martes, 11 de febrero de 2014

LA PACA.





La Paca hacía los cuarteles. A la hora del permiso, cuando los soldados salían a pasear, a tomarse unos vinos o irse al cine, ella ofrecía sus servicios por cuatro cuartos. Muchos la probaban por curiosidad, por no parecer menos hombres que los demás. Otros eran asiduos, porque decían que, aunque no era muy guapa, estaba buena de cuerpo y sabía lo que hacía. Además, estábamos lejos de casa, de la novia, y en los cuarteles no había mujeres, así que era eso o algo mucho más aburrido.


La Paca era muy popular y todos, incluso los que nunca iban con ella, eran amables cuando la veían. Si no querían sus servicios, la saludaban igualmente, le decían alguna gracia sin demasiada mala intención y ella no se tomaba a mal que no quisieran usarla. Había muchos soldados y tenía más trabajo del que podía abarcar.


La Paca tendría unos treinta y pico años. Era esbelta, más bien alta, de complexión fuerte pero tirando a flaca, con unas caderas espléndidas, piernas bien formadas y bonitos pechos. De cara, no era agraciada, pero tampoco desagradable. Era de esas personas que, sin ser guapas, tienen, en cambio, un atractivo que no sabes explicar, pero que te cala igual. Quizás era su forma de mirar, o de sonreír; no sé. Pero uno se decía a veces que, si no fuera una puta, sería una mujer interesante.


La Paca era tema de conversación habitual en el cuartel por las noches. Quienes habían estado con ella por la tarde, contaban sus proezas entre risas generalizadas. Quienes no querían saber nada de ir con ella, advertían que cualquier día les iba a contagiar alguna enfermedad y, encima, los arrestarían por gilipollas. Otros hacían cábalas sobre de dónde sería y demás: que si, por su acento, parecía de tal sitio; que si, por su aspecto, más pinta tenía de haberse criado en el campo que en la ciudad. Porque ella nunca hablaba de sí misma. Sólo iba a lo suyo y no quería nada de confidencias con nadie. Ni siquiera estábamos seguros de que se llamara así en realidad.


La Paca, de tanto verla sola, fue minando el machismo de los soldados y, a pesar de que nadie quería reconocerlo, llegó a tener el afecto de todos. Seguía siendo lo que era, por supuesto, pero la trataban ya como a una amiga. Algunos, cuando se licenciaban, le hacían regalos. Tonterías, nada de particular: paquetes de cigarrillos, alguna baratija del bazar, un pañuelo para el cuello. Cosas así, que ella agradecía y la emocionaban porque, como ya los conocía tan bien, les había tomado cariño. Y a más de uno, incluso de los que se reían por las noches de sus gestas de alcoba con ella, le vi yo echar unas lágrimas cuando le daba un beso de despedida porque ya no la vería más.  


La Paca era ya parte de la vida del cuartel. Si alguna tarde, a la hora de paseo, no la veíamos en su sitio habitual, el tema de conversación giraba infaliblemente alrededor de qué le habría pasado, qué raro que no esté, no se habrá puesto enferma, no es mala tía después de todo. Y al día siguiente, cuando volvía a estar en su sitio, muchos se acercaban a preguntarle si estaba bien, si le había pasado algo. 


La Paca, a veces, tenía reacciones raras. Lo mismo se reía a carcajadas cuando algún soldado le contaba cualquier tontería que, de repente, se ponía triste sin que nadie supiera qué mosca le había picado. Entre la soldadesca se comentaba mucho su rareza, pero se zanjaba la cosa concluyendo que, con esa profesión, una tiene que acabar necesariamente loca de remate y que ella, claro, debía estar ya a medio camino.


La Paca, supimos después, era madre soltera. Tenía un hijo, de diez años, internado, prácticamente desde que nació, en una clínica especializada. El niño tenía una dolencia rara que se llama enfermedad de Pelizaeus-Merzbacher. Era incapaz de sostener la cabeza; tenía convulsiones continuamente y, cuando no, caía en un sopor profundo; tenía demencia; era incapaz de valerse por sí mismo hasta para lo más simple; el futuro no guardaba nada bueno para él. El tratamiento, sin más esperanza que mitigar todo lo posible su sufrimiento, exigía la atención de neurólogos, psiquiatras, fisioterapeutas, y a saber qué otros especialistas. 


La Paca no tenía seguridad social, ni seguro privado, ni más fuente de ingresos que la que le proporcionaba la venta de su cuerpo. Había intentado buscar otros trabajos, pero, sin ninguna cualificación, lo que le ofrecían quedaba a años luz de lo que necesitaba para pagar una clínica carísima y unos tratamientos costosísimos que no acabarían mientras su hijo viviera. Y estaba decidida a que, mientras pudiera, su hijo iba a tener lo mejor que la medicina pudiera ofrecer.


La Paca perdió a su hijo cuando éste acababa de cumplir once años. Nunca más volvió a verla nadie por los cuarteles.

         José-Pedro Cladera ©

8 comentarios:

Pedro dijo...

Gracias, Rafel, por esta imagen tan apropiada al relato. ¡Ni hecha a propósito!

Rafael dijo...

Gracias a ti, Pedro, por tan excelente trabajo.

Anónimo dijo...

Hola Pedro. Un precioso relato, tiene toda la realidad aglutinada en esas pocas letras... ¡Enhorabuena!
Abrazo. Lines

José-Pedro dijo...

Gracias, Lines. Siempre me han fascinado las personas con esa capacidad de sacrificio.

Pedro dijo...

Gracias, Lines. Siempre me han fascinado las personas con esa capacidad de sacrificio.

Pedro dijo...

Gracias, Lines. Siempre me han fascinado las personas con esa capacidad de sacrificio.

Anónimo dijo...

La Paca no fue más que una buena mujer

Pedro dijo...

Yo también así lo pienso. Es más, creo que fue una gran mujer.