Faltaban sólo unos minutos para la medianoche y el cuco del
reloj del comedor se aprestaba a cantar las doce. Como cada año, se sentía
solo. Pensaba en las familias reunidas para celebrar juntos la entrada en el
día más entrañable del año, que habrían cenado contándose historias, porque ésa
es noche para estar rodeado de seres queridos. Y él, una vez más, la pasaría
sin nadie a su lado. Y, como cada Navidad,… estaba triste.
Pensaba en esos niños que estarían ya en la cama y a los que
les habría costado conciliar el sueño, nerviosos porque al despertarse
encontrarían regalos junto al abeto, y sus cabecitas hacían cábalas y más
cábalas sobre qué les tocaría a ellos. Y en los menos niños, que también tendrían
su regalo, porque nunca se es demasiado mayor para tener ilusión. Y él nunca
tenía regalos en su abeto. Y, como cada Navidad,… estaba triste.
Pensaba en todos los que esa noche habrían salido a cantar
villancicos y se cogerían de las manos y se abrazarían. Y en aquellos que asistirían
a la misa del gallo y luego se comerían en casa los primeros turrones y
brindarían para celebrar que ya había nacido el Niño Jesús. Y él no tendría una
mano que coger ni nadie a quien abrazar; ni comería turrones, ni brindaría con
una copa en alto. Y, como cada Navidad,… estaba triste.
Las manecillas del reloj se juntaron en lo más alto de la
esfera y el cuco salió de su nido y comenzó su canto anunciador: ya era
Navidad. Fuera haría frío, así que se puso su grueso abrigo de lana, un gorro
bien calado, guantes forrados y botas para andar por la nieve. Pensó en esa
otra gente que estaría ahora en sus casas, al calor los hogares. Él nunca había
pasado esa noche tan especial junto al hogar. Y, como cada Navidad,… estaba
triste.
El aire polar le revolvió su larga barba, canosa de siglos.
Montó en su trineo y los renos echaron a trotar bajo el cielo negrísimo,
salpicado de luciérnagas que parecían anunciar la buena nueva. Se volvió y vio,
a sus espaldas, la carga que llevaba de paquetes multicolores con lazos dorados
y plateados. Pensó en el júbilo de los niños, en sus ojos muy abiertos,
anhelantes por ver qué contenían. Pensó en la inmensa alegría que iba a
repartir durante la larga y fría noche que le esperaba. Y, como cada Navidad,…
ya no estaba triste.
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