De
momento sigo escribiendo. Fernando Antonio, un desconocido amigo de Ruiloba que
Facebook se encargó de ponernos en contacto, quiere saber el final de esta
historia de mi vida militar, y como para mí, el darle a la tecla es uno de mis mejores pasatiempos, pues…
¡adelante!
Esto
de escribir me gustó siempre, lo que ocurre es que el empuje me llegó por
tiempos y a rachas. De adolescente ya hice mis pinos escribiendo cuentos en unos cuadernos de los que usábamos en las
escuelas, e incluso de alguno de ellos me hizo su crítica la insigne Concha
Espina. Después lo dejé, hasta encontrarme con aquellas noches largas de
Marruecos que te decía en capítulos anteriores, y volví a coger
la pluma. No me dio por los relatos cortos como hago ahora, no; que me puse a escribir una novela larga cuya
protagonista era una niña de Santander a quien durante las ferias de Santiago
raptó una familia mora, y se crió con ellos en Nador hasta que…
Bueno
pues ahí se quedó la historia porque nunca la terminé, y en un armario del
pabellón de Meteorología quedó olvidado para siempre el original. Y mira lo que
son las cosas: La víspera de licenciarnos, nos invitó a cenar en su casa de
Melilla el Capitán Ferreras, y al despedirnos me dijo que si sentía mi marcha,
era porque nunca se iba a enterar del desenlace de aquella novela, que él leía
sin yo saberlo, porque por azar había descubierto el sitio donde guardaba el
manuscrito.
Pero
sigamos con la historia de la mili, que
a estas alturas empezaba a ser monótona, porque fueron dos años, y
prácticamente las situaciones de cada día eran muy similares. Hombre, de vez en cuando había sorpresas;
mira, una vez, el Coronel jefe se percibió de que alguno le cogía sus sobres
personales, y lo comentó con los oficiales de su entorno. Ocurrió que un día enviaron un correo que al poco pensaron
que no era correcto, y un capitán bajó a Melilla para recogerlo antes de que
saliera para Madrid, y al hacerlo descubrió otra carta dirigida a un señor de París, dentro de
uno de los sobres personales del Coronel. “Ahora vamos a saber quien es el que le coge los sobres”.
Y abrió la carta. Era un soldado asturiano
que trabajaba en las oficinas de
Mayoría. El chaval estaba aquella tarde bañándose en la playa de Mar Chica, y
de allí vino esposado por un sargento y un par de soldados armados. Según
contaron entonces, antes de detenerle le descerrajaron la puerta de su
taquilla, y encontraron una cámara especial para fotos de miniaturas, con
fotografías de todos los planos del cuartel, del polvorín, los hangares, etc.,
y le llevaron preso al fuerte de María Cristina. Yo me licencié sin saber más
de él, pero pasando el tiempo me encontré con un conocido de Santander de dos
reemplazos más tarde que yo, y le pregunté si recordaba esta historia. Me dijo
que del fuerte de María Cristina le habían llevado al penal del Monte Hacho en
Ceuta, y que según rumores, tras un juicio sumarísimo le habían fusilado
acusado de alta traición a la Patria.
La
última historia desagradable fue una mañana casi de madrugada que tocaron
Generala. Todo dios a formar deprisa y corriendo, incluso algunos en
calzoncillos, porque el toque de Generala no era cualquier cosa. Y con una
tranquilidad difícil de "tranquilizar", empezaron a pasar lista. El oficial de guardia respiró tranquilo
cuando vio que no faltaba ningún soldado. A mitad de camino entre nuestra Base
Aérea y Nador, bajo unas chumberas gigantes había aparecido un cadáver
acuchillado y desnudo, pero con las botas puestas. Eran las botas que usábamos
en aviación. Pero también eran las botas que usaban entonces los legionarios.
Más tarde supinos que el muerto era un
legionario, vigilante de los legionarios
condenados a trabajos forzados. Pero de la Legión, si quieres te hablo otro
día. Te puedo hablar porque precisamente por esto de gustarme escribir, y
porque la suerte lo quiso así, conviví
con ellos casi quince días en el Tercio
Gran Capitán.
Jesús González ©
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