Antes
de hablar de la vaca, lo haré de la dueña, que fue una hermana solterona de mi
madre que siempre vivió con nosotros,
aunque creo que jamás llegó a integrarse totalmente en la familia.
Es
difícil explicar esto. Verás, en aquella casa vivía mi abuela Lorenza, que era
alta y delgada como la del cantar, y que yo
la recuerdo con el pañuelo negro de la cabeza caído sobre los hombros, y con dos o tres
docenas de pelos grises que se le
escapaban del moño, siempre bailándole
por encima de las orejas. Mi abuela era viuda, como casi todas las abuelas de
mi pueblo en aquellos tiempos. Gran parte de ellas tuvieron a los maridos
ganando el condumio de la familia en
Andalucía. Y gran parte de esos maridos, entre ellos el que fue mi
desconocido abuelo Ceferino, se fueron jóvenes al otro mundo, según parece, a causa de satisfacer
sus necesidades más placenteras con mujeres que no debían. (Creo que lo realmente malo no fueron las
necesidades placenteras, ni tampoco
aquellas pobres infelices mujeres, más conocidas como mujeres deshonestas, sino
que el doctor Fleming no hubiera nacido un par de generaciones antes, y que la
higiene fuera entonces casi como la que había en la otra vida del capitán
Contreras).
Pues
con ella vivían sus dos hijas: María, que era la tía de esta historia que os
cuento, y Milagros, que fue la que pasando el tiempo me trajo a este mundo. Los
hijos, que también los tenía, habían seguido el camino de su progenitor, y
también habían marchado los tres a trabajar como “chicucos” a Cádiz.
Chicuco
también lo fue mi padre; pero este, cuando dejó de ser chicuco, o no le gustó
demasiado el ambiente andaluz, o no tuvo los arrestos suficientes para
establecerse por su cuenta, o fue por aquello que dice el refrán de que dos tetas
tiran más que dos carretas, el caso es que como ya era novio de mi madre, regresó al pueblo para casarse con ella, y en
el pueblo se quedó. Se quedó en el pueblo, y se quedó en la casa de mi abuela,
viviendo con suegra y cuñada. ¡Casi ná!
Por
eso decía hace un rato que era difícil de explicar la no integración total de
mi tía en la familia. Pues supongo que el que tuvo que integrarse fue mi padre,
que al fin y al cabo era allí el forastero. Tampoco es que fuera demasiado
forastero, pues además de lo ya dicho, mi padre era sobrino de su suegra, y
primo de su mujer y de su cuñada. (Por esto de la consanguinidad, nací yo como
nací, y no un poco más avispado, pero qué le vamos a hacer…).
De
todas formas, vamos al grano: Desde que
yo tuve noción de las cosas, mi abuela
no servía ya para otra cosa más que para
amasar la borona con mucho esfuerzo, para soplar los tizones encendidos de la
lumbre, para echarle un “cacillaucu” de agua fría a las alubias que cocían muy
despacio en un pucheru colorau de porcelana desportillá, y para “arreguñarme” a
mí entre los faldamentos de su regazo cuando en los inviernos, y subida en el
fogón al calor de las brasas, me contaba
mil historias que me dejaban embelesado hasta quedarme dormido.
A
mi tía, siempre la conocí distante. Distante de la familia como conjunto, pues
a nivel personal siempre fue cariñosa tanto con mis hermanas que eran mayores,
como conmigo que fui el benjamín de la familia.
Era
miope. Tenía unos gafas con cristales de los que llamábamos de culo de vaso, y
solía quitárselas para salir por las noches al balcón a leer a la luz de la luna las cartas que recibía de
sus cuñadas de Cádiz, porque era la forma que mejor veía, ya que según ella, la claridad de la luz del día, le distorsionaba las letras. Tenía en su
alcoba un baúl enorme siempre cerrado a cal y canto, con la llave escondida en
los largueros de su cama, que yo solía cogerla para fisgarle el interior, y ver
siempre las mismas cosas: Ropa interior con un olor a alcanfor que tumbaba,
manojos de cartas atados con cordones de
zapatos, recordatorios de todos los difuntos del pueblo y sus alrededores, una
colección de cromos en papel charol con escenas de la Historia Sagrada,
rosarios de cuentas negras y cuentas blancas, y media docena de libros de misa,
sobre cuatro o cinco velos de tul negro.
En
la sala, a la que daban tanto su alcoba como la mía, había un aparador con una
bajilla inglesa que solo se usaba el día de San Justo, que era el patrón del
pueblo como también lo era su hermano San Pastor, pero que nadie se acordaba
nunca de él para nada, había unas copas de cristal que tampoco se sacaban
porque si se rompían era una lástima, y pocas cosas más. Adosada a otra pared,
una cómoda de nogal lacado con seis cajones
llenos de ropa, de los que el primero de todos también era únicamente de
mi tía, donde guardaba las sábanas de su cama siempre planchadas, y un montón
de manteles de la iglesia del pueblo, que ella se ocupaba de cambiar, lavar y
planchar, cada vez que lo consideraba
necesario. Entre sábanas y manteles metía membrillos y manzanas de la huerta
para que se perfumaran con el olor de la fruta.
En
medio de la sala había una mesa de comedor, y con ella ocurría lo mismo que con
la bajilla inglesa: sólo se comía sobre
ella el día de la fiesta del pueblo, y
cuando por algún motivo tuviéramos en casa un invitado al que hubiera que
agasajar de forma especial. De ordinario se comía en la mesa de la cocina, y la
de la sala servía el resto del año para planchar la ropa de toda la familia con
aquellas viejas planchas de hierro que parecían locomotoras del ferrocarril
cantábrico echando humo sin parar.
Pues
eso, que mi tía se ponía a planchar siempre cuando estaba sola, que encontraba
mil disculpas para comer y cenar antes o después del resto de la familia; que
ese rato de sobremesa después de comer,
en lugar de quedarse con todos se iba a la cuadra a cepillar únicamente el lomo de su vaca Bonita, porque consideraba que el
lomo del resto le correspondía hacerlo a mi padre u otro miembro cualquiera de
la familia. O se iba a barrer la
iglesia, a poner flores en los altares, o a sacar brillo a los candelabros a
base de sidol y refrotar con trapos viejos, lo que
no quiere esto decir, que mi tía no echara más de cuatro cagatos en San Pedro,
cuando algo se torcía en su camino. Era una mujer que compaginaba a la
perfección los juramentos con los rezos.
Después de cenar, que nadie preguntara por María; que según echaba el último
bocado a la boca, encendía el farol de
aceite si era en invierno, y se iba al
Cotero a casa de su amiga Rosaliúca, que también era soltera además de
coja, y regresaba a veces cuando ya empezaban a cantar los gallos…
Pero
bueno… Si yo titulé esto “La vaca de mi
tía”, y todavía de la vaca no he dicho más que se llamaba Bonita… ¿Ves lo que es ser hijo de primos carnales? Pues
tranquilo, que otro día mandaré a mi tía a casa de Rosaliúca, y te hablaré sólo
de su vaca…
Jesús González ©
1 comentario:
Ay, Jesús, el sidol, eso me ha despertado el recuerdo a ese olor, sí, y ese recuerdo se me ha enredado en otros, y te doy las gracias por hacer que mi memoria se renueve. Abrazo Escritor.
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