No
sé si tienes idea clara de lo que es la Legión. De lo que sí estoy seguro es
que no la tienes de lo que era La Legión en aquellos tiempos. Y eso que cuando
yo la conocí, las cosas se habían suavizado un montón. Pero para que te hagas una idea, según me
contaron allí, Millán Astray fundó el cuerpo con condenados a muerte y a cadena
perpetua: Visitó penales y cárceles de toda España arengándolos de este
modo: “Decidme, hijos de la gran puta,
¿qué preferís, moriros aquí de asco, o venir conmigo a luchar en Marruecos?
Pues
eso, que llegué al acuartelamiento aquel
grande como una población fortificada. Dos torres de piedra unidas por un arco
gigante formaban la entrada principal, y ante ella, con el fusil al hombro, la
cabeza erguida, y pasos marciales, el centinela de turno hizo un alto en su ir
y venir, para preguntarme. “Quiero ver al coronel Pérez Pérez”. Yo iba con mi uniforme azul que estuvo a
punto de desteñirse bajo la mirada despreciativa del altivo centinela. “¿Tú?
¿Hablar tú con el Coronel? Pero hombre, como crees que el Coronal va a hablar
contigo.” Me debió ver como si yo fuera
un soldadito de plomo. Intenté sacar pecho también, y exigí la presencia del
suboficial de guardia, a quien le repetí lo mismo. A su vez, este llamó al
oficial quien me aseguro que era imposible hablar con el Coronel, porque estaba
haciendo unas gestiones en la Península.
“Entonces quiero hablar con el Teniente Coronel”. Pero, no dices que quieres
ver al Coronel…? “En realidad a quien
quiero ver, es al jefe del Tercio. Si no está el Coronel, quiero ver al
Teniente Coronel”. Pues… no puede ser.
El Teniente Coronel ahora mismo tiene…
Saqué del bolsillo el sobre con el membrete oficial, y mostrándosele
añadí: “Vengo de parte de Millán Astray”. Casi se puso firme. Y al momento me
trató de usted. “Por favor, sígame”.
El Teniente Coronel llevaba tres días
esperando mi visita.
Debieron
pensar, supongo, que aunque yo iba de militar de aviación, era en realidad un
periodista profesional que acudía allí con la más alta recomendación. Me
asignaron un dormitorio en el pabellón de oficiales. Rebajaron de todo servicio
a un teniente para que me acompañara por las mañanas, y a un sargento para que
lo hiciera en las tardes.
Cerca
de cuatro mil legionarios componían el Tercio Gran Capitán. Los tipos más
raros, y razas de medio mundo compartían el mimo uniforme. Había tantos
pabellones, que formaban auténticas calles, con sus lugares para la práctica de
distintos deportes, sus bares para beber
hasta emborracharse quien quisiera hacerlo, y las mujeres necesarias para
mitigar los embates sexuales de tanta juventud concentrada en un mismo lugar.
En
la pared externa de uno de aquellos edificios había como una especie de hornacina, y me
llamó la atención que al pasar frente a ella, todos los legionarios saludaban
militarmente. Le pregunté a mi amigo el teniente, y me dio una amplia
explicación: El General Millán Astray, era en la actualidad prácticamente el
residuo de un hombre, puesto que en distintos combates había perdido un brazo,
un ojo, un testículo, y tenía el rostro desfigurado de tantas cicatrices como
le cruzaban. En aquella hornacina se conservaba el ojo arrancado de la cara del
General, y los legionarios saludaban al pasar, la reliquia del fundador.
Charlé
con muchos de aquellos hombres que me contaron historias increíbles que
motivaron su entrada en el Tercio; el teniente me aseguró que todas ellas eran
auténticas mentiras. La mayor parte de ellos eran verdaderos parias desgarrados por el motivo que fuera, de la
sociedad que rodeó sus vidas. Los tatuajes era algo bastante común, y sobre los
brazos y pechos de muchos se leían expresiones tan desesperanzadas como “Nací
para sufrir”. “Jamás te volveré a ver”, “Solo amé a mi madre…” Y hablando de tatuajes, me dijo el teniente:
“Ven conmigo; quiero que conozcas al número uno en tatuaje, de este Tercio”.
Entramos en bar de Yasmina, y llamó a un negro sentado al fondo. Cuando se
acercó, comprobé que no era negro. Tenía la cara completamente tatuada,
incluidas orejas y párpados con margaritas diminutas. “Guerra, -le dijo el teniente.- ¿tienes algún
inconveniente en ponerte en traje de baño?” Allí mismo se quitó su camisa y dejó caer los pantalones. Sobre
cada uno de los dedos gordos de ambos pies nacía la cola de una serpiente, que
subían enroscadas una en cada pierna hasta hacerse un nudo en el pecho y
descansar sus cabezas sobre los hombros. La espalda era toda un bergantín con
las velas desplegadas. En los brazos mil dibujos, y en el anverso de las manos
y dedos las mismas margaritas diminutas que tenía en el rostro. Me dijo el
teniente que no era cosa de decirle que se quitara el calzoncillo, pero me
aseguró que tenía tatuado en el glande un ratón, y sobre el prepucio un gato
con las garras extendidas.
Un
día le dije a uno de aquellos oficiales que me gustaría comer con la tropa, y
comprobé que comían bastante mejor que nosotros en la Base Aérea.
Otro día hablamos largo y tendido sobre los
condenados a trabajos forzosos, y nos acercamos a verlos de lejos. Un gran terreno rodeado de alambradas, y
dentro dos docenas de hombres cavando fosas
en el suelo. Cuando terminaban de cavarlas las volvían a llenar de
tierra y hacían otras nuevas al lado, que también volvían a rellenar. Algunos
de ellos tenían un saco de arena a la
espalda sujeto con unas correas, como si fueran mochilas, y de cuando en cuando
uno de sus vigilantes los mojaban con una manguera de agua para aumentarles el
peso. Era gente condenada por delitos
graves, como asesinatos entre ellos, peleas con puñaladas, intentos de
deserción… Me costaba creer lo que estaba viendo. Me aseguró el teniente que
era tan duro el castigo, que había alguno que con el pico se taladraba a propio
intento un pié para poder ir al hospital, a sabiendas de que cuando le dieran el
alta, tenía que volver a cumplir el tiempo que le restaba de castigo. Me dijo
también que más de uno intentó la fuga, sabiendo que al saltar la alambrada iba
a ser abatido por un disparo de sus guardianes. Esto era así en aquel tiempo, y
para entonces la cosa ya estaba suavizada; según me relató, en un principio en
lugar de correas para sujetar los sacos de las espaldas, eran alambres que
producían heridas en los hombros, y hasta gusanos tuvieron algunos dentro
dichas heridas.
Los
vigilantes siempre fueron voluntarios. Por eso, cuando de permiso embarcaba un
grupo de ellos en Melilla, si al desembarcar al día siguiente en Málaga faltaba
uno, no era necesario preguntar quien era el ausente. Siempre fue alguno de
aquellos vigilantes, que alguien se encargó de tirar al mar la noche de
travesía.
El
Credo legionario se compone, (o componía entonces de estos doce Espirítus que
transcribo a continuación:
Los
doce espíritus que forman el Credo Legionario son:
1.
El Espíritu del
legionario: Es
único y sin igual, de ciega y feroz acometividad, de buscar siempre acortar la
distancia con el enemigo y llegar a la bayoneta.
2.
El Espíritu de
compañerismo: Con el sagrado juramento de no abandonar jamás a un hombre en
el campo hasta perecer todos.
3.
El Espíritu de
amistad: De juramento entre cada dos hombres.
4.
El Espíritu de
unión y socorro: A la voz de ¡A mí La Legión!, sea donde sea, acudirán
todos y, con razón o sin ella, defenderán al legionario que pida auxilio.
5.
El Espíritu de
marcha: Jamás un legionario dirá que está cansado, hasta caer reventado.
Será el cuerpo más veloz y resistente.
6.
El Espíritu de
sufrimiento y dureza: No se quejará de fatiga, ni de dolor, ni de hambre,
ni de sed, ni de sueño; hará todos los trabajos, cavará, arrastrará cañones,
carros; estará destacado, hará convoyes, trabajará en lo que le manden.
7.
El Espíritu de
acudir al fuego: La Legión, desde el hombre solo hasta La Legión entera,
acudirá siempre donde oiga fuego, de día, de noche, siempre, siempre, aunque no
tenga orden para ello.
8.
El Espíritu de
disciplina: Cumplirá su deber, obedecerá hasta morir.
9.
El Espíritu de
combate: La Legión pedirá siempre, siempre, combatir, sin turno, sin contar
los días, ni los meses, ni los años.
10.
El Espíritu de
la muerte: El morir en el combate es el mayor honor. No se muere más que
una vez. La muerte llega sin dolor y el morir no es tan horrible como parece.
Lo más horrible es vivir siendo un cobarde.
11.
La Bandera de
La Legión: Es la más gloriosa porque está teñida con la sangre de sus
legionarios.
12.
Todos los hombres legionarios son bravos: Cada
Nación tiene fama de bravura; aquí es preciso demostrar qué pueblo es el más
valiente.
Uno
de aquellos días pensé que estaba a punto de llegar mi licencia, y me despedí
de mis amigos legionarios agradeciéndolos lo mucho y bien que atendieron mi
estancia entre ellos. Regresé a mi puesto en el observatorio de la Base Aérea,
y hasta licenciarme me dediqué a enseñar los nombres de las nubes a la nueva
generación de reclutas que había de sustituirnos.
Jesús González ©
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