La
autovía sepultó la escuela donde aprendí, que agua empieza con “a”, que iglesia
empieza con ”i”. Hay una escuela cadáver
a mitad de aquel camino de Caviedes a
Vallines, que anduvimos los vecinos… Hay una escuela enterrada bajo asfaltos y hormigones; hay una escuela que
pisan las ruedas de mil camiones….
Un
edificio alargado con seis alegres ventanas. Se cerraban por las tardes, se
abrían por las mañanas. Tres ventanas de los críos, otras tres de las chavalas,
todos como pajarillos estudiando en sus “j-aulas”. En un hueco del pupitre,
había un tintero incrustado, lápices,
“pinturines”, y la enciclopedia al lado; el Catecismo, la Historia, los mapas y el “encerado”, donde con tiza muy
blanca escribí “cuatro por cuatro”.
En
la pared del frente, hubo entonces dos retratos: el de Primo de Rivera, y el
más grande, que era de Franco. Un Cristo crucificado que pendía entre ambos…
invitaban al respeto, al silencio y al recato.
Debajo estaba el maestro en una silla sentado, una mesa de madera, y en
ella un gran diccionario, donde aprendí con paciencia la forma de manejarlo.
La
tabla de multiplicar todos a coro cantamos, los días de la semana, y los meses
de todo el año… Los sábados, en las tardes, juntos también rezábamos porque se
acaben las guerras, y seamos como hermanos. Y en la brañuca de afuera, como
cachorros jugamos, a la “rampla”, al “garbancito”, y a pegarnos con las manos,
para endurecer las carnes, y hacernos fuertes muchachos.
Yo
cuando voy a mi pueblo, y paso por aquel lado, recuerdo aquellos maestros a los que sigo añorando; recuerdo las seis ventanas de aquella pared tan blanca, y en
su memoria quisiera poner allí una placa, que diga “bajo el cemento, quedó
enterrada mi alma”.
Jesús González ©
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