martes, 21 de abril de 2015

COINCIDENCIA

 
           
           También hace años. Pero no tantos. Ya vivía yo en San Vicente, y estaba a punto de jubilarme. La verdad es que durante mi vida laboral, nunca tuve grandes  enfrentamientos con nuestros proveedores de leche. Aunque alguno tuve. Hombre, yo entiendo que no se  acepta de muy buena gana, que venga un tipo de la empresa, y así de primeras, te diga que estás echando agua a la leche. Sobre todo si presumes de ser un ganadero serio y responsable. 

            Pienso que en estos casos tuve bastante mano izquierda, que se suele decir. Y la verdad es que dejé por el campo muchos más amigos que enemigos. Enemigos, que yo sepa, solo dos: El protagonista de la historia que voy a contar, y otro señorín con el que me tropecé este verano en una fiesta de esas multitudinarias. Le fui a saludar porque hacía mucho tiempo que no le veía, y me negó el saludo porque según me dijo, le había “jodido” bien con los descuentos que le “hice” (como si yo fuera la empresa),  en la paga de la leche.

            Pues el otro, que era de un pueblo de esos de por ahí arriba cuyo nombre me callo por aquello de no herir sensibilidades, se puso contra mí como un basilisco. Él aceptaba que la leche que nos vendía fuera de mala calidad, porque las "sus vacas" ya sabía de sobra él, que lo daban muy “flojo;” pero que le echara agua, ¡ni hablar! , que eso, a él,  no se lo permitía la conciencia. 

            Por no dispararle la mala leche que tenía,  no le respondí que las conciencias últimamente estaban bajando mucho de precio, mientras que la leche seguía valiendo a tres pesetas y pico  el litro. Pero no hizo falta que yo le disparara la mala leche; se le disparó sola. Se fue remontando de un modo tan “remontáu”, que se subió al tractor, y yo me dije: “Ahora me pasa por encima, y me deja pegado al camino lo mismo que un sello  de correos en el sobre de una carta”. Pero no llegó a tanto. Me dijo que en cuanto tuviera ocasión, le prendía fuego a la furgoneta dos caballos que llevaba, y  si podía, lo haría conmigo dentro. Y para que no lo dudara, puso el dedo índice de su mano derecha sobre el pulgar, besó la cruz que hizo, y dijo: “!Por esta!”

            Pues mira lo que son las coincidencias: Aquel mismo día, yo llegué a casa justamente a  la una y media de la tarde, hora en que solíamos comer.  Aparqué como siempre, delante de la casa;  entré por el garaje  y de allí subí a la cocina. Me lavé las manos, me fui a sentar a la mesa que está al lado de la ventana, y de repente veo que sale humo del motor del vehículo. Salí corriendo, y cuando llegué, la furgoneta ardía por los cuatro costados. Nueva; tres meses hacía que la acababa de estrenar. Vacié sobre ella el extintor que tenía en casa, y como si le hubiera echado un litro más de gasolina.  Alguien vio el fuego, y de San Vicente subieron a mi casa con extintores industriales, pero ya estaba calcinada. Según informaron  más tarde técnicos de la empresa, el fuego se inició en un mal contacto del mechero  que la furgoneta tenía junto al cenicero, a la derecha del asiento del conductor.

            Pero, ¿imaginas lo que yo hubiera pensado si el fuego se hubiera iniciado por la noche, en vez de a plena luz del día?  Seguro que al primero que hubiera metido en canción, era al pobre hombre aquél  de la mala leche… dos veces.

                    Jesús Gonzalez ©

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