domingo, 14 de diciembre de 2014

DE LA MILI (IX)




            
            No sé si tienes idea clara de lo que es la Legión. De lo que sí estoy seguro es que no la tienes de lo que era La Legión en aquellos tiempos. Y eso que cuando yo la conocí, las cosas se habían suavizado un montón.  Pero para que te hagas una idea, según me contaron allí, Millán Astray fundó el cuerpo con condenados a muerte y a cadena perpetua: Visitó penales y cárceles de toda España arengándolos de este modo:  “Decidme, hijos de la gran puta, ¿qué preferís, moriros aquí de asco, o venir conmigo a luchar en Marruecos?

            Pues eso, que llegué al  acuartelamiento aquel grande como una población fortificada. Dos torres de piedra unidas por un arco gigante formaban la entrada principal, y ante ella, con el fusil al hombro, la cabeza erguida, y pasos marciales, el centinela de turno hizo un alto en su ir y venir, para preguntarme. “Quiero ver al coronel Pérez Pérez”.  Yo iba con mi uniforme azul que estuvo a punto de desteñirse bajo la mirada despreciativa del altivo centinela. “¿Tú? ¿Hablar tú con el Coronel? Pero hombre, como crees que el Coronal va a hablar contigo.”  Me debió ver como si yo fuera un soldadito de plomo. Intenté sacar pecho también, y exigí la presencia del suboficial de guardia, a quien le repetí lo mismo. A su vez, este llamó al oficial quien me aseguro que era imposible hablar con el Coronel, porque estaba haciendo unas  gestiones en la Península. “Entonces quiero hablar con el Teniente Coronel”. Pero, no dices que quieres ver al Coronel…?  “En realidad a quien quiero ver, es al jefe del Tercio. Si no está el Coronel, quiero ver al Teniente Coronel”.  Pues… no puede ser. El Teniente Coronel ahora mismo tiene…  Saqué del bolsillo el sobre con el membrete oficial, y mostrándosele añadí: “Vengo de parte de Millán Astray”. Casi se puso firme. Y al momento me trató de usted. “Por favor, sígame”.

             El Teniente Coronel llevaba tres días esperando mi visita.

            Debieron pensar, supongo, que aunque yo iba de militar de aviación, era en realidad un periodista profesional que acudía allí con la más alta recomendación. Me asignaron un dormitorio en el pabellón de oficiales. Rebajaron de todo servicio a un teniente para que me acompañara por las mañanas, y a un sargento para que lo hiciera en las tardes.

            Cerca de cuatro mil legionarios componían el Tercio Gran Capitán. Los tipos más raros, y razas de medio mundo compartían el mimo uniforme. Había tantos pabellones, que formaban auténticas calles, con sus lugares para la práctica de distintos deportes, sus  bares para beber hasta emborracharse quien quisiera hacerlo, y las mujeres necesarias para mitigar los embates sexuales de tanta juventud concentrada en un mismo lugar.

            En la pared  externa de uno de aquellos  edificios  había como una especie de hornacina, y me llamó la atención que al pasar frente a ella, todos los legionarios saludaban militarmente. Le pregunté a mi amigo el teniente, y me dio una amplia explicación: El General Millán Astray, era en la actualidad prácticamente el residuo de un hombre, puesto que en distintos combates había perdido un brazo, un ojo, un testículo, y tenía el rostro desfigurado de tantas cicatrices como le cruzaban. En aquella hornacina se conservaba el ojo arrancado de la cara del General, y los legionarios saludaban al pasar, la reliquia del fundador.

            Charlé con muchos de aquellos hombres que me contaron historias increíbles que motivaron su entrada en el Tercio; el teniente me aseguró que todas ellas eran auténticas mentiras. La mayor parte de ellos eran verdaderos parias  desgarrados por el motivo que fuera, de la sociedad que rodeó sus vidas. Los tatuajes era algo bastante común, y sobre los brazos y pechos de muchos se leían expresiones tan desesperanzadas como “Nací para sufrir”. “Jamás te volveré a ver”, “Solo amé a mi madre…”  Y hablando de tatuajes, me dijo el teniente: “Ven conmigo; quiero que conozcas al número uno en tatuaje, de este Tercio”. Entramos en bar de Yasmina, y llamó a un negro sentado al fondo. Cuando se acercó, comprobé que no era negro. Tenía la cara completamente tatuada, incluidas orejas y párpados con margaritas diminutas.  “Guerra, -le dijo el teniente.- ¿tienes algún inconveniente en ponerte en traje de baño?” Allí mismo se quitó  su camisa y dejó caer los pantalones. Sobre cada uno de los dedos gordos de ambos pies nacía la cola de una serpiente, que subían enroscadas una en cada pierna hasta hacerse un nudo en el pecho y descansar sus cabezas sobre los hombros. La espalda era toda un bergantín con las velas desplegadas. En los brazos mil dibujos, y en el anverso de las manos y dedos las mismas margaritas diminutas que tenía en el rostro. Me dijo el teniente que no era cosa de decirle que se quitara el calzoncillo, pero me aseguró que tenía tatuado en el glande un ratón, y sobre el prepucio un gato con las garras extendidas.

            Un día le dije a uno de aquellos oficiales que me gustaría comer con la tropa, y comprobé que comían bastante mejor que nosotros en la Base Aérea.

             Otro día hablamos largo y tendido sobre los condenados a trabajos forzosos, y nos acercamos a verlos de lejos.  Un gran terreno rodeado de alambradas, y dentro dos docenas de hombres cavando fosas  en el suelo. Cuando terminaban de cavarlas las volvían a llenar de tierra y hacían otras nuevas al lado, que también volvían a rellenar. Algunos de ellos tenían un saco de arena  a la espalda sujeto con unas correas, como si fueran mochilas, y de cuando en cuando uno de sus vigilantes los mojaban con una manguera de agua para aumentarles el peso.  Era gente condenada por delitos graves, como asesinatos entre ellos, peleas con puñaladas, intentos de deserción… Me costaba creer lo que estaba viendo. Me aseguró el teniente que era tan duro el castigo, que había alguno que con el pico se taladraba a propio intento un pié para poder ir al hospital, a sabiendas de que cuando le dieran el alta, tenía que volver a cumplir el tiempo que le restaba de castigo. Me dijo también que más de uno intentó la fuga, sabiendo que al saltar la alambrada iba a ser abatido por un disparo de sus guardianes. Esto era así en aquel tiempo, y para entonces la cosa ya estaba suavizada; según me relató, en un principio en lugar de correas para sujetar los sacos de las espaldas, eran alambres que producían heridas en los hombros, y hasta  gusanos tuvieron algunos dentro dichas heridas.

            Los vigilantes siempre fueron voluntarios. Por eso, cuando de permiso embarcaba un grupo de ellos en Melilla, si al desembarcar al día siguiente en Málaga faltaba uno, no era necesario preguntar quien era el ausente. Siempre fue alguno de aquellos vigilantes, que alguien se encargó de tirar al mar la noche de travesía.

            El Credo legionario se compone, (o componía entonces de estos doce Espirítus que transcribo a continuación:

            Los doce espíritus que forman el Credo Legionario son:
1.    El Espíritu del legionario: Es único y sin igual, de ciega y feroz acometividad, de buscar siempre acortar la distancia con el enemigo y llegar a la bayoneta.
2.    El Espíritu de compañerismo: Con el sagrado juramento de no abandonar jamás a un hombre en el campo hasta perecer todos.
3.    El Espíritu de amistad: De juramento entre cada dos hombres.
4.    El Espíritu de unión y socorro: A la voz de ¡A mí La Legión!, sea donde sea, acudirán todos y, con razón o sin ella, defenderán al legionario que pida auxilio.
5.    El Espíritu de marcha: Jamás un legionario dirá que está cansado, hasta caer reventado. Será el cuerpo más veloz y resistente.
6.    El Espíritu de sufrimiento y dureza: No se quejará de fatiga, ni de dolor, ni de hambre, ni de sed, ni de sueño; hará todos los trabajos, cavará, arrastrará cañones, carros; estará destacado, hará convoyes, trabajará en lo que le manden.
7.    El Espíritu de acudir al fuego: La Legión, desde el hombre solo hasta La Legión entera, acudirá siempre donde oiga fuego, de día, de noche, siempre, siempre, aunque no tenga orden para ello.
8.    El Espíritu de disciplina: Cumplirá su deber, obedecerá hasta morir.
9.    El Espíritu de combate: La Legión pedirá siempre, siempre, combatir, sin turno, sin contar los días, ni los meses, ni los años.
10. El Espíritu de la muerte: El morir en el combate es el mayor honor. No se muere más que una vez. La muerte llega sin dolor y el morir no es tan horrible como parece. Lo más horrible es vivir siendo un cobarde.
11. La Bandera de La Legión: Es la más gloriosa porque está teñida con la sangre de sus legionarios.
12. Todos los hombres legionarios son bravos: Cada Nación tiene fama de bravura; aquí es preciso demostrar qué pueblo es el más valiente.

            Uno de aquellos días pensé que estaba a punto de llegar mi licencia, y me despedí de mis amigos legionarios agradeciéndolos lo mucho y bien que atendieron mi estancia entre ellos. Regresé a mi puesto en el observatorio de la Base Aérea, y hasta licenciarme me dediqué a enseñar los nombres de las nubes a la nueva generación de reclutas que había de sustituirnos. 

              Jesús González ©

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