Te
lo explico: El bar de Victor, era poco
más que una choza. Un suelo de tierra como las casas de adobe de los
moros, y un simple mostrador de madera con diez o doce
mesas ante él. Y tras él, Victor con la visera calada hasta las cejas, una colilla
entre los labios, y una faja larga y negra dándole cuatro vueltas sobre la
pronunciada barriga. Allí, con él, las
barricas del vino blanco, té para los árabes, panecillos y una mantequilla blandurria sobre un cuenco de
barro para los bocadillos, y… para de contar.
Clientes no faltaban. Soldados de todos los
cuerpos, y moros grifotas con sus calzones de culera colgona, sus chilabas
sucias y sus turbantes de un blanco dudoso,
que se escondían allí para que Alá no pudiera ver como alguno de ellos empinaba disimuladamente el
codo. En el interior, el olor siempre era el mismo. Allí los legionarios más
cubiertos de tatuajes, fumaban hachis,
con los ojos semicerrados. Los regulares cannabis, los bereberes kifi, y algún que otro
soldado moderno con uniforme azul de
aviación, fumaba marihuana. Cuando estaban “colocados”, les decíamos “grifotas”.
Pues
a los que teníamos “sueldo fijo”, (como el nuestro de Iberia), Victor nos
servía fiado, y le pagábamos a finales de mes.
Tenía para cada uno un bloc de
espiral pequeño, donde una vez servidos, nosotros mismos anotábamos y
firmábamos: “Bocadillo, y vaso de vino, una peseta”. Poníamos la fecha, y a correr. Descubrimos enseguida que Victor
era un infeliz que se fiaba de todo el mundo, y empezamos por dejar de poner la
fecha. Al día siguiente pedíamos lo mismo, y en lugar de una nueva hoja, solo
hacíamos poner la fecha actual en la hoja sin fecha de la última vez. ¡Un día
que merendábamos gratis!. Si a pesar de esto, a finales de mes se nos hacía que
había demasiadas hojas que pagar, como el bloc era de espiral, no teníamos más
que arrancar cuatro o cinco papeles, siempre con el cuidado de que no quedara
ningún pequeño trozo que nos delatara.
Te
juro, que yo no comía aquello muy a gusto. Sabía que estaba
robando, y la conciencia me avisaba de ello. Una tarde que íbamos caminando al
cine de Nador, lo comenté con el grupo de compañeros. Carlos, (el que había
sido seminarista), me tranquilizó enseguida: “Robar… robar… Esto no es robar,
hombre. Esto lo ve Dios, y se ríe. ¡Travesuras de soldados, no es más!” Creo
que fue como si el seminarista me hubiera dado la absolución, y libró mi
conciencia de toda culpa. Como además
acepté que Dios se reía con aquellas travesuras nuestras, creo que seguí
robándole a Victor hasta el día de la licencia, y además ahora lo hacía para
que Dios se riera y lo pasara bien conmigo.
Por
eso ahora, al escribirlo, me pregunto si también los políticos corruptos
hicieron la mili en Marruecos y aprendieron a robar en la bar de Victor. Y me
sigo preguntando: ¿si yo fuera
político, volvería a falsificar fechas y
firmas en los papeles como lo hice en aquél tiempo? ¡Quien sabe! Además, teniendo en cuenta el
importe de lo que se roba hoy, las
carcajadas de Dios, deberían escucharse desde la Tierra. A lo mejor, por eso
roba la gente.
Los
siete de Meteo estuvimos liberados prácticamente de todo, pues salvo el dormir,
que lo hacíamos en la Compañía, el resto, incluso el ir a comer, lo hacíamos a
nuestro aire, pues no dependíamos más que de los jefes del Observatorio.
A
la izquierda de la pista de aterrizaje,
y mitad altura de ella, se estaba
construyendo una Torre de Control nueva, y al pié del la edificación se
montaron un pabellón provisional para radio y meteo, pero únicamente para lo relacionado con los vuelos de los
aviones. Pidieron un voluntario para dormir allí, y no lo pensé dos veces.
Suponía mucha más independencia. Así que al día siguiente me dieron un colchón,
un par de sábanas, y una manta; eché al hombro mi fusil, y cambié de domicilio.
Las
noches eran de un silencio absoluto, si no tenemos en cuenta a los perros que
ahora estaban más cercanos. En el cielo siempre negrísimo brillaban miles de
estrellas con una intensidad como nunca
jamás volví a verlas brillar. Mar Chica estaba a dos pasos, y la
luna, que no tenía otra cosa que hacer, se bañaba en ella todas las noches
creando un espectáculo de paz increíble. Fumé muchos cigarrillos en solitario,
sentado en el suelo de aquél páramo, y recostando la espalda contra la pared
prefabricada del pabellón, hasta sentir el deseo de entrar, sacar del armario
el colchó de borra, y extenderle para tumbarme a dormir; pero casi siempre en
ese momento me llamaba desde el otro módulo el radiotelegrafista de turno, a
quien la noche se le hacía más aburrida que a mí, y juntos fumábamos el ultimo
“Toledo” de la jornada.
Una
noche me desperté sobresaltado. Por el hueco de la ventana, que no tenía más
cierre que un simple cristal, la luna metía claridad a raudales. Y sobre el
cristal, haciendo contraluz, una cara oscura bajo un turbante negro, y dos
manos como dos zarpas arañaban sin cesar el vidrio. Me agazapé, y me empecé a arrastrar hasta el
armario donde tenía el fusil,,,
(Seguirá).
Jesús González ©
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