La megafonía del tren le sacó de sus pensamientos,
anunciaba en varios idiomas que el viaje
había concluido. Estaban haciendo su entrada en la estación de Atocha en
Madrid. Ahí tendría que bajarse para hacer transbordo hasta el tren que le
llevaría a su querida Montaña, aunque tendría que habituarse a llamarla
Cantabria si las noticias que había
leído en la prensa eran ciertas. No le importaba mucho como la llamasen
siempre y cuando sus costumbres y sus gentes siguiesen manteniendo su esencia
y, por qué no decirlo, también su gastronomía que tanto había tenido que ver en
el éxito de su restaurante. Y ahora, recordando la gastronomía, se daba cuenta
de que no había probado bocado en todo el trayecto y su estómago le estaba
pidiendo algo con que entretenerse. Era una buena señal para Elías notar esa
leve sensación de hambre pues desde que Anuca no estaba a su lado ni su
apetito, ni las comidas, eran todo lo saludables que debieran ser. Se acercó a
uno de los establecimientos de la estación para tomarse un refresco y picar
alguna cosa mientras pasaba el tiempo hasta la salida de su siguiente tren. Se
sentó en una pequeña mesa al lado de la cristalera para observar el incesante
ir y venir de apresurados viajeros y
acompañantes, la mayoría tirando de sus
maletas y mirando de vez en cuando las
grandes pantallas, que anunciaban las llegadas y salidas de los convoyes,
buscando el número de andén donde debían dirigirse. Era un buen invento ese de
poner ruedas a las maletas, y lo de las escaleras mecánicas no tenía precio. La
primera vez que las vio, tan empinadas y sin parar de moverse, le causaron cierta desconfianza
pero si Anuca podía subirse en ellas con total tranquilidad él no iba a ser
menos. Hubo de agarrarse fuertemente al pasamanos para neutralizar el desequilibrio producido
en un primer contacto de sus pies con el
peldaño, pero mirando disimuladamente a
un lado y otro observó, con cierto alivio, que nadie se había dado cuenta de su
inexperiencia. Ahora, ahí sentado, sin prisa, se daba cuenta que las personas
van a lo suyo. Nadie mira a nadie, ni tan siquiera se percatan de que están
ante una obra de arte, porque había que reconocer que la estación de Atocha era de las más
bonitas que él conocía. ¡Si hasta tenía un jardín botánico en su interior con
estanques y pequeños anfibios incluidos! En lugares con un marco como aquel las
esperas siempre se harían más cortas, las despedidas menos amargas y los
rencuentros mucho más alegres.
Observando aquel reducido mundo donde confluían personas de diversas clases sociales,
nacionalidades, edades y costumbres, Elías pensó que podría pasarse horas y horas sentado en
aquel rincón fantaseando sobre la vida de cada uno de los pasajeros simplemente
analizándolos por su aspecto o por la manera de desenvolverse en los largos
pasillos, o incluso viendo cómo subían las escaleras mecánicas. De nuevo volvía
a sonreír imaginando lo que podría surgir de aquella estrambótica idea. Se
notaba física y psicológicamente relajado por primera vez en mucho tiempo, y
quiso convencerse de que al final del túnel hallaría la luz que le permitiría
seguir adelante con su vida sin su Anuca del alma.
El tren enfilaba ya camino del norte. No viajaba
mucha gente en aquel vagón. Probablemente los viajeros, siempre con prisa por
llegar a todas partes, eligieran los aviones como medio de transporte. Él
también lo habría hecho cada verano
cuando iban a pasar el mes de agosto a casa de sus suegros. Ese mes no había un
alma por las calles de Sevilla y el negocio no se resintió cuando, al ir
naciendo sus hijos, Anuca y él decidieron que estaría bien enseñarles desde
pequeños cuales eran sus raíces, además de poder descansar de todo un año de
mucho trabajo en el restaurante.
La casa del pueblo estaba ocupada por la familia de
Anuca y el ganado. Resultaba raro para las personas que no estaban relacionadas
con el campo, entender cómo podían convivir en un mismo edificio personas y
animales. Era una construcción de tres plantas sustentada sobre gruesas paredes
de piedra con la fachada principal orientada al sur para aprovechar los rayos
de sol como medio natural para iluminar y calentar la vivienda. En la planta baja, a la entrada, estaba el estragal
que utilizaban para guardar aperos del campo y que daba paso a la cuadra donde sus
suegros tenían la media docena de vacas con las que sustentaban la familia. Los
que no fueran de la zona norte difícilmente podrían entender esa convivencia
con el ganado, pero los inviernos eran mucho más llevaderos en las frías casas,
con el calor que desprendían las vacas y
que servía de calefacción para las habitaciones de la planta superior donde
habitaban las familias. Eso sí que era calor natural. Bien es cierto que los
olores también se hacían notar pero todo era acostumbrarse.
A Elías la primera vez que visitó la casa todo eso
le había parecido como de otro mundo y no dejaba de preguntar cómo era posible
que habiéndose criado a no más de diez kilómetros de allí no conociese ese modo
de vida tan diferente del que él había vivido. Su suegro al verle tan perdido
en los temas del campo le explicaba, cada noche, como era la vida de los
agricultores y ganaderos de la zona. A los dos les gustaba acompañar la charla
con una “copuca” de aquel orujo que les bajaba el “tiu Ambrosio” de la zona de
Liébana. Un trago de ese aguardiente sí que les hacía entrar en calor en
invierno y, además, ayudaba a soltar la lengua a los que no eran muy
habladores.
De entre todas las cosas que le contaba el padre de Anuca le llamó especialmente la atención la
importancia que para aquellas gentes tenían las diferentes fases de la luna.
Miraban la luna para preñar las vacas, para sembrar las tierras, para podar los
árboles, para sallar las tierras…
Nunca entendió como las tierras de patatas, alubias
o de maíz daban más y mejor producción si se sembraban en menguante. Estos productos fueron durante muchos años la
base del sustento de las familias en los
pueblos. El maíz no es que se lo comieran
en grano, no, lo llevaban a cualquiera de los abundantes molinos que había
por la zona para que le hicieran la molienda y lo convirtieran en la harina con
la que después, las mujeres, amasándola con agua, cocinaban las jarrepas, o
forrada la masa con hojas de castaño secas la colocaban en el llar para que se
cocinase una sabrosa borona que acompañaba todas las comidas en tiempos de
escasez. Aquella zona tenía la gran suerte de
contar con el puerto de San Vicente
relativamente cerca, lo que les permitía a los vecinos hacerse intercambios de productos. La falta
de dinero hacía que no hiciesen compras
sino intercambios de unos productos por otros. Acostumbraban a bajar a la
Villa, una vez a la semana, con los frutos del campo que hubiese en cada
estación, para abastecer a las gentes de la mar y ellos, a cambio, conseguir algo de pescado.
De los huertos, por lo general, se ocupaban las
mujeres. Dependiendo de la época del año que fuera, invierno o primavera,
sembraban las lechugas, tomates, cebollas, acelgas, berzas, repollos, pimientos
y un largo etcétera de hortalizas que servirían para el consumo de la familia,
y si las cosechas se daban bien y había cierta abundancia, también se regalaban
a algún vecino que por cualquier circunstancia no tuviera un pequeño huerto. De
aquella se ayudaban todos entre sí, sin
darle la menor importancia al hecho, como la cosa más natural del mundo. Se
intercambiaban semillas si el año anterior la cosecha de alguno no había sido
de la mejor calidad.
-Fulanita, espera un poco que voy a “date” unas
semillas de berza que salen muy buenas.
-Ah, vale. Luego mándame al “criu” que tengo en casa
una docena de huevos “pa ti” que están todas las “pollucas” poniendo sin parar.
Cuando se trataba de sembrar una “tierra” de maíz y
alubias, o de patatas, ahí la cosa
cambiaba y toda la familia tenía que arrimar el hombro.
En primer lugar había que arar la parcela con un
arado tirado por una pareja de bueyes o de vacas preparadas para el “tiru” en
las labores agrarias y ganaderas. Por
esta zona hubo muy buenos carreteros que trabajaban a jornal con sus parejas.
Incluso salían
con sus parejas a hacer trabajos temporales fuera de la provincia.
En la preparación de las “tierras” para la siembra
participaban todos los miembros de la familia, incluidos los niños y ancianos.
Los mayores escogían las semillas sentados en la solana de las casas mientras
hablaban de tiempos pasados que siempre habían sido mejores. Tenían gran
preocupación por la hecatombe que asolaría el mundo cuando los de su generación
ya no estuviesen presentes para supervisar las cosas. Estas conversaciones, por
lo visto, se repetían por los abuelos, invariablemente, generación tras
generación.
Después de unos días, dejando que se airease esa
tierra removida, se usaba el “rastro” para que la tierra quedase lo más molida
y uniforme posible.
El siguiente paso sería hacer los surcos para
introducir las semillas. La siembra de patatas era muy cansada porque había que
agacharse a colocar la patata con “los
ojos” hacía arriba. La del maíz y alubias la hacían caminando a paso ligero
cuando ya habían cogido el tino de soltar los granos justos de cada vez para no
desperdiciar la semilla y tener menos trabajo cuando tocase sallar. Las alubias
las sembraban junto con el maíz para que
el tallo de este sirviese de guía y soportase a la planta de la leguminosa; de
esa manera se evitaban el tener que sembrar otra tierra exclusivamente para las
alubias y tener que poner palos que hiciesen esa función.
En la labor de “sallar” a los pequeños ya no les dejaban
participar pues podían echar a perder toda la siembra si no dominaban bien la
“azá”. El “sallu” consistía en remover un poco la tierra que rodeaba la planta y quitar malas hierbas o excesos de
plantas en un mismo hoyo, para que la que quedase pudiese crecer con holgura y fuerza suficiente.
Dependiendo de la estación del año que fuese se sembraban
las diferentes hortalizas aprovechando durante todo el año los huertos. En
invierno el campo daba una tregua y se podía descansar un poco al calor de la
“lumbre” cuando el frio y los temporales
no les dejaban salir de casa. Eso sí, los animales había que seguir
atendiéndolos. Había que ordeñar las vacas, a mano, un par de veces al día y alimentarlas
con la “yerba” recogida durante el
verano.
Las mujeres y niñas pasaban el tiempo de invierno
cosiendo o tejiendo y los hombres haciendo madreñas, preparando mangos de
madera para los aperos de labranza o haciendo rastrillos para el verano. En la
primavera se empezaban a segar algunas fincas.
Por regla general eran los hombres los que segaban y
las mujeres y las criaturas de todas las edades cargaban el carro con el
“verde” y atropaban para que quedasen los “praos” limpios y listos para dar
enseguida frescas paciones para el ganado. Otras fincas se dejaban para
segarlas durante los meses de julio y
agosto aprovechando el sol para secar la “yerba” y almacenarla en los pajares donde
se guardaría hasta el invierno que se utilizaría para dar de comer a los
animales. La tarea de la siega y recogida de la “yerba” era muy laboriosa,
hasta el punto que algunas familias con posibles, en los veranos, contrataban
jornaleros para que les ayudasen cuando el buen tiempo acompañaba, “esparciendo”, dando vuelta, “morujando”,
vuelta a “esparcer”, hacinando o recogiéndola con la ayuda de las carretas
tiradas por los bueyes.
¡Uff!... sólo de pensar en tanto trajín veraniego
Elías ya se sentía cansado.
Anuca le había contado en alguna ocasión que ella y
sus hermanos, mientras los mayores
hacían un descanso para comer a la sombra de cualquier árbol, y en los ratos de
ocio veraniegos, se acercaban hasta el rio que pasaba por su pueblo y competían en coger “zamarros” y renacuajos que metían
en frascos con un poco de agua, para ver a quien le duraban más tiempo vivos.
Algunos de aquellos renacuajos llegaron a subsistir durante bastante tiempo
teniendo en cuenta el trato que recibían. Cada vez que lo contaba siempre
acababa el relato con la misma coletilla: “En aquella época, para desgracia de
los pequeños animales, todavía no
existía la Sociedad Protectora de Animales”
Durante todo el viaje Elías miraba hacia el
horizonte a través de la ventanilla sin
prestar mucha atención a lo que tan velozmente quedaba atrás al paso del
tren pero, de pronto, fue consciente de
que el paisaje estaba cambiando. Los colores ocres de las inmensas
llanuras se tornaban en una amplia gama de verdes que hasta la paleta del mejor
pintor envidiaría. Las montañas hacían acto de presencia y los cielos, hasta
entonces azules, tornaban al típico gris norteño. Dentro del tren no se
apreciaba cambio alguno pero estaba seguro que la temperatura en el exterior
también habría variado y los sofocantes
calores de las tierras de Castilla se
habrían transformado en suaves y relajantes temperaturas. ¡Ya estaba en casa!
Porque la Montaña fue siempre su casa, aunque las circunstancias de la vida le
hubiesen llevado tan lejos de su querida villa marinera. él jamás había dejado
de sentirse pejín, y de presumir de serlo siempre que tenía oportunidad. De ese
amor por su tierra y por sus gentes le surgió el nombre para su restaurante:
“Los Pejines”.
Con sumo cuidado cogió, del altillo que había sobre
la ventanilla, la pequeña caja cerrada herméticamente y la abrazó fuertemente.
-Anuca, ya estamos en casa.
Laura González Sánchez ©
(Continuará...)
Laura González Sánchez ©
(Continuará...)
1 comentario:
Creo que tanto la Montaña o Cantabria eran nombres usados por nuestras gentes antes de que existiera la autonomía de Cantabria.
Es decir, Cantabria no es una palabra que ha venido como una novedad reciente como algunos piensan más allá de nuestras fronteras, ya que "Cantabria" siempre ha sido una palabra familiar para nosotros. Al menos, así me lo han contado gente de avanzada edad.
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