lunes, 28 de abril de 2014

UN BANCO EN LA PLAYA.



(Publicado en el Diario Montañés, suplemento Cantabria Occidental, el 27/04/2014)

En el accidentado regreso a su Ítaca natal, Ulises y sus hombres recalaron en una isla perdida en algún lugar del norte de África. Sus habitantes se alimentaban casi exclusivamente de lotos, que les sumían en una gozosa indolencia, y vivían sin preocupaciones, dedicados sólo a los placeres. Los hombres de Ulises, al cabo de un tiempo de permanecer allí, olvidaban su patria y perdían el deseo de volver a casa. Pues bien, ese admirable pasaje de La Odisea dio lugar a que, en lengua inglesa, quien come lotos o, en forma más culta pero menos poética, un lotófago, es quien vive de esa manera tan despreocupada.

Somerset Maugham tituló así (The Lotus Eater) una de sus maravillosas narraciones. En ella describe cómo conoció a un banquero londinense que llegó a la isla de Capri para pasar unas cortas vacaciones y acabó permaneciendo allí hasta que murió. Vendió todo lo que le ataba a Inglaterra y, con el dinero que reunió, calculó que podría vivir modesta pero felizmente en aquel paraíso durante veinticinco años. Paseaba horas y horas por la isla, se llenaba los pulmones del aire puro del mar, comía los frutos de la tierra, charlaba con los habitantes de las pequeñas aldeas, escribía. Aquel lugar le fascinaba, le seducía. Le hipnotizaba aquel mar, tan azul, visto desde las escarpadas colinas salpicadas de casas blancas. Y así transcurrió su existencia hasta el día en que, ya arruinado y enfermo, lo hallaron muerto en el lugar al que acudía cada anochecer a que se le empañaran los ojos contemplando los reflejos dorados del último sol huidizo escondiéndose entre i Faraglioni, tres enormes rocas que emergen sobre las aguas como ciclópeos guardianes. Fue esta visión de su amado edén la última cosa que prendió en la retina de Thomas Wilson, el inglés enamorado de Capri.

Mi descubrimiento de San Vicente no difiere demasiado del de ese relato, aunque espero que su final sea menos trágico. Hay un banco de madera sobre la arena, en la playa del Tostadero: tres tablones para sentarse y dos para apoyarse. Era un día soleado, pero frío, de finales de invierno y no había nadie por allí a esa hora del ocaso. Los Picos, nevados, extendiendo su abrazo sobre la villa, enmarcada ésta por colinas de todos los verdes imaginables; los edificios reflejados sobre la ría, preñada de barquichuelas y barcos pesqueros multicolores. No daba crédito al regalo de la naturaleza: el azul del cielo, el blanco de las montañas, el verde de los campos, el dorado del sol, los reflejos del agua; y los puentes, el castillo, la iglesia… Nacido en Mallorca, he visto desde niño paisajes marinos de ensueño, pero aquél tenía un magnetismo, un embrujo irresistible. 

En aquel modesto banco de madera sobre la arena, recordé la historia del inglés Wilson y le comprendí. Y supe que, desde aquel día, aquella perfecta acuarela natural iba a encadenar mi destino a San Vicente de la Barquera.

José-Pedro Cladera ©

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