El sonido de otro tren al cruzarse con el suyo le
sacó de sus pensamientos. Miró la hora en su reloj y cambió de postura en el
asiento al notar entumecidas sus piernas. Echó un vistazo a su alrededor y
observó que había gente diferente en el
vagón por lo que dedujo que el tren ya había hecho alguna parada sin que él se
percatase de ello. Hacía tiempo que no echaba una mirada al pasado tan
profundamente y con tanta calma. Veía cómo cosas que daba por olvidadas todavía
permanecían frescas en su memoria a pesar del tiempo transcurrido. Muchas veces
Anuca, cuando le escuchaba contar los relatos de su vida con aquel lujo de
detalles y aquella pasión por los momentos vividos, le instaba a que escribiese
sus memorias para dejarle a todos sus
nietos la historia de su vida y de sus antepasados, hasta donde él conocía,
claro, y este viaje quizás fuese el punto de partida para llevar la idea a la práctica. Al fin y al cabo ahora tendría
todo el tiempo del mundo para dedicarse a ello. Esta Semana Santa lo comentaría
con su nieto Rubén y si le parecía bien la idea se pondría manos a la obra sin
perder tiempo, no fuera que le ocurriese como a la pobre Anuca y se le escapase
la vida sin darse cuenta.
Acomodándose de nuevo en el asiento continuó con sus
recuerdos llegando a la conclusión de que, en rasgos generales, su infancia
había sido bastante feliz porque aunque nada tenía, tampoco echaba nada de
menos al no conocer otra vida mejor.
Lo que más le había preocupado en su infancia era
ver a su madre trabajar tanto y tan duro. Ella al igual que las demás mujeres
de pescadores trabajaban hasta la
extenuación, sufriendo permanentemente por la suerte que pudieran correr los
marineros que estaban en la mar. Vivían continuamente con la zozobra de la
muerte presente y cuando las fuerzas les fallaban no podían reprimirse y exteriorizaban sus
sentimientos de impotencia y desesperación con su carácter desinhibido,
agresivo casi, que se hacía más patente cuando
se juntaban en el muelle a la espera de ver aparecer los barcos por la
bocana del puerto, con todos sus tripulantes a salvo, después de haber superado
cualquier tormenta que les alcanzase
faenando. Dentro del barrio de pescadores abundaban las viudas más que en las
otras zonas de la villa. Elías lo sabía porque en la escuela la mayoría de los
niños sin padre eran hijos de pescadores. La dura vida y los ataques de la
naturaleza hacían que la población marinera no viviesen muchos años. Las
embarcaciones no eran todo lo seguras que hubiese sido necesario para
enfrentarse al bravo Cantábrico y además estaban las terribles galernas. Esa
era una palabra maldita entre la gente de la mar.
Como no entendía muy bien el porqué de ese temor
ante la palabra, Elías le preguntó a su abuelo
qué era una galerna. El abuelo,
muy serio, le contestó que era el peor monstruo con el que se podía topar una
embarcación en alta mar. Le contó la historia de la galerna que asoló el
Cantábrico allá por el año 1878 conocida como La Galerna del Sábado de Gloria.
Mientras le iba contando la terrible historia,
de entre las páginas de uno de aquellos libros que tenía guardados, su
abuelo sacó un trozo de periódico muy viejo y se lo dio para que lo leyera. Era
la reseña sobre una galerna:
“Las
catástrofes del mar. Fue tremendo, espantable, lo de anteayer, lo que se
contaba en los muelles, y se aprendía en los centros oficiales, a la vista de
los despachos que se iban recibiendo, pero todavía ayer fueron más dolorosas
las noticias [….] en San Vicente de la Barquera se lloran muchas víctimas. Se
han recibido nuevos despachos de aquella villa contando la hecatombe[….] De las
embarcaciones que salieron de allí al amanecer del sábado quedaron dos en la
mar, pereciendo sus tripulaciones y las otras llegaron a puerto en muy mal
estado aunque con la gente completa. Las víctimas fueron 14 hombres, de ellos
10 casados y 4 solteros. Estos sostenían padres sexagenarios e impedidos y eran
su único apoyo; aquellos dejan en la más triste miseria y desamparo a 40
huérfanos, que ya están careciendo de pan. El mar ha arrojado a la playa siete
cadáveres. Esta gran desdicha ha emocionado profundamente a aquel vecindario
que todavía no ha enjugado por completo las lágrimas de otras viudas y otros
huérfanos a quienes reciente catástrofe arrebató padres y esposos.
El
Cantábrico , nº 1752, 19 Febrero de 1900.
Elías levantó la mirada del trozo de periódico justo
a tiempo de ver a su abuelo limpiarse una lágrima que resbalaba por su mejilla.
No dijo nada. Permanecieron en silencio durante unos minutos; uno recuperándose de la emoción, todavía a flor de piel, y el otro intentando asimilar
lo que había leído. Pasados esos instantes
Elías, con voz casi inaudible, repitió de nuevo su pregunta. La
respuesta, casi científica, fue un poco
complicada para la mente de Elías pero su abuelo intentó hacérselo más
entendible diciéndole que ese fenómeno atmosférico se formaba cuando habiendo
viento flojo del Este, pasa a Sur fuerte y rápidamente pasa a Noroeste
huracanado, alterando en muy poco tiempo las condiciones de la mar y que,
generalmente, este fenómeno suele darse en los meses entre el otoño y la
primavera.
Elías atendía con suma atención a cada detalle que
el abuelo le explicaba y a cómo lo hacía, reflejando en sus ademanes una gran
personalidad por la que, el nieto, sentía auténtica admiración. Había una frase
que repetía muy a menudo y que Elías, a pesar del tiempo transcurrido, aún
recordaba literalmente:” …y, aunque no sea el amo de mi destino, sí puedo decir
que tuve un atisbo de lo que es serlo, y sé cual es el objetivo por el que debo bregar en la vida”.
Los años fueron transcurriendo sin grandes
variaciones. Viendo como Elías se iba haciendo mayor y el único recurso para
sobrevivir era continuar con la tradición pesquera, su madre se puso en
contacto con un familiar que había marchado hacía unos años al sur. Era
conocido como “el jándalo de Gandarilla”. El apodo de “jándalo” se lo ponían a
los montañeses que emigraban a Sevilla, en su gran mayoría, buscando una vida
mejor. No todos los que marchaban lograban triunfar pero los que lo hacían no
dudaban en llevar a gente de su tierra para darles una oportunidad de salir de
la pobreza que abundaba en la provincia.
Elías fue uno de aquellos jóvenes que marcharon en
busca de un futuro mejor que el que el
destino le depararía si continuase en la villa pejina. La vida en Sevilla no le
resultó nada fácil y en innumerables ocasiones la tentación de volver a su
tierra le asaltó y le tentó el ánimo. Trabajó en un principio en una taberna de
la capital hispalense desde las seis de la mañana, sirviendo desayunos a los
obreros, hasta las doce de la noche que se retiraban los “señoritos” a sus
casas rebosando fino por cada uno de sus poros. En los momentos de gran desánimo que le asaltaban, debidos a la
soledad y unidos al cansancio por el
exceso de horas tras una barra, se decía las palabras que su abuelo tantas
veces le repitiera: “…sé cuál es el objetivo por el que debo bregar en la
vida”. Y él lo sabía. Algún día llegaría a tener su propio negocio.
Su tenacidad y saber hacer hicieron posible su sueño
y en pocos años logró abrir su propio negocio de hostelería. Aunaba en su
pequeño y coqueto restaurante la cocina tradicional andaluza y la degustación
de exquisiteces montañesas como podían ser las quesadas pasiegas o las
deliciosas anchoas barquereñas que tanto éxito tuvieron entre su clientela, y
que tanto prestigio le dieron al local. Con el trascurrir del tiempo Elías
llegó a convertirse en un jándalo con fortuna y al igual que habían confiado en
él un día para llevárselo a Sevilla, él hizo
lo mismo con una amiga de sus hermanas que también quería salir de la
pobreza de su pequeña aldea cercana a
San Vicente.
Cuando fue a recibirla a la estación de San
Bernardo no sabía que aquel día sería el
principio de una nueva vida para él. Sus hermanas le habían mandado una foto en
una de sus cartas para que pudiese reconocerla en la estación, le contaron que
era la mayor de seis hermanos y que necesitaba el sueldo para ayudar en casa,
pues su familia se dedicaba a las
labores del campo y tenían media docena de vacas que a duras penas les
permitían subsistir. También le decían que se llamaba Ana María pero que todos
la conocían por Anuca para no confundirla con su madre que se llamaba de igual
manera.
Cuando la vio caminando por el andén con su pequeña
maleta de cartón, paso indeciso y mirada escrutadora notó algo en su interior
que nunca antes había sentido. No le dio demasiada importancia al hecho y se
acercó a ella dándose a conocer. Después de los pertinentes saludos se dirigieron a una pequeña pensión donde
Elías le había reservado una habitación. En su casa tenía una que no usaba pero
no estaba bien visto que un hombre y una mujer conviviesen bajo el mismo techo
sin estar casados, y ni tan siquiera se le había pasado por la cabeza
ofrecérsela. La pensión era humilde pero estaba limpia y la señora que la regentaba la trataría como a una hija.
Desde el primer momento se entendieron a la
perfección, enseguida se dieron cuenta de que eran dos almas gemelas y Anuca
con su simpatía supo ganarse a la clientela del local y darle ese toque al
negocio que sólo una mujer saber hacer. Trabajaron duro y sin darse cuenta sus
vidas fueron convirtiéndose en una sola. Se casaron al año siguiente de
conocerse y los niños llegaron sin tardar. La felicidad les había acompañado
durante todo su matrimonio, con los altibajos normales de cualquier convivencia
solucionados airosamente por el saber hacer de Anuca. Era curioso, y hasta le
hacía gracia pensar, como sin él enterarse, siempre acababa haciendo lo que
ella quería, demostrando el paso del tiempo que pocas veces se equivocaba. Era
una mujer inteligente y con determinación, sí señor, y sabía lo que se traía
entre manos. Poco a poco el restaurante se les fue quedando pequeño y tuvieron
que ampliarlo convirtiéndose en uno de
los más concurridos de la capital. Las cosas les habían ido bien, con mucho
esfuerzo y sacrificios, pero había merecido la pena.
Laura González Sánchez ©
(Continuará...)
Laura González Sánchez ©
(Continuará...)
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