sábado, 27 de diciembre de 2014

NOCHE VIEJA AÑO NUEVO Y ¡REYES!



 

            Es que volviendo la vista atrás, (¡La vista atrás! Con un ojo operado de catarata y el otro en lista de espera, muy atrás no me puede alcanzar la vista). Lo que realmente quiero decir es que echo hacia atrás los recuerdos, así como unos setenta y tantos años, y… todavía alcanzo a ver grabado en el disco duro de mi subconsciente, a don Bernardino, el cura aquel que un día  despeñaron en el acantilado del Faro en Santander, haciendo un primoroso Belén en la  parte izquierda  del altar mayor de la iglesia de Caviedes.  Casas de corcho y figuras de barro porque todavía faltaban muchos años para inventarse el plástico, y montones de musgo arrancado de las piedras umbrías  del regato de Colovera.

             Los críos  nos quedábamos bizcos mirando  el Portal siempre cerca, en primera línea, y alumbrado con la luz de una vela disimulada tras las hojas de panoja que imitaban a la paja que se suponía que debía de haber en semejante lugar.  Y atrás, muy chiquitín, porque también se suponía que el rey Herodes vivía alejado del pueblo, en una montaña hecha con tres sacos de esparto, estaba el Castillo que nunca puede faltar en los belenes…

            Después los recuerdos se enturbian, y solo veo flotando en la cocina de mi casa la diestra de mi madre con un tenedor  batiendo tres huevos en un plato de porcelana desportillada, donde envolvía el pan remojado en leche con limón y canela para hacer una fuente “encoromellá” de “tostás”

              Con bastante más claridad recuerdo la primera vez que comí turrón. Lo descubrí dos días antes de la Nochebuena, en la repisa más alta de una fresquera que había tras la puerta de entrada a la casa, y me extrañó la forma rectangular con que mi madre había hecho  aquella tortilla de patata.  Porque con patatas fritas confundí las medias almendras del turrón que yo nunca había visto. Supongo, (esto es un supuesto porque a tanto no llega el recuerdo), que como plato principal cenaríamos un pollo del gallinero, porque otro extraordinario le pienso imposible. Y de nuevo se me aclaran las cosas al comienzo de la cena, porque aún me parece ver a mi abuela Lorenza recitando aquello de “Jesucristo Rey Divino, aquél que nació en Belén, nos bendiga la comida, y nos dé su paz y gloria, amén”.  

            Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo…  Y aquellos villancicos de entonces: “Sobre tu cunita Niño he visto arder, una farolita como la del tren… Es las estrella que a los Magos, viene  anunciando el camino, y no cesa de mirarse en tu rostro divino…”

            Pero lo que de verdad recuerdo con la claridad de un sol radiante es la noche de Reyes. Mis padres empeñados en que debía acostarme temprano porque ellos no llegaban a ningún pueblo mientras hubiera un niño despierto, y yo empeñado en acostarme tarde para que se me hiciera más corta la noche. Tenía unos zapatos  negros de charol, que me había pasado  media tarde frotándolos con un trapo para que estuvieran bien limpios, y los posé casi con veneración entre los tornos de madera carcomida del corredor. Cerré las contraventanas de madera, me acosté, y por más esfuerzos que hice  apretando  un párpado contra el otro, me costó un triunfo el dormirme. Siempre me dormí tratando de imaginar si los Reyes llegarían al pueblo por el camino del Alberán, por el del Calvario, la Calzá, o por la carretera de la escuela. En la ensalada de opciones mi mente los imaginó cada año por una de ellas.

            Sin amanecer corrí desnudo al balcón. Lo primero que ví fue el “paquetín  redondu” de todos los años: ¡La única granada que comía al año, siempre fue regalo de los Reyes Magos!  Nunca faltó un paquete con  “Cuentos de Calleja”, y una caja con piezas de madera de distintas formas y colores con que me entretenía las tardes enteras construyendo palacios y castillos… Pero como  en el fondo lo que más me agradó siempre fueron los cuentos e historietas, los Reyes que  son muy buenos y todo lo saben, cada año disminuían los juguetes y aumentaban los libros Mi padre me mostraba esa mañana las huellas que los camellos dejaron marcadas en la tierra del corral, y durante días enteros velé porque nadie las destruyera.

            Los críos mayorones empezaron a reírse de nosotros cuando hablábamos de reyes, y entonces Varisto, Tino el  de Alicia,  José Luis el de Baltasar, y yo, empezamos a confabular sobre el tema. Las sospechas crecieron a una velocidad increíble, pero necesitábamos pruebas.  Las encontré tres días antes de Reyes en la alto del armario ropero de la habitación de mis padres. No, la desilusión no fue muy grande, porque el encanto que por un lado perdimos, lo compensamos pensando que habíamos dejado de ser “críos chicos”. Habíamos ascendido un grado. Pero ante el temor de perder los regalos, los cuatro hicimos pacto de fingir que seguíamos creyendo…

                 Jesús González ©

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