que no usaba pero no estaba bien visto que un hombre y una mujer conviviesen bajo el mismo techo sin estar casados, y ni tan siquiera se le había pasado por la cabeza ofrecérsela. La pensión era humilde pero estaba limpia y la  señora que la regentaba  la trataría como a una hija.
Desde el primer momento se entendieron a la perfección, enseguida se dieron cuenta de que eran dos almas gemelas y Anuca con su simpatía supo ganarse a la clientela del local y darle ese toque al negocio que sólo una mujer saber hacer. Trabajaron duro y sin darse cuenta sus vidas fueron convirtiéndose en una sola. Se casaron al año siguiente de conocerse y los niños llegaron sin tardar. La felicidad les había acompañado durante todo su matrimonio, con los altibajos normales de cualquier convivencia solucionados airosamente por el saber hacer de Anuca. Era curioso, y hasta le hacía gracia pensar, como sin él enterarse, siempre acababa haciendo lo que ella quería, demostrando el paso del tiempo que pocas veces se equivocaba. Era una mujer inteligente y con determinación, sí señor, y sabía lo que se traía entre manos. Poco a poco el restaurante se les fue quedando pequeño y tuvieron que ampliarlo  convirtiéndose en uno de los más concurridos de la capital. Las cosas les habían ido bien, con mucho esfuerzo y sacrificios, pero había merecido la pena.

Laura González Sánchez ©

(Continuará...)