miércoles, 10 de diciembre de 2014

DE LA MILI (VII)



          

  De momento sigo escribiendo. Fernando Antonio, un desconocido amigo de Ruiloba que Facebook se encargó de ponernos en contacto, quiere saber el final de esta historia de mi vida militar, y como para mí, el darle a la tecla  es uno de mis mejores pasatiempos, pues… ¡adelante!

            Esto de escribir me gustó siempre, lo que ocurre es que el empuje me llegó por tiempos y a rachas. De adolescente ya hice mis pinos escribiendo cuentos  en unos cuadernos de los que usábamos en las escuelas, e incluso de alguno de ellos me hizo su crítica la insigne Concha Espina. Después lo dejé, hasta encontrarme con aquellas noches largas de Marruecos que te decía en capítulos anteriores, y volví  a coger  la pluma. No me dio por los relatos cortos como hago ahora, no;  que me puse a escribir una novela larga cuya protagonista era una niña de Santander a quien durante las ferias de Santiago raptó una familia mora, y se crió con ellos en Nador hasta que…

            Bueno pues ahí se quedó la historia porque nunca la terminé, y en un armario del pabellón de Meteorología quedó olvidado para siempre el original. Y mira lo que son las cosas: La víspera de licenciarnos, nos invitó a cenar en su casa de Melilla el Capitán Ferreras, y al despedirnos me dijo que si sentía mi marcha, era porque nunca se iba a enterar del desenlace de aquella novela, que él leía sin yo saberlo, porque por azar había descubierto el sitio donde guardaba el manuscrito.

            Pero sigamos con la historia de la  mili, que a estas alturas empezaba a ser monótona, porque fueron dos años, y prácticamente las situaciones de cada día eran muy similares.  Hombre, de vez en cuando había sorpresas; mira, una vez, el Coronel jefe se percibió de que alguno le cogía sus sobres personales, y lo comentó con los oficiales de su entorno. Ocurrió que un  día enviaron un correo que al poco pensaron que no era correcto, y un capitán bajó a Melilla para recogerlo antes de que saliera para Madrid, y al hacerlo descubrió otra  carta dirigida a un señor de París, dentro de uno de los sobres personales del Coronel. “Ahora vamos a saber quien es el  que le coge los sobres”.

             Y abrió la carta. Era un soldado asturiano que  trabajaba en las oficinas de Mayoría. El chaval estaba aquella tarde bañándose en la playa de Mar Chica, y de allí vino esposado por un sargento y un par de soldados armados. Según contaron entonces, antes de detenerle le descerrajaron la puerta de su taquilla, y encontraron una cámara especial para fotos de miniaturas, con fotografías de todos los planos del cuartel, del polvorín, los hangares, etc., y le llevaron preso al fuerte de María Cristina. Yo me licencié sin saber más de él, pero pasando el tiempo me encontré con un conocido de Santander de dos reemplazos más tarde que yo, y le pregunté si recordaba esta historia. Me dijo que del fuerte de María Cristina le habían llevado al penal del Monte Hacho en Ceuta, y que según rumores, tras un juicio sumarísimo le habían fusilado acusado de alta traición a la Patria.

            La última historia desagradable fue una mañana casi de madrugada que tocaron Generala. Todo dios a formar deprisa y corriendo, incluso algunos en calzoncillos, porque el toque de Generala no era cualquier cosa. Y con una tranquilidad difícil de "tranquilizar", empezaron a pasar lista.  El oficial de guardia respiró tranquilo cuando vio que no faltaba ningún soldado. A mitad de camino entre nuestra Base Aérea y Nador, bajo unas chumberas gigantes había aparecido un cadáver acuchillado y desnudo, pero con las botas puestas. Eran las botas que usábamos en aviación. Pero también eran las botas que usaban entonces los legionarios. Más  tarde supinos que el muerto era un legionario,  vigilante de los legionarios condenados a trabajos forzados. Pero de la Legión, si quieres te hablo otro día. Te puedo hablar porque precisamente por esto de gustarme escribir, y porque la suerte lo quiso así,  conviví con ellos casi quince días en el Tercio  Gran Capitán.

                Jesús González ©

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