viernes, 1 de marzo de 2013

EL JÁNDALO (IV Parte)




La megafonía del tren le sacó de sus pensamientos, anunciaba en varios idiomas  que el viaje había concluido. Estaban haciendo su entrada en la estación de Atocha en Madrid. Ahí tendría que bajarse para hacer transbordo hasta el tren que le llevaría a su querida Montaña, aunque tendría que habituarse a llamarla Cantabria si las noticias que había   leído en la prensa eran ciertas. No le importaba mucho como la llamasen siempre y cuando sus costumbres y sus gentes siguiesen manteniendo su esencia y, por qué no decirlo, también su gastronomía que tanto había tenido que ver en el éxito de su restaurante. Y ahora, recordando la gastronomía, se daba cuenta de que no había probado bocado en todo el trayecto y su estómago le estaba pidiendo algo con que entretenerse. Era una buena señal para Elías notar esa leve sensación de hambre pues desde que Anuca no estaba a su lado ni su apetito, ni las comidas, eran todo lo saludables que debieran ser. Se acercó a uno de los establecimientos de la estación para tomarse un refresco y picar alguna cosa mientras pasaba el tiempo hasta la salida de su siguiente tren. Se sentó en una pequeña mesa al lado de la cristalera para observar el incesante ir y venir de  apresurados viajeros y acompañantes, la mayoría tirando de  sus maletas y  mirando de vez en cuando las grandes pantallas, que anunciaban las llegadas y salidas de los convoyes, buscando el número de andén donde debían dirigirse. Era un buen invento ese de poner ruedas a las maletas, y lo de las escaleras mecánicas no tenía precio. La primera vez que las vio, tan empinadas y sin parar  de moverse, le causaron cierta desconfianza pero si Anuca podía subirse en ellas con total tranquilidad él no iba a ser menos. Hubo de agarrarse fuertemente al pasamanos  para neutralizar el desequilibrio producido en un primer contacto  de sus pies con el peldaño, pero mirando  disimuladamente a un lado y otro observó, con cierto alivio, que nadie se había dado cuenta de su inexperiencia. Ahora, ahí sentado, sin prisa, se daba cuenta que las personas van a lo suyo. Nadie mira a nadie, ni tan siquiera se percatan de que están ante una obra de arte, porque había que reconocer  que la estación de Atocha era de las más bonitas que él conocía. ¡Si hasta tenía un jardín botánico en su interior con estanques y pequeños anfibios incluidos! En lugares con un marco como aquel las esperas siempre se harían más cortas, las despedidas menos amargas y los rencuentros mucho más alegres.



Observando aquel reducido mundo donde confluían  personas de diversas clases sociales, nacionalidades, edades y costumbres, Elías pensó  que podría pasarse horas y horas sentado en aquel rincón fantaseando sobre la vida de cada uno de los pasajeros simplemente analizándolos por su aspecto o por la manera de desenvolverse en los largos pasillos, o incluso viendo cómo subían las escaleras mecánicas. De nuevo volvía a sonreír imaginando lo que podría surgir de aquella estrambótica idea. Se notaba física y psicológicamente relajado por primera vez en mucho tiempo, y quiso convencerse de que al final del túnel hallaría la luz que le permitiría seguir adelante con su vida sin su Anuca del alma.



El tren enfilaba ya camino del norte. No viajaba mucha gente en aquel vagón. Probablemente los viajeros, siempre con prisa por llegar  a todas partes, eligieran  los aviones como medio de transporte. Él también lo habría hecho cada  verano cuando iban a pasar el mes de agosto a casa de sus suegros. Ese mes no había un alma por las calles de Sevilla y el negocio no se resintió cuando, al ir naciendo sus hijos, Anuca y él decidieron que estaría bien enseñarles desde pequeños cuales eran sus raíces, además de poder descansar de todo un año de mucho trabajo en el restaurante.

La casa del pueblo estaba ocupada por la familia de Anuca y el ganado. Resultaba raro para las personas que no estaban relacionadas con el campo, entender cómo podían convivir en un mismo edificio personas y animales. Era una construcción de tres plantas sustentada sobre gruesas paredes de piedra con la fachada principal orientada al sur para aprovechar los rayos de sol como medio natural para iluminar y calentar la vivienda. En la  planta baja, a la entrada, estaba el estragal que utilizaban para guardar aperos del campo y que daba paso a la cuadra donde sus suegros tenían la media docena de vacas con las que sustentaban la familia. Los que no fueran de la zona norte difícilmente podrían entender esa convivencia con el ganado, pero los inviernos eran mucho más llevaderos en las frías casas, con el calor que desprendían las vacas  y que servía de calefacción para las habitaciones de la planta superior donde habitaban las familias. Eso sí que era calor natural. Bien es cierto que los olores también se hacían notar pero todo era acostumbrarse.
A Elías la primera vez que visitó la casa todo eso le había parecido como de otro mundo y no dejaba de preguntar cómo era posible que habiéndose criado a no más de diez kilómetros de allí no conociese ese modo de vida tan diferente del que él había vivido. Su suegro al verle tan perdido en los temas del campo le explicaba, cada noche, como era la vida de los agricultores y ganaderos de la zona. A los dos les gustaba acompañar la charla con una “copuca” de aquel orujo que les bajaba el “tiu Ambrosio” de la zona de Liébana. Un trago de ese aguardiente sí que les hacía entrar en calor en invierno y, además, ayudaba a soltar la lengua a los que no eran muy habladores.


De entre todas las cosas que  le contaba el padre de Anuca  le llamó especialmente la atención la importancia que para aquellas gentes tenían las diferentes fases de la luna. Miraban la luna para preñar las vacas, para sembrar las tierras, para podar los árboles, para sallar las tierras…


Nunca entendió como las tierras de patatas, alubias o de maíz daban más y mejor producción si se sembraban en menguante. Estos  productos fueron durante muchos años la base  del sustento de las familias en los pueblos. El maíz no es que se lo comieran  en grano, no, lo llevaban a cualquiera de los abundantes molinos que había por la zona para que le hicieran la molienda y lo convirtieran en la harina con la que después, las mujeres, amasándola con agua, cocinaban las jarrepas, o forrada la masa con hojas de castaño secas la colocaban en el llar para que se cocinase una sabrosa borona que acompañaba todas las comidas en tiempos de escasez. Aquella zona tenía la gran suerte de  contar con el puerto de San Vicente  relativamente cerca, lo que les permitía a los vecinos  hacerse intercambios de productos. La falta de dinero hacía que  no hiciesen compras sino intercambios de unos productos por otros. Acostumbraban a bajar a la Villa, una vez a la semana, con los frutos del campo que hubiese en cada estación, para abastecer a las gentes de la mar y ellos, a cambio,  conseguir algo de pescado.

De los huertos, por lo general, se ocupaban las mujeres. Dependiendo de la época del año que fuera, invierno o primavera, sembraban las lechugas, tomates, cebollas, acelgas, berzas, repollos, pimientos y un largo etcétera de hortalizas que servirían para el consumo de la familia, y si las cosechas se daban bien y había cierta abundancia, también se regalaban a algún vecino que por cualquier circunstancia no tuviera un pequeño huerto. De aquella se ayudaban todos  entre sí, sin darle la menor importancia al hecho, como la cosa más natural del mundo. Se intercambiaban semillas si el año anterior la cosecha de alguno no había sido de la mejor calidad.

-Fulanita, espera un poco que voy a “date” unas semillas de berza que salen muy buenas.

-Ah, vale. Luego mándame al “criu” que tengo en casa una docena de huevos “pa ti” que están todas las “pollucas” poniendo sin parar.

Cuando se trataba de sembrar una “tierra” de maíz y alubias,  o de patatas, ahí la cosa cambiaba y toda la familia tenía que arrimar el hombro.

En primer lugar había que arar la parcela con un arado tirado por una pareja de bueyes o de vacas preparadas para el “tiru” en las  labores agrarias y ganaderas. Por esta zona hubo muy buenos carreteros que trabajaban a jornal con sus parejas.

Incluso salían  con sus parejas  a hacer  trabajos temporales fuera de la provincia. 

En la preparación de las “tierras” para la siembra participaban todos los miembros de la familia, incluidos los niños y ancianos. Los mayores escogían las semillas sentados en la solana de las casas mientras hablaban de tiempos pasados que siempre habían sido mejores. Tenían gran preocupación por la hecatombe que asolaría el mundo cuando los de su generación ya no estuviesen presentes para supervisar las cosas. Estas conversaciones, por lo visto, se repetían por los abuelos, invariablemente, generación tras generación.
Después de unos días, dejando que se airease esa tierra removida, se usaba el “rastro” para que la tierra quedase lo más molida y uniforme posible. 

El siguiente paso sería hacer los surcos para introducir las semillas. La siembra de patatas era muy cansada porque había que agacharse a colocar la patata con  “los ojos” hacía arriba. La del maíz y alubias la hacían caminando a paso ligero cuando ya habían cogido el tino de soltar los granos justos de cada vez para no desperdiciar la semilla y tener menos trabajo cuando tocase sallar. Las alubias las sembraban junto con el maíz  para que el tallo de este sirviese de guía y soportase a la planta de la leguminosa; de esa manera se evitaban el tener que sembrar otra tierra exclusivamente para las alubias y tener que poner palos que hiciesen esa función.

En la labor de “sallar” a los pequeños ya no les dejaban participar pues podían echar a perder toda la siembra si no dominaban bien la “azá”. El “sallu” consistía en remover un poco la tierra que rodeaba  la planta y quitar malas hierbas o excesos de plantas en un mismo hoyo, para que la que quedase pudiese crecer con holgura  y fuerza suficiente.

Dependiendo de la estación del año que fuese se sembraban las diferentes hortalizas aprovechando durante todo el año los huertos. En invierno el campo daba una tregua y se podía descansar un poco al calor de la “lumbre” cuando el frio  y los temporales no les dejaban salir de casa. Eso sí, los animales había que seguir atendiéndolos. Había que ordeñar las vacas, a mano, un par de veces al día y alimentarlas con  la “yerba” recogida durante el verano.

Las mujeres y niñas pasaban el tiempo de invierno cosiendo o tejiendo y los hombres haciendo madreñas, preparando mangos de madera para los aperos de labranza o haciendo rastrillos para el verano. En la primavera se empezaban a segar algunas fincas.

Por regla general eran los hombres los que segaban y las mujeres y las criaturas de todas las edades cargaban el carro con el “verde” y atropaban para que quedasen los “praos” limpios y listos para dar enseguida frescas paciones para el ganado. Otras fincas se dejaban para segarlas durante  los meses de julio y agosto aprovechando el sol para secar la “yerba” y almacenarla en los pajares donde se guardaría hasta el invierno que se utilizaría para dar de comer a los animales. La tarea de la siega y recogida de la “yerba” era muy laboriosa, hasta el punto que algunas familias con posibles, en los veranos, contrataban jornaleros para que les ayudasen cuando el buen tiempo acompañaba,  “esparciendo”, dando vuelta, “morujando”, vuelta a “esparcer”, hacinando o recogiéndola con la ayuda de las carretas tiradas por los bueyes. 

¡Uff!... sólo de pensar en tanto trajín veraniego Elías ya se sentía cansado.

Anuca le había contado en alguna ocasión que ella y sus hermanos,  mientras los mayores hacían un descanso para comer a la sombra de cualquier árbol, y en los ratos de ocio veraniegos, se acercaban hasta el rio que pasaba por su pueblo y competían  en coger “zamarros” y renacuajos que metían en frascos con un poco de agua, para ver a quien le duraban más tiempo vivos. Algunos de aquellos renacuajos llegaron a subsistir durante bastante tiempo teniendo en cuenta el trato que recibían. Cada vez que lo contaba siempre acababa el relato con la misma coletilla: “En aquella época, para desgracia de los pequeños animales, todavía  no existía la Sociedad Protectora de Animales”

Durante todo el viaje Elías miraba hacia el horizonte a través de la ventanilla sin  prestar mucha atención a lo que tan velozmente quedaba atrás al paso del tren pero, de pronto, fue consciente de  que el paisaje estaba cambiando. Los colores ocres de las inmensas llanuras se tornaban en una amplia gama de verdes que hasta la paleta del mejor pintor envidiaría. Las montañas hacían acto de presencia y los cielos, hasta entonces azules, tornaban al típico gris norteño. Dentro del tren no se apreciaba cambio alguno pero estaba seguro que la temperatura en el exterior también habría variado  y los sofocantes calores  de las tierras de Castilla se habrían transformado en suaves y relajantes temperaturas. ¡Ya estaba en casa! Porque la Montaña fue siempre su casa, aunque las circunstancias de la vida le hubiesen llevado tan lejos de su querida villa marinera. él jamás había dejado de sentirse pejín, y de presumir de serlo siempre que tenía oportunidad. De ese amor por su tierra y por sus gentes le surgió el nombre para su restaurante: “Los Pejines”. 

Con sumo cuidado cogió, del altillo que había sobre la ventanilla, la pequeña caja cerrada herméticamente y la abrazó fuertemente. 

-Anuca, ya estamos en casa.

Laura González Sánchez ©

(Continuará...)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que tanto la Montaña o Cantabria eran nombres usados por nuestras gentes antes de que existiera la autonomía de Cantabria.
Es decir, Cantabria no es una palabra que ha venido como una novedad reciente como algunos piensan más allá de nuestras fronteras, ya que "Cantabria" siempre ha sido una palabra familiar para nosotros. Al menos, así me lo han contado gente de avanzada edad.