miércoles, 31 de diciembre de 2014

FRÍO




    
        Llegó, llegó.  Ayer a las nueve de la tarde cuando subía a mi casa, el termómetro del coche marcaba dos grados. Y a las ocho de esta mañana, cuando abrí la puerta que da a la galería trasera de la casa, encontré congelado lo que primero fue un tenue vaho  pegado a los cristales.



            Y  mira que giro de ciento ochenta grados: Ahora mismo,  al ponerme a escribir para contarte como sentí este primer frío verdadero del presente invierno, se me ocurre pensar algo sobre   lo cual jamás  había reparado  antes.   Verás, ¿serías capaz de decirme así, de sopetón, de cuantas letras consta el alfabeto de nuestro idioma?  ¿No? Yo tampoco. Pero las conté, y son veintisiete; aunque yo prácticamente uso veintiséis. Porque la uve doble (w), salvo que tenga que dirigirme a  alguien llamado Wenceslao, no la uso nunca. Hombre,  también está por ahí el whisky, (pero como  yo no bebo…). Está el “water”, (pero yo lo hago en el retrete). Está la página “web”, (pero  como yo le digo “güéf”. Ah, sí también está el wi-fi, ( pero me resulta más cómodo decirle “uifi” ).



            Así que me quedo con las veintiséis letras, que al fin y al cabo no son más que veintiséis signos, o veintiséis “rayatos” para quien no sepa que llaman letras. Pues bien: Tú has pensado alguna vez, que solo con colocar de una o de otra forma esos únicos veintiséis “rayatos”, puedes informar a  todos  de cuantas cosas hay y cuantas  cosas ocurren en el mundo entero…?  Pero todavía hay mucho más:  con las  letras hacemos  lo que llamamos palabras, ¿no?  Pues mira, según coloques esas palabras puedes comunicar no solo lo que hay, y lo que ocurre, sino también  lo que piensas, lo que sientes, y todo tipo de emociones y deseos,  tanto agradables como desagradables.



            Parece una tontería lo que te estoy diciendo, pero ni mucho menos. Si no fuera por los veintiséis garabatos, dime tú a mí, como te ibas a poder enterar de que cuando me levanté y tomé el café de cada  mañana, salí a la calle en busca de leña para encender la chimenea, y encontré las hierbas de mi jardín tiesas, blancas y brillantes, como los bigotes de las gambas congeladas que cené esta Nochebuena.  Desparramé la mirada sobre los prados que rodean la marisma de Pombo, y me dio una tiritona al verlos blancos como si hubiera caído una nevada. Seguro que con nieve hubiera sentido menos frío. ¡Como le dé por soplar el “vientín” ese que a veces viene de nordeste,  no paran ni los perros amarrados!



            ¿Ordeñaste alguna vez? Seguro que no. Pues yo sí. Y mira, al hacerlo, sobre la leche blanca va creciendo una espuma de olor dulzón,  y templada, que da gusto verla. Pues igual que esa espuma, pero sin olor, y frío como un glaciar, estaba el hielo depositado sobre las astillas que fui a buscar. A los tres minutos me dolían las puntas de los dedos, lo mismo que si se hubieran quemado. Mientras preparaba el “brazáo” de leña, me las soplé un par de veces, y terminé por meterlas debajo de los brazos durante tres minutos escasos. El frío empezó a hormiguear en la cumbre de mis orejas, y sentí la punta de mi nariz como el hocico de un perro. Pero para entonces ya lo tuve preparado todo, y  cuando el sol quiso asomarse por encima de La Revilla, ya estaba yo arrimando el mechero a lo que en breve se convirtió en fogata. Cerré el cristal de la chimenea, y me senté esperando que el calor creciera, mientras razonaba que al fin y al cabo ya era hora de que al final del año nos llegara un día de frío… 

                 Jesús González ©

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