La
sombra del moro repicó con los nudillos de los dedos en el cristal, y escuché
su voz: “Paisa, candela. Candela, paisa”- Entonces le conocí. Era la voz del moro que
cuidaba por las noches los materiales de
construcción de la obra de la Torre de Mando. Quería fumar, y no tenía con qué
encender el pitillo.
Abrí
el cristal, le di fuego, y fumamos mientras charlamos un rato. Casi todos los bereberes varones, y en
particular los jóvenes que vivían próximos a los acuartelamientos, hablaban al
menos el suficiente castellano como para hacerse entender. Y el rato
aquel que hablamos mientras los perros
continuaban ladrando a lo lejos, me sirvió para confirmar lo que ya había descubierto
yo a los cuatro días de rozarme con
estos amigos de la chilaba. Por si era poco el tener que hacer
oración cinco veces al día
arrodillándose en el suelo dando la cara en dirección a La Meca, mi amigo Hamed, para demostrarme de
forma gráfica la mala suerte que
teníamos los cristianos por ser cristianos, me puso de ejemplo a Victor el del
bar vecino. El hombre tenía a su mujer,
que además de ser vieja estaba mal de la cabeza. Ya no le servía ni para
trabajar, ni para la cama, pero como era cristiano, tenía que cargar con ella hasta que se muriera. ¿Y si fuera mahometano?
Le pregunté. Con la mayor naturalidad del mundo, me respondió: Pues la echaba a morir por una calleja, y
casaba con otra joven.
Efectivamente.
La cultura es lo que verdaderamente enseña a las personas a pensar por sí mismas, y a remontar
injustas situaciones que tradiciones mal entendidas y religiones radicales
mantienen poco menos que a latigazos. Creo sinceramente que, en aquellos años de principios de la década de los cincuenta,
el pueblo marroquí vivía cien años por
detrás de nuestra civilización. Me
asombró otro viejo musulmán una tarde en el zoco de Nador, me quedé un rato
observando el trabajo de un dentista ambulante. Tenía un sillón donde sentaba
al cliente, y en una bandeja del al lado exhibía un centenar de muelas podridas.
Se suponía que cuantas más muelas y dientes mostrara, más clientes había que garantizaran su bondad. El viejo,
que esperaba turno, me dijo que había luchado en la guerra de España matando
rojos, y me aseguró que los rojos eran
hombres como él y como yo. Que no tenían ni cuernos ni rabo.
Recuerdo
perfectamente la época de la recogida
del algodón en el campo. Cuatro o seis mujeres
siempre descalzas, que cuando se
sentaban a descansar a la orilla del camino con el voluminoso atado de copos
que llevaban sobre las espaldas,
mostraban las plantas de los pies con unas durezas como cascos de
caballo, con grietas no sangrantes e indoloras, donde se incrustaban piedras
diminutas y maleza. Y tras ellas, el caballo blanco o marrón, de lomos anchos y
pelo brillante, donde descansaba plácidamente el culo del moro preocupado
únicamente por ajustarse con firmeza el
féz o turbante, y acariciar los pelos de
la barba que empezaban a encanecer.
Y
no hablemos del Ramadán. Cuarenta días de ayuno desde que amanece hasta llegado
el ocaso. Tiraban un cañonazo allá junto al fuerte de María Cristina cuando
rompía el alba, y todo musulmán adulto, fuera hombre o mujer, ni agua podía
beber hasta que sonara el cañonazo de la tarde cuando ya estaban las estrellas
despertando en el firmamento. ¡Como fieras se tiraban a beber agua de los
escasos regatos que había en aquel campo reseco! En los
regatos, galápagos anfibios, y en los campos de algodón o cereales, ratas de
diminutas patas delanteras y largo rabo, que la primera vez que las ví, se me antojaron canguros en miniatura.
Por
otro lado, eran sumamente hospitalarios. Te acercabas a sus casas de adobe y
siempre eras recibido con una inclinación de cabeza y con gestos de bienvenida.
Si te invitaban a pasar dentro de la corralada de su propiedad, te obsequiaban siempre
con el eterno té perfumado de
hierbabuena, que a mí nunca me gustó.
(Y a lo mejor,
ya no sigo. Pues se hace muy largo)
Jesús González ©
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