viernes, 12 de diciembre de 2014

DE LA MILI (VIII)



 

            El tiempo pasaba, y nosotros ya estábamos hartos de dibujar isobaras sobre unos mapas de Europa, especiales para ello.  Festejábamos los giros que recibiéramos cualquiera de los siete bajando a Melilla, paseando por Cabrerizas Altas a tomar cualquier cosa en esos lugares donde hay señoras descocadas, y merendando más tarde huevos fritos con chorizos  de La Montaña en el bar que  a un señor   natural de Labarces de Valdáliga, se le antojó montar en el norte de África.

            En Nador nos íbamos al cine donde nos ponían de diario unas películas malísimas rodadas la mayor parte en la India, con pésimos actores y efectos especiales tan especiales y malos, que recuerdo el derrumbe de un palacio en cuyo salón de baile, las columnas que caían sobre la cabeza de la gente, rebotaban como auténtico cartón que era. Otras veces nos íbamos a otros acuartelamientos por cambiar de… no sé qué. Porque allí no había más que soldados con uniformes de distintos colores… A las Tetas de Nador subimos un  día, por aquello de caminar y remontar la cumbre. Eran algo parecido a las Tetas de Liérganes, sólo que en lugar de tener el sostén  de hierba verde que tienen las de aquí, era oscuro y reseco como el resto de aquel panorama agostado.

            Por Navidad me dieron quince días de permiso, y me fui a Cádiz. Subir al norte suponía perder casi tres días  de venir, y otros tantos de volver. En aquellos tiempos las velocidades eran menos veloces, y además los militares viajábamos en trenes mixtos que en algunas estaciones hacían paradas interminables para descargar mercancías de los vagones de carga.

            Yo tenía, (y todavía tengo, aunque cada vez menos), mucha familia en Cádiz.  Hay cosas sin importancia que se graban de por vida en el disco duro de nuestra mente: siempre que veo la popular y archiconocida piña, (o ananás),  la asocio con la Tacita de Plata, porque fue donde la conocí y comí por vez primera en el restaurante “Los Gallegos” de mis tíos. Conocí en aquel viaje muchos familiares que no conocía, entre ellos a mi primo José María, que jamás visitó La Montaña. Una noche me llevó a lo que él llamó  de fiesta, y visitamos todos los burdeles de la ciudad, donde él era sobradamente conocido, pues todas las “madames” le llamaban por su nombre de pila: “Huy…. José María, cómo vienes hoy…” Y él respondía en todas partes lo mismo: “Pon un par de copas, que acabo de recibir a este primo  mío, que hace veinticinco años que no veía”. Veinticinco años, justo los que él tenía entonces. Aquella noche descubrí la decencia de alguna de esas mujeres  llamadas indecentes: Como no ponían las copas que mi primo pedía, porque consideraban que estaba muy borracho, él cogió un puñado de billetes y los tiró al suelo. “Toma, cobra lo que quieras”. Y la  indecente, muy decente recogió el dinero, me lo metió a mí en un bolsillo, y me dijo: “Procura llevarle a casa, en otro lugar puede que se queden con su dinero”.

            Los quince días  pasaron volando, y volví de nuevo a Marruecos.  Al subir  en Melilla a la guagua para volver a Tauima el olor clásico de las gentes de aquel lugar, me situó en  el ambiente. Entre nosotros habíamos comentado alguna  vez que los bereberes tenían un olor especial, y Ángel, nuestro compañero melillense, siempre estuvo en desacuerdo. Se convenció aquel día cuando viajó conmigo camino de la Base Aérea. Ángel jamás había estado en la Península, hasta este permiso de Navidad que le pasó en Málaga junto a unos tíos. Cuando se sentó a mi lado en la guagua, me lo dijo al oído:”Es verdad; huele a moro. Necesité salir del continente africano para advertir este olor”.

            Además de aquella novela inconclusa que por allá quedó olvidada, escribí    más  cosas, de las que alguna me publicó El Diario Montañés.  Entre ellas una entrevista con un Caballero Legionario perteneciente al Tercio Gran Capitán. Cada vez que el Diario me publicaba algo, me enviaban un ejemplar del periódico, para que lo viera. Habían pasado como quince días desde la publicación de lo del legionario, cuando recibí otro ejemplar del periódico, y me extrañó porque yo no les había mandado nada nuevo. Le abrí, y encontré una carta abierta del General Millán Astray dirigida a mí: “Carta abierta del Coronel fundador de la Legión, General Millán Astray, a Jesús González González”. Era agradeciéndome lo bien que hablaba de la Legión. cosa que nunca acabé de comprender, ya que él vivía en Madrid, y mi escrito salió en un diario de provincias.  De repente se me ocurrió escribirle personalmente. Le dije la verdad, que yo no era más que un simple soldado de aviación, que conocía muy superficialmente el Tercio, pero que admiraba a este cuerpo de auténticos militares, y que por ello hice la mencionada entrevista.

            Diez o doce días después me llamaron al observatorio desde la centralilla de Correos. “¡González, tienes aquí un telegrama oficial, del General Millán Astray!”  Aún hoy, prácticamente le recuerdo de memoria; más o menos decía así: “Presenta este telegrama a tus superiores inmediatos donde les ruego te concedan permiso para pasar unos días en el Tercio Gran Capitán. Con este mismo telegrama te presentas al Coronel Pérez Pérez jefe del Tercio… (decía algo más que no recuerdo, y terminaba:) Ya me darás cuenta por escrito de cómo se ha solucionado este asunto tan grato para tu General y tu amigo, Millán Astray”.

            Capitán General casi lo fui yo desde aquél dia. A  causa de esto, me conoció personalmente desde mi Coronel hasta el cabo furriel de la última Compañía. Claro que me dieron permiso, y además indefinido. Estate, estate allí días que quieras, me dijeron. Y al día siguiente cogí el portante. Como tres kilómetros a pie, llegué hasta el Tercio, y…

               Jesús González ©

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