jueves, 28 de febrero de 2013

EL JÁNDALO (III Parte)




El sonido de otro tren al cruzarse con el suyo le sacó de sus pensamientos. Miró la hora en su reloj y cambió de postura en el asiento al notar entumecidas sus piernas. Echó un vistazo a su alrededor y observó que había gente diferente  en el vagón por lo que dedujo que el tren ya había hecho alguna parada sin que él se percatase de ello. Hacía tiempo que no echaba una mirada al pasado tan profundamente y con tanta calma. Veía cómo cosas que daba por olvidadas todavía permanecían frescas en su memoria a pesar del tiempo transcurrido. Muchas veces Anuca, cuando le escuchaba contar los relatos de su vida con aquel lujo de detalles y aquella pasión por los momentos vividos, le instaba a que escribiese sus memorias para  dejarle a todos sus nietos la historia de su vida y de sus antepasados, hasta donde él conocía, claro, y este viaje quizás fuese el punto de partida  para llevar la idea  a la práctica. Al fin y al cabo ahora tendría todo el tiempo del mundo para dedicarse a ello. Esta Semana Santa lo comentaría con su nieto Rubén y si le parecía bien la idea se pondría manos a la obra sin perder tiempo, no fuera que le ocurriese como a la pobre Anuca y se le escapase la vida sin darse cuenta.

Acomodándose de nuevo en el asiento continuó con sus recuerdos llegando a la conclusión de que, en rasgos generales, su infancia había sido bastante feliz porque aunque nada tenía, tampoco echaba nada de menos al no conocer otra vida mejor.
Lo que más le había preocupado en su infancia era ver a su madre trabajar tanto y tan duro. Ella al igual que las demás mujeres de pescadores trabajaban  hasta la extenuación, sufriendo permanentemente por la suerte que pudieran correr los marineros que estaban en la mar. Vivían continuamente con la zozobra de la muerte presente y cuando las fuerzas les fallaban  no podían reprimirse y exteriorizaban sus sentimientos de impotencia y desesperación con su carácter desinhibido, agresivo casi, que se hacía más patente cuando  se juntaban en el muelle a la espera de ver aparecer los barcos por la bocana del puerto, con todos sus tripulantes a salvo, después de haber superado cualquier tormenta  que les alcanzase faenando. Dentro del barrio de pescadores abundaban las viudas más que en las otras zonas de la villa. Elías lo sabía porque en la escuela la mayoría de los niños sin padre eran hijos de pescadores. La dura vida y los ataques de la naturaleza hacían que la población marinera no viviesen muchos años. Las embarcaciones no eran todo lo seguras que hubiese sido necesario para enfrentarse al bravo Cantábrico y además estaban las terribles galernas. Esa era una palabra maldita entre la gente de la mar.






Como no entendía muy bien el porqué de ese temor ante la palabra, Elías le preguntó a su abuelo  qué  era una galerna. El abuelo, muy serio, le contestó que era el peor monstruo con el que se podía topar una embarcación en alta mar. Le contó la historia de la galerna que asoló el Cantábrico allá por el año 1878 conocida como La Galerna del Sábado de Gloria. Mientras le iba contando la terrible historia,  de entre las páginas de uno de aquellos libros que tenía guardados, su abuelo sacó un trozo de periódico muy viejo y se lo dio para que lo leyera. Era la reseña sobre una galerna:
“Las catástrofes del mar. Fue tremendo, espantable, lo de anteayer, lo que se contaba en los muelles, y se aprendía en los centros oficiales, a la vista de los despachos que se iban recibiendo, pero todavía ayer fueron más dolorosas las noticias [….] en San Vicente de la Barquera se lloran muchas víctimas. Se han recibido nuevos despachos de aquella villa contando la hecatombe[….] De las embarcaciones que salieron de allí al amanecer del sábado quedaron dos en la mar, pereciendo sus tripulaciones y las otras llegaron a puerto en muy mal estado aunque con la gente completa. Las víctimas fueron 14 hombres, de ellos 10 casados y 4 solteros. Estos sostenían padres sexagenarios e impedidos y eran su único apoyo; aquellos dejan en la más triste miseria y desamparo a 40 huérfanos, que ya están careciendo de pan. El mar ha arrojado a la playa siete cadáveres. Esta gran desdicha ha emocionado profundamente a aquel vecindario que todavía no ha enjugado por completo las lágrimas de otras viudas y otros huérfanos a quienes reciente catástrofe arrebató padres y esposos.

El Cantábrico , nº 1752, 19 Febrero de 1900.

Elías levantó la mirada del trozo de periódico justo a tiempo de ver a su abuelo limpiarse una lágrima que resbalaba por su mejilla. No dijo nada. Permanecieron en silencio durante unos minutos;  uno recuperándose de la emoción, todavía  a flor de piel, y el otro intentando asimilar lo que había leído. Pasados esos instantes  Elías, con voz casi inaudible, repitió de nuevo su pregunta. La respuesta, casi científica,  fue un poco complicada para la mente de Elías pero su abuelo intentó hacérselo más entendible diciéndole que ese fenómeno atmosférico se formaba cuando habiendo viento flojo del Este, pasa a Sur fuerte y rápidamente pasa a Noroeste huracanado, alterando en muy poco tiempo las condiciones de la mar y que, generalmente, este fenómeno suele darse en los meses entre el otoño y la primavera.


Elías atendía con suma atención a cada detalle que el abuelo le explicaba y  a cómo  lo hacía, reflejando en sus ademanes una gran personalidad por la que, el nieto, sentía auténtica admiración. Había una frase que repetía muy a menudo y que Elías, a pesar del tiempo transcurrido, aún recordaba literalmente:” …y, aunque no sea el amo de mi destino, sí puedo decir que tuve un atisbo de lo que es serlo, y sé cual es el objetivo  por el que debo bregar en la vida”.
Los años fueron transcurriendo sin grandes variaciones. Viendo como Elías se iba haciendo mayor y el único recurso para sobrevivir era continuar con la tradición pesquera, su madre se puso en contacto con un familiar que había marchado hacía unos años al sur. Era conocido como “el jándalo de Gandarilla”. El apodo de “jándalo” se lo ponían a los montañeses que emigraban a Sevilla, en su gran mayoría, buscando una vida mejor. No todos los que marchaban lograban triunfar pero los que lo hacían no dudaban en llevar a gente de su tierra para darles una oportunidad de salir de la pobreza que abundaba en la provincia.

Elías fue uno de aquellos jóvenes que marcharon en busca de un futuro  mejor que el que el destino le depararía si continuase en la villa pejina. La vida en Sevilla no le resultó nada fácil y en innumerables ocasiones la tentación de volver a su tierra le asaltó y le tentó el ánimo. Trabajó en un principio en una taberna de la capital hispalense desde las seis de la mañana, sirviendo desayunos a los obreros, hasta las doce de la noche que se retiraban los “señoritos” a sus casas rebosando fino por cada uno de sus poros. En los momentos de  gran desánimo que le asaltaban, debidos a la soledad y unidos al cansancio por  el exceso de horas tras una barra, se decía las palabras que su abuelo tantas veces le repitiera: “…sé cuál es el objetivo por el que debo bregar en la vida”. Y él lo sabía. Algún día llegaría a tener su propio negocio.
Su tenacidad y saber hacer hicieron posible su sueño y en pocos años logró abrir su propio negocio de hostelería. Aunaba en su pequeño y coqueto restaurante la cocina tradicional andaluza y la degustación de exquisiteces montañesas como podían ser las quesadas pasiegas o las deliciosas anchoas barquereñas que tanto éxito tuvieron entre su clientela, y que tanto prestigio le dieron al local. Con el trascurrir del tiempo Elías llegó a convertirse en un jándalo con fortuna y al igual que habían confiado en él un día para llevárselo a Sevilla, él hizo  lo mismo con una amiga de sus hermanas que también quería salir de la pobreza de su pequeña aldea  cercana a San Vicente.






Cuando fue a recibirla a la estación de San Bernardo  no sabía que aquel día sería el principio de una nueva vida para él. Sus hermanas le habían mandado una foto en una de sus cartas para que pudiese reconocerla en la estación, le contaron que era la mayor de seis hermanos y que necesitaba el sueldo para ayudar en casa, pues su familia se dedicaba  a las labores del campo y tenían media docena de vacas que a duras penas les permitían subsistir. También le decían que se llamaba Ana María pero que todos la conocían por Anuca para no confundirla con su madre que se llamaba de igual manera.
Cuando la vio caminando por el andén con su pequeña maleta de cartón, paso indeciso y mirada escrutadora notó algo en su interior que nunca antes había sentido. No le dio demasiada importancia al hecho y se acercó a ella dándose a conocer. Después de los pertinentes saludos  se dirigieron a una pequeña pensión donde Elías le había reservado una habitación. En su casa tenía una que no usaba pero no estaba bien visto que un hombre y una mujer conviviesen bajo el mismo techo sin estar casados, y ni tan siquiera se le había pasado por la cabeza ofrecérsela. La pensión era humilde pero estaba limpia y la  señora que la regentaba  la trataría como a una hija.
Desde el primer momento se entendieron a la perfección, enseguida se dieron cuenta de que eran dos almas gemelas y Anuca con su simpatía supo ganarse a la clientela del local y darle ese toque al negocio que sólo una mujer saber hacer. Trabajaron duro y sin darse cuenta sus vidas fueron convirtiéndose en una sola. Se casaron al año siguiente de conocerse y los niños llegaron sin tardar. La felicidad les había acompañado durante todo su matrimonio, con los altibajos normales de cualquier convivencia solucionados airosamente por el saber hacer de Anuca. Era curioso, y hasta le hacía gracia pensar, como sin él enterarse, siempre acababa haciendo lo que ella quería, demostrando el paso del tiempo que pocas veces se equivocaba. Era una mujer inteligente y con determinación, sí señor, y sabía lo que se traía entre manos. Poco a poco el restaurante se les fue quedando pequeño y tuvieron que ampliarlo  convirtiéndose en uno de los más concurridos de la capital. Las cosas les habían ido bien, con mucho esfuerzo y sacrificios, pero había merecido la pena.

Laura González Sánchez ©

(Continuará...)

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