domingo, 7 de diciembre de 2014

DE LA MILI (VI)




            La sombra del moro repicó con los nudillos de los dedos en el cristal, y escuché su voz: “Paisa, candela. Candela, paisa”- Entonces le conocí. Era la voz del moro que cuidaba por las noches los materiales  de construcción de la obra de la Torre de Mando. Quería fumar, y no tenía con qué encender el pitillo.

            Abrí el cristal, le di fuego, y fumamos mientras charlamos un rato.  Casi todos los bereberes varones, y en particular los jóvenes que vivían próximos a los acuartelamientos, hablaban al menos el suficiente castellano como para hacerse entender. Y  el  rato aquel que hablamos mientras los perros continuaban ladrando a lo lejos, me sirvió para confirmar lo que ya había descubierto yo a los cuatro días de rozarme  con estos amigos de la  chilaba.  Por si era poco el tener que hacer oración  cinco veces al día arrodillándose en el suelo dando la cara en dirección  a La Meca, mi amigo Hamed, para demostrarme de forma gráfica la  mala suerte que teníamos los cristianos por ser cristianos, me puso de ejemplo a Victor el del bar vecino. El hombre tenía a su mujer,  que además de ser vieja estaba mal de la cabeza. Ya no le servía ni para trabajar, ni para la cama, pero como era cristiano, tenía que cargar con  ella hasta que se muriera. ¿Y si fuera mahometano? Le pregunté. Con la mayor naturalidad del mundo, me respondió:  Pues la echaba a morir por una calleja, y casaba con otra joven.

            Efectivamente. La cultura es lo que verdaderamente enseña a las personas a pensar por sí mismas,  y a remontar  injustas situaciones que tradiciones  mal entendidas y religiones radicales mantienen poco menos que a latigazos.  Creo sinceramente que, en aquellos años  de principios de la década de los cincuenta, el pueblo marroquí  vivía cien años por detrás de nuestra civilización.  Me asombró otro viejo musulmán una tarde en el zoco de Nador, me quedé un rato observando el trabajo de un dentista ambulante. Tenía un sillón donde sentaba al cliente, y en una bandeja del al lado exhibía un centenar de muelas podridas. Se suponía que cuantas más muelas y dientes mostrara, más clientes  había que garantizaran su bondad. El viejo, que esperaba turno, me dijo que había luchado en la guerra de España matando rojos,  y me aseguró que los rojos eran hombres como él y como yo. Que no tenían ni cuernos ni rabo.

            Recuerdo perfectamente   la época de la recogida del algodón en el campo. Cuatro o seis mujeres  siempre  descalzas, que cuando se sentaban a descansar a la orilla del camino con el voluminoso atado de copos que llevaban sobre las espaldas,  mostraban las  plantas  de los pies con unas durezas como cascos de caballo, con grietas no sangrantes e indoloras, donde se incrustaban piedras diminutas y maleza. Y tras ellas, el caballo blanco o marrón, de lomos anchos y pelo brillante, donde descansaba plácidamente el culo del moro preocupado únicamente por ajustarse con firmeza  el féz o  turbante, y acariciar los pelos de la barba que empezaban a encanecer.

            Y no hablemos del Ramadán. Cuarenta días de ayuno desde que amanece hasta llegado el ocaso. Tiraban un cañonazo allá junto al fuerte de María Cristina cuando rompía el alba, y todo musulmán adulto, fuera hombre o mujer, ni agua podía beber hasta que sonara el cañonazo de la tarde cuando ya estaban las estrellas despertando en el firmamento. ¡Como fieras se tiraban a beber agua de los escasos regatos que había en aquel campo reseco!   En los regatos, galápagos anfibios, y en los campos de algodón o cereales, ratas de diminutas patas delanteras y largo rabo, que la primera vez que las ví,  se me antojaron  canguros en miniatura.

            Por otro lado, eran sumamente hospitalarios. Te acercabas a sus casas de adobe y siempre eras recibido con una inclinación de cabeza y con gestos de bienvenida. Si te invitaban a pasar dentro de la corralada de su propiedad, te obsequiaban siempre con el eterno té  perfumado de hierbabuena,  que a mí nunca me gustó.

             (Y a lo mejor, ya no sigo. Pues se hace muy largo)
                
             Jesús González ©                        

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