Dicen
que los gitanos no quieren los hijos con buenos principios, pero yo no estoy
muy de acuerdo con los gitanos. A la una
y media de la tarde montamos en un
minibús en La Barquera, y cinco minutos más tarde, en la estación de autobuses,
tuvimos que cambiar de vehículo porque éramos catorce los que teníamos que
viajar, y el mini no tenía más que doce
plazas.
Sube las
maletas, bájalas, y vuélvelas a subir. A
las dos y media estábamos en Santander. Baja las maletas. A las cuatro menos
cuarto salió de Santander otro bus, para el aeropuerto de Bilbao. Sube las
maletas, y mientras tanto, un café, y cuatro bostezos, porque era la hora en
que yo suelo dar una cabezada en mi casa. En el aeropuerto, baja las maletas;
arrástralas hacia el interior, y todos como corderos siguiendo a la azafata del Inserso, que nos indicaría
el mostrador en el que deberíamos
facturar. ¡Por fin, se acabó el arrastre de maletas!
Hasta las
siete no salía el avión. Me harté de mirar caras desconocidas, sobre todo de
viejos, que iban, además de nosotros a Salou, unos a Matalascañas y otros a Ibiza. Cuando de vez
en cuando se veía una cara de jovencita, además de la cara, se le miraba
también el culo, que los ojos siempre son niños.
Pues bien,
hasta llegar aquí, el "aeroportúa", que dicen ellos, conocí en el trayecto a
gente del mismo San Vicente, que no conocía, o al menos, que no había tratado:
Entre ellos a Miguel Ángel, un muchacho hablador, simpático, e ingenioso. Yo conocía pocos Migueles Ángeles,
salvo aquél que anduvo pintando y
esculpiendo allá por Florencia, pero que
no era éste. A este, se le conoce por el sobrenombre de “El Cuco”. Ahora no me
extraña que hablara tanto, porque el cuco es en primavera cuando canta. Pero
creo que hice un amigo.
Embarcamos,
y mi mujer hasta los zapatos se tuvo que quitar, ya que al pasar el control
policial, pitaba por todos lados.
A mí me pasaron por rayos X el bastón; sin duda me vieron cara de pocos amigos,
y pensaron que llevaba un sable camuflado. Cuarenta y cinco minutos más tarde
tomábamos tierra en el aeropuerto de Barcelona, y la gente se puso a aplaudir
como loca. Nunca comprendí por qué lo hacen; el piloto no hizo más que lo que
debía, como cada quisqui en su trabajo, y nadie los aplaude.
Exagerando
un poco, anduvimos como diez kilómetros hasta la recepción de equipajes; coge la maleta, y en cinco kilómetros más, salimos al vestíbulo donde unas señoritas de uniformes
negros con ribetes verdes exhibían carteles “Mundo Senior”, ¿Salou? – Sí,
Salou· - Pues esperen debajo del cartel luminoso color verde. ´- Nos atendió
una azafata rusa, que después de hacernos esperar no sé cuanto porque faltaba
una señora que se perdió en la marabunta del aeropuerto, resultó que la perdida
no era de nuestro hotel, y seguimos arrastrando maleta hasta que pudimos
colocarla en el vientre del autobús que,
ya de noche, inició el recorrido de más de cien kilómetros hasta
dejarnos en el Hotel Mediterráneo. Por
el camino la rusa nos explicó algo de la historia de Barcelona, pero como yo
estoy medio sordo, y ella hablaba medio ruso, no me enteré de nada. Baja maleta. Arrastra maleta hasta recepción,
y ármate de paciencia, porque a las once de la noche había un solo
recepcionista para entregar llaves a tanta gente.
Sube maleta
hasta la cuarta planta, y arrástrala hasta la cuatrocientos dieciocho. ¡Coño!
Al fin, se acabó arrastrar maleta. La habitación, bien; sin más. Limpia, que es
lo importante; un televisorón grande
como los de antes de la guerra, suponiendo que antes de la guerra hubiera
televisores, y dos camas enormes, donde lo mismo te puedes tumbar a lo largo
que a lo ancho. Lo deduje enseguida: Estas camas son así, con vistas a esos
chavales ingleses que vienen a Salou a correrse las monstruosas orgías que en
su país no les permiten.
Bajamos a
cenar. Once y media de la noche, y la puerta del comedor cerrada a cal y canto.
Alguien subió a reclamar a recepción, y abrieron para que pudiéramos comer una
cena fría, que además de ensalada contenía algún fiambre, una loncha de queso
plastificado, y una loncha de carne asada de los últimos dinosaurios que
vivieron en España. Como postre, fruta: plátanos, que se acabaron echando
chispas, y manzanas y peras que no pude comer, porque eran auténtica madera.
Dormí a pata suelta, y cuando me
desperté, me duché y escribí esto, para
que lo sepas.
Jesús González ©
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