Es
que volviendo la vista atrás, (¡La vista atrás! Con un ojo operado de catarata
y el otro en lista de espera, muy atrás no me puede alcanzar la vista). Lo que
realmente quiero decir es que echo hacia atrás los recuerdos, así como unos
setenta y tantos años, y… todavía alcanzo a ver grabado en el disco duro de mi
subconsciente, a don Bernardino, el cura aquel que un día despeñaron en el acantilado del Faro en
Santander, haciendo un primoroso Belén en la
parte izquierda del altar mayor
de la iglesia de Caviedes. Casas de
corcho y figuras de barro porque todavía faltaban muchos años para inventarse
el plástico, y montones de musgo arrancado de las piedras umbrías del regato de Colovera.
Los críos
nos quedábamos bizcos mirando el
Portal siempre cerca, en primera línea, y alumbrado con la luz de una vela
disimulada tras las hojas de panoja que imitaban a la paja que se suponía que
debía de haber en semejante lugar. Y
atrás, muy chiquitín, porque también se suponía que el rey Herodes vivía
alejado del pueblo, en una montaña hecha con tres sacos de esparto, estaba el
Castillo que nunca puede faltar en los belenes…
Después
los recuerdos se enturbian, y solo veo flotando en la cocina de mi casa la
diestra de mi madre con un tenedor
batiendo tres huevos en un plato de porcelana desportillada, donde
envolvía el pan remojado en leche con limón y canela para hacer una fuente
“encoromellá” de “tostás”
Con bastante más claridad recuerdo la primera
vez que comí turrón. Lo descubrí dos días antes de la Nochebuena, en la repisa
más alta de una fresquera que había tras la puerta de entrada a la casa, y me
extrañó la forma rectangular con que mi madre había hecho aquella tortilla de patata. Porque con patatas fritas confundí las medias
almendras del turrón que yo nunca había visto. Supongo, (esto es un supuesto
porque a tanto no llega el recuerdo), que como plato principal cenaríamos un
pollo del gallinero, porque otro extraordinario le pienso imposible. Y de nuevo
se me aclaran las cosas al comienzo de la cena, porque aún me parece ver a mi
abuela Lorenza recitando aquello de “Jesucristo Rey Divino, aquél que nació en
Belén, nos bendiga la comida, y nos dé su paz y gloria, amén”.
Nochebuena,
Navidad, Nochevieja, Año Nuevo… Y
aquellos villancicos de entonces: “Sobre tu cunita Niño he visto arder, una
farolita como la del tren… Es las estrella que a los Magos, viene anunciando el camino, y no cesa de mirarse en
tu rostro divino…”
Pero
lo que de verdad recuerdo con la claridad de un sol radiante es la noche de
Reyes. Mis padres empeñados en que debía acostarme temprano porque ellos no
llegaban a ningún pueblo mientras hubiera un niño despierto, y yo empeñado en
acostarme tarde para que se me hiciera más corta la noche. Tenía unos
zapatos negros de charol, que me había
pasado media tarde frotándolos con un
trapo para que estuvieran bien limpios, y los posé casi con veneración entre
los tornos de madera carcomida del corredor. Cerré las contraventanas de
madera, me acosté, y por más esfuerzos que hice
apretando un párpado contra el
otro, me costó un triunfo el dormirme. Siempre me dormí tratando de imaginar si
los Reyes llegarían al pueblo por el camino del Alberán, por el del Calvario,
la Calzá, o por la carretera de la escuela. En la ensalada de opciones mi mente
los imaginó cada año por una de ellas.
Sin
amanecer corrí desnudo al balcón. Lo primero que ví fue el “paquetín redondu” de todos los años: ¡La única granada
que comía al año, siempre fue regalo de los Reyes Magos! Nunca faltó un paquete con “Cuentos de Calleja”, y una caja con piezas de
madera de distintas formas y colores con que me entretenía las tardes enteras
construyendo palacios y castillos… Pero como
en el fondo lo que más me agradó siempre fueron los cuentos e
historietas, los Reyes que son muy
buenos y todo lo saben, cada año disminuían los juguetes y aumentaban los
libros Mi padre me mostraba esa mañana las huellas que los camellos dejaron
marcadas en la tierra del corral, y durante días enteros velé porque nadie las
destruyera.
Los
críos mayorones empezaron a reírse de nosotros cuando hablábamos de reyes, y
entonces Varisto, Tino el de Alicia, José Luis el de Baltasar, y yo, empezamos a
confabular sobre el tema. Las sospechas crecieron a una velocidad increíble,
pero necesitábamos pruebas. Las encontré
tres días antes de Reyes en la alto del armario ropero de la habitación de mis
padres. No, la desilusión no fue muy grande, porque el encanto que por un lado
perdimos, lo compensamos pensando que habíamos dejado de ser “críos chicos”. Habíamos
ascendido un grado. Pero ante el temor de perder los regalos, los cuatro
hicimos pacto de fingir que seguíamos creyendo…
Jesús González ©
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