El mascarón de proa se abría paso
lentamente entre la niebla espesa, que se iluminaba, grisácea, con los primeros
rayos de sol del amanecer. Aunque aún no podían ver la tierra, estaba muy cerca.
Ingvarr, arrimado a la amura de babor, sostenía la sonda e iba cantando en voz
alta la decreciente profundidad. Recogida la vela, los remeros bogaban
rítmicamente, mientras Sigbjørn, escrutando la densa bruma, indicaba al timonel
ligeras correcciones del rumbo.
Estaban agotados tras varias semanas
en la mar, vencidos por la enfermedad que había reducido su número a menos de
la mitad, obligados a desistir de regresar a su patria y resignados a buscar
refugio en tierra extraña y quizás a no regresar ya jamás. No sabían cómo les
recibirían las gentes que les vieran llegar, y no tenían ya fuerzas para
luchar. Quizá en aquella tierra desconocida les darían muerte nada más llegar.
En cualquier caso, si no desembarcaban, morirían todos en la mar, de sed o
hundidos en alguna tormenta, incapaces de gobernar la nave enfermos y diezmados
como estaban.
Encontraron un paso angosto entre
las rocas, que parecía dar entrada a una ría, y maniobraron la embarcación con
destreza para meterse en él. La niebla se disipaba y, al fondo, donde parecía
acabarse la mar, columbraron un pequeño poblado, dominado por un macizo rocoso
sobre el que se alzaba una fortificación amurallada. A medida que se acercaban al
fondeadero, se congregaba gente, entre curiosa y temerosa, a ver a aquellos
seres extraños, de largas barbas rubias y aspecto de fieras vencidas, que arribaban
en aquella extraña nave fantasma.
Sigbjørn saltó a tierra, solo, desarmado,
y le rodeó de inmediato un grupo de personas que llevaban palos, cuchillos y
hachas y le examinaban con desconfianza y recelo. Pensó en sus lejanas colinas
y fiordos del norte, en su familia, a la que no vería nunca más. Hubiera
querido tener fuerzas aún para morir luchando, pero estaba enfermo, exhausto, a
merced de aquellos extranjeros que le circundaban amenazantes.
Era un guerrero y no temía a la
muerte. Miró a lo lejos, ya despejada la mañana, y le pareció que aquella
cordillera majestuosa de picos nevados que enmarcaba a la pequeña población era
una buena imagen que llevarse durante su tránsito hacia el Valhalla. La contempló
fijamente, melancólicamente, esperando el golpe que pondría fin a su travesía.
Un hombre robusto se plantó
frente a él y le acercó un cuenco con agua. Sigbjørn lo tomó, inseguro, y se lo
llevó a los labios, cuarteados por la sed. Las gentes de los palos, los
cuchillos y las hachas le sonreían ahora con gestos de aprobación.
Sólo cuatro de ellos
sobrevivieron a la enfermedad: Sigbjørn, Olaff, Thorlak, Hólmgeirr. No
pudiéndose hacer a la mar sin más tripulación, se quedaron en aquella tierra
hospitalaria. Se casaron con sus mujeres y de ellas tuvieron hijos. Restos de
su sangre vigorosa corre aún, agradecida, por las venas de la gente que los
acogió.
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