viernes, 12 de diciembre de 2014

NIEBLA.




El mascarón de proa se abría paso lentamente entre la niebla espesa, que se iluminaba, grisácea, con los primeros rayos de sol del amanecer. Aunque aún no podían ver la tierra, estaba muy cerca. Ingvarr, arrimado a la amura de babor, sostenía la sonda e iba cantando en voz alta la decreciente profundidad. Recogida la vela, los remeros bogaban rítmicamente, mientras Sigbjørn, escrutando la densa bruma, indicaba al timonel ligeras correcciones del rumbo.

Estaban agotados tras varias semanas en la mar, vencidos por la enfermedad que había reducido su número a menos de la mitad, obligados a desistir de regresar a su patria y resignados a buscar refugio en tierra extraña y quizás a no regresar ya jamás. No sabían cómo les recibirían las gentes que les vieran llegar, y no tenían ya fuerzas para luchar. Quizá en aquella tierra desconocida les darían muerte nada más llegar. En cualquier caso, si no desembarcaban, morirían todos en la mar, de sed o hundidos en alguna tormenta, incapaces de gobernar la nave enfermos y diezmados como estaban.  

Encontraron un paso angosto entre las rocas, que parecía dar entrada a una ría, y maniobraron la embarcación con destreza para meterse en él. La niebla se disipaba y, al fondo, donde parecía acabarse la mar, columbraron un pequeño poblado, dominado por un macizo rocoso sobre el que se alzaba una fortificación amurallada. A medida que se acercaban al fondeadero, se congregaba gente, entre curiosa y temerosa, a ver a aquellos seres extraños, de largas barbas rubias y aspecto de fieras vencidas, que arribaban en aquella extraña nave fantasma.
Sigbjørn saltó a tierra, solo, desarmado, y le rodeó de inmediato un grupo de personas que llevaban palos, cuchillos y hachas y le examinaban con desconfianza y recelo. Pensó en sus lejanas colinas y fiordos del norte, en su familia, a la que no vería nunca más. Hubiera querido tener fuerzas aún para morir luchando, pero estaba enfermo, exhausto, a merced de aquellos extranjeros que le circundaban amenazantes. 

Era un guerrero y no temía a la muerte. Miró a lo lejos, ya despejada la mañana, y le pareció que aquella cordillera majestuosa de picos nevados que enmarcaba a la pequeña población era una buena imagen que llevarse durante su tránsito hacia el Valhalla. La contempló fijamente, melancólicamente, esperando el golpe que pondría fin a su travesía.

Un hombre robusto se plantó frente a él y le acercó un cuenco con agua. Sigbjørn lo tomó, inseguro, y se lo llevó a los labios, cuarteados por la sed. Las gentes de los palos, los cuchillos y las hachas le sonreían ahora con gestos de aprobación. 

Sólo cuatro de ellos sobrevivieron a la enfermedad: Sigbjørn, Olaff, Thorlak, Hólmgeirr. No pudiéndose hacer a la mar sin más tripulación, se quedaron en aquella tierra hospitalaria. Se casaron con sus mujeres y de ellas tuvieron hijos. Restos de su sangre vigorosa corre aún, agradecida, por las venas de la gente que los acogió.

              José-Pedro Cladera ©

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