viernes, 20 de marzo de 2015

ELECCIONES.






El país se había sumido en la más grande crisis de su historia. El pueblo entero reventó de asco ante las mentiras, corrupción y maniobras subterráneas de sus políticos. El hartazgo popular con su clase dirigente había llegado a tal extremo que, en las últimas elecciones generales, la abstención ascendió al noventa por ciento. La anarquía se apoderó de las calles, los políticos eran sacados de sus casas y colgados de las farolas, y hasta las fuerzas de seguridad se sumaron al movimiento de limpieza, pues sus miembros no eran ajenos al sentir del resto de la población. El país fue marginado por la comunidad internacional. 


La situación era tan grave que se hizo preciso tomar medidas radicales y con la máxima urgencia. En pocos días, todas las fuerzas políticas aprobaron una reforma constitucional sin precedentes, orientada a recuperar la confianza del electorado. Para ello, se instauró la pena de muerte sumarísima para todo político que fuera reo de haber mentido al pueblo en su programa electoral. El peor crimen de un político consistiría, a partir de aquel momento, en mentir al pueblo que le daba de comer. En adelante, la palabra del nuevo político sería oro de ley, verdad indiscutible, garantía de autenticidad. Quien mintiera, pagaría con su vida.


Tan pronto como entró en vigor la nueva Constitución, se convocaron nuevas elecciones generales y todo el país pareció recuperar su fe en el sistema y se mostraba ansioso por acudir a las urnas lo antes posible. Un nuevo aire fresco de esperanza se respiraba a lo largo y ancho del territorio nacional. El mundo entero seguía con interés el nuevo giro en la política del país, con su innovadora y prometedora nueva ley electoral, y todos los gobiernos extranjeros anunciaron que enviarían observadores para que tomaran buena nota y estudiaran los efectos de tan insólita iniciativa legislativa.


El primer cambio que dejó atónita a la comunidad internacional fue que, del amplio abanico de partidos políticos del país, desde los de extrema izquierda hasta los de extrema derecha, pasando por todos los colores del arco parlamentario, casi todos anunciaron que se retiraban, que renunciaban a presentarse a las elecciones y que iniciaban las medidas oportunas para su disolución. Llegado el momento decisivo, sólo quedaron dos partidos políticos dispuestos a acudir a las urnas de acuerdo con las nuevas y drásticas exigencias: el PPV (Partido por la Verdad) y el PST (Partido Sinceridad y Transparencia).


El día de presentación de los respectivos programas electorales, una multitud de cadenas de televisión nacionales y extranjeras apuntaban sus cámaras al escenario del gran Palacio de Congresos, que ambos partidos, como muestra de su nuevo interés en velar por la economía, habían decidido compartir el mismo día para reducir los gastos. El atril para el orador, enmarcado entre hermosos ramos de flores blancas auguradoras de la pureza de los nuevos tiempos, bañado por la luz brillante y cegadora de potentes focos, se alzaba hacia un lado del escenario, cuyo fondo ocupaba casi por entero una gigantesca pantalla en la que irían apareciendo las propuestas electorales a medida que las fueran formulando los líderes de los respectivos partidos. La expectación era infinita. Por primera vez en la historia, sendos discursos electorales iban a ser hechos con la absoluta garantía de que no mentían, bajo pena de muerte.  


Tocó por sorteo que el primero en hacer su presentación sería el candidato a presidente por parte del Partido por la Verdad, el PPV. Los aplausos ante su aparición fueron ensordecedores. Nunca antes había sentido la gente tal empatía. Ante la multitud, se presentaba aquel hombre cuya integridad y anhelo de servir con la verdad por delante no le hacían dudar en apostar su propia vida en el empeño. Era la nueva promesa, el héroe salvador, el mesías que iba a lanzar sobre ellos en unos instantes el maná de la nueva política. El primer político creíble de la historia del país. 


En la pantalla, apareció una línea anunciando: “Propuesta electoral del PPV. Punto 1: Política fiscal”. El orador tomó la palabra:


               Si nos dais vuestro voto, prometemos que os vamos a crujir a impuestos. No tan sólo os quitaremos la mitad de lo que ganéis sino que, además, no podréis comprar ni papel higiénico sin pagar cada vez más impuestos, y únicamente los bajaremos cinco o seis meses antes de las nuevas elecciones, para volverlos a subir después, en cuanto nos hayáis reelegido.


El clamor hizo vibrar la propia estructura del edificio. La gente estaba alborozada ante tanta sinceridad. Se miraban unos a otros sin dar crédito a lo que estaban oyendo, conscientes de estar viviendo un momento histórico.


En la pantalla, apareció otra línea: “Punto 2: Política laboral”.


               Si nos dais vuestro voto, prometemos que el paro subirá en un millón de personas, por lo menos, en la próxima legislatura. 


Clamor. El orador aumentó el volumen de voz:


               Prometemos que los sueldos de los funcionarios y las pensiones bajarán un veinte por ciento, por lo menos.


Clamor. El orador, rojo por la pasión, llevó su voz a la frontera del grito:


               Prometemos que sólo los políticos mantendremos nuestros aumentos de sueldo por encima del IPC.


El público enloquecía. Los aplausos obligaban al orador a hacer largas pausas. Jamás una muchedumbre había sido tan sorprendida por un político tan sincero. La situación adquirió tintes cuasi evangélicos y se levantaban cánticos de entre la masa pidiéndole, rogándole, suplicándole, con ojos bañados en lágrimas, que fuera su presidente. 


Y así fue desgranando su programa electoral de quince puntos, uno tras otro, el candidato del PPV, sin ocultar ni maquillar ninguna de sus intenciones. Y llegó el turno del segundo y único candidato restante, el candidato del Partido Sinceridad y Transparencia. La expectación era indescriptible. Después de la franqueza sin límites del orador precedente, ¿qué más se podía ofrecer? ¿Cómo podría el nuevo orador presentar un programa más veraz, más transparente, cuando ya se habían alcanzado cotas tan altas? Cuando apareció el orador del Partido Sinceridad y Transparencia, se hizo ese silencio grave y expectante que sólo conocen quienes están a punto de asistir a una ejecución. 


En la pantalla, apareció una línea anunciando: “Propuesta electoral del PST. Punto 1: Política fiscal”.


El orador, con estudiada e histriónica parsimonia, hizo un gesto a la azafata para que le llenara el vaso de agua, y lentamente, sorbo a sorbo, lo fue bebiendo mientras se paseaba por el escenario mirando desafiante a la masa de personas que esperaban anhelantes. Pasados cinco minutos sin haber pronunciado palabra, en la pantalla apareció una segunda línea: “Punto 2: Política laboral”. La gente estaba atónita. No se oía una mosca.


El orador hizo un nuevo gesto a la azafata para que volviera a llenar el vaso de agua y repitió su escenificación en otros cinco minutos de mudo paseo y miradas displicentes desde el escenario. La tensión iba en aumento. La masa humana palpitaba al unísono como un corazón gigante.


“Punto 3: Política de vivienda”. Otros cinco minutos de silencio tenso. De vez en cuando, el orador se detenía, se daba media vuelta con los brazos en jarras, contemplaba unos instantes la pantalla en blanco y se volvía de nuevo hacia el público con aire triunfante.


“Punto 4: Política sanitaria”… Y así hasta completar sus quince puntos programáticos en absoluto mutismo. Una vez concluida su peculiar presentación, hizo una reverencia y se marchó. El público no acertaba a reaccionar. No se oyó un aplauso ni una queja. La gente no había sido preparada para una experiencia tan absolutamente fuera de lo común, y necesitaba tiempo para digerir lo que había pasado.


Llegado el día de las elecciones, el resultado fue sensacionalmente brillante para uno de los dos partidos y humillantemente decepcionante para el otro. El PPV, que con tanta elocuencia había presentado sus argumentos, que con tanta sinceridad había advertido a sus electores de lo que les esperaba, apenas cosechó un quince por ciento de los votos. El PST, que no había dicho esta boca es mía, ganó las elecciones con una aplastante mayoría nunca antes vista en la historia electoral del país.


Los analistas políticos de la BBC, de la CNN y de todas las cadenas del mundo convinieron en que, de esas innovadoras elecciones, se desprendía una lección a tener muy en cuenta: que a los electores no hay que mentirles, cierto; pero tampoco hay que ser tan burro como para decirles la verdad.

José-Pedro Cladera ©

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