jueves, 23 de abril de 2015

SALOU - ELVIAJE



                    

      Dicen que los gitanos no quieren los hijos con buenos principios, pero yo no estoy muy de acuerdo con los gitanos.  A la una y media de la tarde  montamos en un minibús en La Barquera, y cinco minutos más tarde, en la estación de autobuses, tuvimos que cambiar de vehículo porque éramos catorce los que teníamos que viajar, y el mini  no tenía más que doce plazas.

            Sube las maletas, bájalas, y vuélvelas  a subir. A las dos y media estábamos en Santander. Baja las maletas. A las cuatro menos cuarto salió de Santander otro bus, para el aeropuerto de Bilbao. Sube las maletas, y mientras tanto, un café, y cuatro bostezos, porque era la hora en que yo suelo dar una cabezada en mi casa. En el aeropuerto, baja las maletas; arrástralas hacia el interior, y todos como corderos siguiendo  a la azafata del Inserso, que nos indicaría el mostrador en el  que deberíamos facturar. ¡Por fin, se acabó el arrastre de maletas!

            Hasta las siete no salía el avión. Me harté de mirar caras desconocidas, sobre todo de viejos, que iban, además de nosotros a Salou, unos  a Matalascañas y otros a Ibiza. Cuando de vez en cuando se veía una cara de jovencita, además de la cara, se le miraba también el culo, que los ojos siempre son niños. 

            Pues bien, hasta llegar aquí, el "aeroportúa", que dicen ellos, conocí en el trayecto a gente del mismo San Vicente, que no conocía, o al menos, que no había tratado: Entre ellos a Miguel Ángel, un muchacho hablador, simpático,  e ingenioso. Yo conocía pocos Migueles Ángeles, salvo aquél que anduvo  pintando y esculpiendo allá por Florencia, pero  que no era éste. A este, se le conoce por el sobrenombre de “El Cuco”. Ahora no me extraña que hablara tanto, porque el cuco es en primavera cuando canta. Pero creo que hice un  amigo.

            Embarcamos, y mi mujer hasta los zapatos se tuvo que quitar, ya que al pasar el control policial,  pitaba por todos lados. A mí me pasaron por rayos X el bastón; sin duda me vieron cara de pocos amigos, y pensaron que llevaba un sable camuflado. Cuarenta y cinco minutos más tarde tomábamos tierra en el aeropuerto de Barcelona, y la gente se puso a aplaudir como loca. Nunca comprendí por qué lo hacen; el piloto no hizo más que lo que debía, como cada quisqui en su trabajo, y nadie los aplaude.

            Exagerando un poco, anduvimos como diez kilómetros hasta la recepción de equipajes;  coge la maleta, y en cinco  kilómetros más, salimos al  vestíbulo donde unas señoritas de uniformes negros con ribetes verdes exhibían carteles “Mundo Senior”, ¿Salou? – Sí, Salou· - Pues esperen debajo del cartel luminoso color verde. ´- Nos atendió una azafata rusa, que después de hacernos esperar no sé cuanto porque faltaba una señora que se perdió en la marabunta del aeropuerto, resultó que la perdida no era de nuestro hotel, y seguimos arrastrando maleta hasta que pudimos colocarla en el vientre del autobús que,  ya de noche, inició el recorrido de más de cien kilómetros hasta dejarnos  en el Hotel Mediterráneo. Por el camino la rusa nos explicó algo de la historia de Barcelona, pero como yo estoy medio sordo, y ella hablaba medio ruso, no me enteré de nada.  Baja maleta. Arrastra maleta hasta recepción, y ármate de paciencia, porque a las once de la noche había un solo recepcionista para entregar llaves a tanta gente. 

            Sube maleta hasta la cuarta planta, y arrástrala hasta la cuatrocientos dieciocho. ¡Coño! Al fin, se acabó arrastrar maleta. La habitación, bien; sin más. Limpia, que es lo importante;  un televisorón grande como los de antes de la guerra, suponiendo que antes de la guerra hubiera televisores, y dos camas enormes, donde lo mismo te puedes tumbar a lo largo que a lo ancho. Lo deduje enseguida: Estas camas son así, con vistas a esos chavales ingleses que vienen a Salou a correrse las monstruosas orgías que en su país no les permiten.

            Bajamos a cenar. Once y media de la noche, y la puerta del comedor cerrada a cal y canto. Alguien subió a reclamar a recepción, y abrieron para que pudiéramos comer una cena fría, que además de ensalada contenía algún fiambre, una loncha de queso plastificado, y una loncha de carne asada de los últimos dinosaurios que vivieron en España. Como postre, fruta: plátanos, que se acabaron echando chispas, y manzanas y peras que no pude comer, porque eran auténtica madera. Dormí a pata suelta, y cuando  me desperté, me duché  y escribí esto, para que lo sepas.

            Jesús González ©

No hay comentarios: