Llegó,
llegó. Ayer a las nueve de la tarde
cuando subía a mi casa, el termómetro del coche marcaba dos grados. Y a las
ocho de esta mañana, cuando abrí la puerta que da a la galería trasera de la
casa, encontré congelado lo que primero fue un tenue vaho pegado a los cristales.
Y mira que giro de ciento ochenta grados: Ahora
mismo, al ponerme a escribir para
contarte como sentí este primer frío verdadero del presente invierno, se me
ocurre pensar algo sobre lo cual jamás había reparado
antes. Verás, ¿serías capaz de
decirme así, de sopetón, de cuantas letras consta el alfabeto de nuestro
idioma? ¿No? Yo tampoco. Pero las conté,
y son veintisiete; aunque yo prácticamente uso veintiséis. Porque la uve doble
(w), salvo que tenga que dirigirme a
alguien llamado Wenceslao, no la uso nunca. Hombre, también está por ahí el whisky, (pero
como yo no bebo…). Está el “water”,
(pero yo lo hago en el retrete). Está la página “web”, (pero como yo le digo “güéf”. Ah, sí también está el
wi-fi, ( pero me resulta más cómodo decirle “uifi” ).
Así
que me quedo con las veintiséis letras, que al fin y al cabo no son más que
veintiséis signos, o veintiséis “rayatos” para quien no sepa que llaman letras.
Pues bien: Tú has pensado alguna vez, que solo con colocar de una o de otra
forma esos únicos veintiséis “rayatos”, puedes informar a todos de cuantas cosas hay y cuantas cosas ocurren en el mundo entero…? Pero todavía hay mucho más: con las
letras hacemos lo que llamamos
palabras, ¿no? Pues mira, según
coloques esas palabras puedes comunicar no solo lo que hay, y lo que ocurre,
sino también lo que piensas, lo que
sientes, y todo tipo de emociones y deseos,
tanto agradables como desagradables.
Parece
una tontería lo que te estoy diciendo, pero ni mucho menos. Si no fuera por los
veintiséis garabatos, dime tú a mí, como te ibas a poder enterar de que cuando
me levanté y tomé el café de cada
mañana, salí a la calle en busca de leña para encender la chimenea, y
encontré las hierbas de mi jardín tiesas, blancas y brillantes, como los
bigotes de las gambas congeladas que cené esta Nochebuena. Desparramé la mirada sobre los prados que
rodean la marisma de Pombo, y me dio una tiritona al verlos blancos como si
hubiera caído una nevada. Seguro que con nieve hubiera sentido menos frío.
¡Como le dé por soplar el “vientín” ese que a veces viene de nordeste, no paran ni los perros amarrados!
¿Ordeñaste
alguna vez? Seguro que no. Pues yo sí. Y mira, al hacerlo, sobre la leche
blanca va creciendo una espuma de olor dulzón, y templada, que da gusto verla. Pues igual que
esa espuma, pero sin olor, y frío como un glaciar, estaba el hielo depositado
sobre las astillas que fui a buscar. A los tres minutos me dolían las puntas de
los dedos, lo mismo que si se hubieran quemado. Mientras preparaba el “brazáo”
de leña, me las soplé un par de veces, y terminé por meterlas debajo de los
brazos durante tres minutos escasos. El frío empezó a hormiguear en la cumbre
de mis orejas, y sentí la punta de mi nariz como el hocico de un perro. Pero
para entonces ya lo tuve preparado todo, y
cuando el sol quiso asomarse por encima de La Revilla, ya estaba yo
arrimando el mechero a lo que en breve se convirtió en fogata. Cerré el cristal
de la chimenea, y me senté esperando que el calor creciera, mientras razonaba
que al fin y al cabo ya era hora de que al final del año nos llegara un día de
frío…
Jesús González ©
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