El
tiempo pasaba, y nosotros ya estábamos hartos de dibujar isobaras sobre unos
mapas de Europa, especiales para ello.
Festejábamos los giros que recibiéramos cualquiera de los siete bajando
a Melilla, paseando por Cabrerizas Altas a tomar cualquier cosa en esos lugares
donde hay señoras descocadas, y merendando más tarde huevos fritos con
chorizos de La Montaña en el bar
que a un señor natural de Labarces de Valdáliga, se le
antojó montar en el norte de África.
En
Nador nos íbamos al cine donde nos ponían de diario unas películas malísimas
rodadas la mayor parte en la India, con pésimos actores y efectos especiales
tan especiales y malos, que recuerdo el derrumbe de un palacio en cuyo salón de
baile, las columnas que caían sobre la cabeza de la gente, rebotaban como
auténtico cartón que era. Otras veces nos íbamos a otros acuartelamientos por
cambiar de… no sé qué. Porque allí no había más que soldados con uniformes de
distintos colores… A las Tetas de Nador subimos un día, por aquello de caminar y remontar la
cumbre. Eran algo parecido a las Tetas de Liérganes, sólo que en lugar de tener
el sostén de hierba verde que tienen las
de aquí, era oscuro y reseco como el resto de aquel panorama agostado.
Por
Navidad me dieron quince días de permiso, y me fui a Cádiz. Subir al norte
suponía perder casi tres días de venir,
y otros tantos de volver. En aquellos tiempos las velocidades eran menos
veloces, y además los militares viajábamos en trenes mixtos que en algunas
estaciones hacían paradas interminables para descargar mercancías de los
vagones de carga.
Yo
tenía, (y todavía tengo, aunque cada vez menos), mucha familia en Cádiz. Hay cosas sin importancia que se graban de
por vida en el disco duro de nuestra mente: siempre que veo la popular y
archiconocida piña, (o ananás), la
asocio con la Tacita de Plata, porque fue donde la conocí y comí por vez
primera en el restaurante “Los Gallegos” de mis tíos. Conocí en aquel viaje
muchos familiares que no conocía, entre ellos a mi primo José María, que jamás
visitó La Montaña. Una noche me llevó a lo que él llamó de fiesta, y visitamos todos los burdeles de
la ciudad, donde él era sobradamente conocido, pues todas las “madames” le
llamaban por su nombre de pila: “Huy…. José María, cómo vienes hoy…” Y él
respondía en todas partes lo mismo: “Pon un par de copas, que acabo de recibir
a este primo mío, que hace veinticinco
años que no veía”. Veinticinco años, justo los que él tenía entonces. Aquella
noche descubrí la decencia de alguna de esas mujeres llamadas indecentes: Como no ponían las copas
que mi primo pedía, porque consideraban que estaba muy borracho, él cogió un
puñado de billetes y los tiró al suelo. “Toma, cobra lo que quieras”. Y la indecente, muy decente recogió el dinero, me
lo metió a mí en un bolsillo, y me dijo: “Procura llevarle a casa, en otro
lugar puede que se queden con su dinero”.
Los
quince días pasaron volando, y volví de
nuevo a Marruecos. Al subir en Melilla a la guagua para volver a Tauima
el olor clásico de las gentes de aquel lugar, me situó en el ambiente. Entre nosotros habíamos
comentado alguna vez que los bereberes
tenían un olor especial, y Ángel, nuestro compañero melillense, siempre estuvo
en desacuerdo. Se convenció aquel día cuando viajó conmigo camino de la Base
Aérea. Ángel jamás había estado en la Península, hasta este permiso de Navidad
que le pasó en Málaga junto a unos tíos. Cuando se sentó a mi lado en la
guagua, me lo dijo al oído:”Es verdad; huele a moro. Necesité salir del
continente africano para advertir este olor”.
Además de aquella novela inconclusa
que por allá quedó olvidada, escribí
más cosas, de las que alguna me
publicó El Diario Montañés. Entre ellas
una entrevista con un Caballero Legionario perteneciente al Tercio Gran
Capitán. Cada vez que el Diario me publicaba algo, me enviaban un ejemplar del
periódico, para que lo viera. Habían pasado como quince días desde la
publicación de lo del legionario, cuando recibí otro ejemplar del periódico, y
me extrañó porque yo no les había mandado nada nuevo. Le abrí, y encontré una
carta abierta del General Millán Astray dirigida a mí: “Carta abierta del
Coronel fundador de la Legión, General Millán Astray, a Jesús González
González”. Era agradeciéndome lo bien que hablaba de la Legión. cosa que nunca
acabé de comprender, ya que él vivía en Madrid, y mi escrito salió en un diario
de provincias. De repente se me ocurrió
escribirle personalmente. Le dije la verdad, que yo no era más que un simple
soldado de aviación, que conocía muy superficialmente el Tercio, pero que
admiraba a este cuerpo de auténticos militares, y que por ello hice la
mencionada entrevista.
Diez
o doce días después me llamaron al observatorio desde la centralilla de
Correos. “¡González, tienes aquí un telegrama oficial, del General Millán
Astray!” Aún hoy, prácticamente le
recuerdo de memoria; más o menos decía así: “Presenta este telegrama a tus
superiores inmediatos donde les ruego te concedan permiso para pasar unos días
en el Tercio Gran Capitán. Con este mismo telegrama te presentas al Coronel
Pérez Pérez jefe del Tercio… (decía algo más que no recuerdo, y terminaba:) “Ya
me darás cuenta por escrito de cómo se ha solucionado este asunto tan grato
para tu General y tu amigo, Millán Astray”.
Capitán
General casi lo fui yo desde aquél dia. A
causa de esto, me conoció personalmente desde mi Coronel hasta el cabo
furriel de la última Compañía. Claro que me dieron permiso, y además
indefinido. Estate, estate allí días que quieras, me dijeron. Y al día
siguiente cogí el portante. Como tres kilómetros a pie, llegué hasta el Tercio,
y…
Jesús González ©
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