martes, 2 de diciembre de 2014

DE LA MILI (V)




             
            Te lo explico:  El bar de Victor, era poco más que una choza. Un suelo de tierra como las casas de adobe de los moros,  y un  simple mostrador de madera con diez o doce mesas ante él. Y tras él, Victor con la visera calada hasta las cejas, una colilla entre los labios, y una faja larga y negra dándole cuatro vueltas sobre la pronunciada barriga. Allí, con él,  las barricas del vino blanco, té para los árabes, panecillos y  una mantequilla blandurria sobre un cuenco de barro para los  bocadillos, y…  para de contar.

             Clientes no faltaban. Soldados de todos los cuerpos, y moros grifotas con sus calzones de culera colgona, sus chilabas sucias y sus turbantes de un blanco dudoso,  que se escondían allí para que Alá no pudiera ver como  alguno de ellos empinaba disimuladamente el codo. En el interior, el olor siempre era el mismo. Allí los legionarios más cubiertos de tatuajes, fumaban  hachis, con los ojos semicerrados. Los regulares cannabis,  los bereberes kifi, y algún que otro soldado  moderno con uniforme azul de aviación, fumaba marihuana. Cuando estaban “colocados”,  les decíamos “grifotas”.

            Pues a los que teníamos “sueldo fijo”, (como el nuestro de Iberia), Victor nos servía fiado, y le pagábamos a finales de mes.  Tenía para cada uno un  bloc de espiral pequeño, donde una vez servidos, nosotros mismos anotábamos y firmábamos: “Bocadillo, y vaso de vino, una peseta”. Poníamos la fecha, y  a correr. Descubrimos enseguida que Victor era un infeliz que se fiaba de todo el mundo, y empezamos por dejar de poner la fecha. Al día siguiente pedíamos lo mismo, y en lugar de una nueva hoja, solo hacíamos poner la fecha actual en la hoja sin fecha de la última vez. ¡Un día que merendábamos gratis!. Si a pesar de esto, a finales de mes se nos hacía que había demasiadas hojas que pagar, como el bloc era de espiral, no teníamos más que arrancar cuatro o cinco papeles, siempre con el cuidado de que no quedara ningún pequeño trozo que nos delatara.

            Te juro, que  yo  no comía aquello muy a gusto. Sabía que estaba robando, y la conciencia me avisaba de ello. Una tarde que íbamos caminando al cine de Nador, lo comenté con el grupo de compañeros. Carlos, (el que había sido seminarista), me tranquilizó enseguida: “Robar… robar… Esto no es robar, hombre. Esto lo ve Dios, y se ríe. ¡Travesuras de soldados, no es más!” Creo que fue como si el seminarista me hubiera dado la absolución, y libró mi conciencia de toda culpa.  Como además acepté que Dios se reía con aquellas travesuras nuestras, creo que seguí robándole a Victor hasta el día de la licencia, y además ahora lo hacía para que Dios se riera y lo pasara bien conmigo.

            Por eso ahora, al escribirlo, me pregunto si también los políticos corruptos hicieron la mili en Marruecos y aprendieron a robar en la bar de Victor. Y me sigo preguntando:  ¿si yo fuera político,  volvería a falsificar fechas y firmas en los papeles como lo hice en aquél tiempo?  ¡Quien sabe! Además, teniendo en cuenta el importe de lo que se roba hoy,  las carcajadas de Dios, deberían escucharse desde la Tierra. A lo mejor, por eso roba la gente.

            Los siete de Meteo estuvimos liberados prácticamente de todo, pues salvo el dormir, que lo hacíamos en la Compañía, el resto, incluso el ir a comer, lo hacíamos a nuestro aire, pues no dependíamos más que de los jefes del Observatorio.

            A la izquierda de la pista de aterrizaje,  y mitad altura de ella,  se estaba construyendo una Torre de Control nueva, y al pié del la edificación se montaron un pabellón provisional para radio y meteo, pero únicamente  para lo relacionado con los vuelos de los aviones. Pidieron un voluntario para dormir allí, y no lo pensé dos veces. Suponía mucha más independencia. Así que al día siguiente me dieron un colchón, un par de sábanas, y una manta; eché al hombro mi fusil, y cambié de domicilio.

            Las noches eran de un silencio absoluto, si no tenemos en cuenta a los perros que ahora estaban más cercanos. En el cielo siempre negrísimo brillaban miles de estrellas con una intensidad  como nunca jamás volví a  verlas  brillar. Mar Chica estaba a dos pasos, y la luna, que no tenía otra cosa que hacer, se bañaba en ella todas las noches creando un espectáculo de paz increíble. Fumé muchos cigarrillos en solitario, sentado en el suelo de aquél páramo, y recostando la espalda contra la pared prefabricada del pabellón, hasta sentir el deseo de entrar, sacar del armario el colchó de borra, y extenderle para tumbarme a dormir; pero casi siempre en ese momento me llamaba desde el otro módulo el radiotelegrafista de turno, a quien la noche se le hacía más aburrida que a mí, y juntos fumábamos el ultimo “Toledo” de la jornada.

            Una noche me desperté sobresaltado. Por el hueco de la ventana, que no tenía más cierre que un simple cristal, la luna metía claridad a raudales. Y sobre el cristal, haciendo contraluz, una cara oscura bajo un turbante negro, y dos manos como dos zarpas arañaban sin cesar el vidrio.  Me agazapé, y me empecé a arrastrar hasta el armario donde tenía el fusil,,,

                                               (Seguirá).

             Jesús González ©

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