domingo, 30 de noviembre de 2014

DE LA MILI (IV)




           
            Al día siguiente de la jura,  después  del toque de diana, el cabo primero Baeza buscaba a gritos gente que supiera escribir a máquina, y por un instante dudé si presentarme. Tan cabrón era aquél hombre amargado de la vida, que de inmediato me dije que no, y de nuevo me senté sobre el catre donde dormía, y continué atándome las trabillas de las botas. Salieron tres mecanógrafos voluntarios, y con una sonrisa diabólica en la cara, el primero Baeza les puso un cubo y estropajo a cada uno en las manos para que teclearan la máquina fregando el suelo.

            Fue un cabo catalán apellidado  Suárez quien se acercó a mí  una mañana cuando contemplaba las piruetas y rizos que con su avioneta hacía el sargento Tascón a quinientos metros de altura, y me preguntó si ya me habían dado algún destino.  “Ven al Observatorio  Meteorológico” -Me dijo “Nos vamos a licenciar unos cuantos, y es un lugar donde se está de maravilla”.

            Pedí plaza también para mi amigo melillense, y además de Ángel Alonso, mi amigo, empezamos el curso, Carlos Bermúdez, un gallego que era seminarista arrepentido, Antonio Trillo, un asturiano de la cuenca minera, y que tenía una novia, según él, con “unes coletes” que le llegaban hasta el culo. Manuel Luque, un malagueño que canturreaba continuamente flamenco, y que escribió cada día del año una carta a la Carmela de sus entrañas,  Francisco Jiménez , un palentino a quien de nada sirvió estirarse para parecer más alto, porque yo cada día me preguntaba si le midieron la talla subido a una silla, para que pudiera hacer la mili, Enrique Condado un simpático  y dicharachero gañán de un pueblo de Cstilla la Nueva,  y yo.

            Puede decirse que aquél día alcanzamos la independencia. Estuvimos a las órdenes del comandante Tapia, meteorólogo de profesión, catalán de bien, que más que como soldados subordinados nos trató como compañeros de trabajo, del capitán Ferreras, un gallego socarrón. El teniente Naya, otro catalán, obsesionado por ver cada día una señorita nueva y desnuda en las fotos que colgábamos en la parte interior de las puertas de nuestras taquillas, el teniente Cereceda, y el sargento Font, barrigón reenganchado que solo pensaba en no hacer nada, y al menos en el tiempo que yo estuve allí, lo consiguió.

            Aprendimos a distinguir las nubes. Ya sabes, al principio nos pasaba como con los chinos, que todas nos parecían iguales. Pero no. Hay Cúmulos, cúmulos de buen tiempo,  altocúmulos y comulonimbus Estratos, nimbostratos y cirrostratos. Cirrus, y unas cuantas más, que tan mal no las aprendería, cuando hoy,  sesenta y cinco de años después de aquello, aún recuerdo todas esas.
            Pero no solo de pan vive el hombre, ni de nubes tan solo se compone la meteorología. Teníamos el anemocinemógrafo,  un aparatejo que dejaba grabada sobre una banda de cartón la dirección y velocidad con que corría el viento, Medidores de presión atmosférica, termómetros de temperaturas que dejaban reflejada la más alta y la más baja del día; pluviómetro para saber la cantidad de agua que llovía, Una bola de cristal que cuando lucía el sol concentraba sus rayos, y dejaba chamuscada minuto a minuto una banda donde estaban escritas las horas… Y hasta una vez a la semana, con globos sonda, medíamos dirección y velocidad del viento, hasta cinco mil metros de altura.  Ya, ya lo sé. Tratar de  que leas todas estas cosas, es lo que normalmente se llama un coñazo.

            Pero verás: La mili también me sirvió para  coger el vicio de fumar. Cada siete noches, (éramos siete nosotros), uno se quedaba sin dormir, porque los aparatos había que controlarlos cada dos horas, anotar el “viento y presión”, y pasárselo a los radiotelegrafistas, que a su vez los pasaban por “Morse” a Madrid para la confección a nivel nacional de los mapas isobáricos. Yo llevaba bien las dos o tres primeras horas. Leía, me frotaba los ojos, y volvía a leer… Salía a la calle; miraba al horizonte y veía la luz de  la luna reflejándose a lo lejos en el agua tranquila de Mar Chica. Meaba a la sombra lunar de unos árboles que crecían cerca, y seguía escuchando como ladraban aquellos perros de los moros, cuyos ladridos parecían venir desde Targuist por un lado y Celuán por el otro, para  estrellar sus ecos en el Barranco del Lobo que teníamos a nuestras espaldas. “¡Fuma, hombre! Fuma un cigarro, que te distrae…”  Me empezaron a dejar dos o tres pitillos, las noches que me tocaba guardia.  Al poco tiempo era yo quien lo pedía: “Dejarme por ahí  cuatro o cinco  “Toledos”, que esta noche tengo servicio".  Y así, sin darme cuenta, empecé a aceptar tabaco, incluso a media mañana.

            Un día me lo dijo Enrique: “Oye, a ver si compras, que no es que te apetece un cigarro: Es que ya fumas.”  Y empecé a comprar.

            Todos los soldados españoles de mi época, cobrábamos una paga del gobierno, con la que debíamos abonar la manutención. Realmente no recuerdo cual era el importe; lo que sí recuerdo es que la administración cuartelera cobraba de ahí nuestras comidas, y sobraban cincuenta céntimos de peseta diarios, que nos pagaban a finales de mes. “¡A cobrar las sobras!”, decíamos. Y con las quince pesetas mensuales, había que fumar, beber, ir los domingos al cine de Nador, y bajar  en la guagua de vez en cuando a Melilla para respirar un aire españolizado.

            Los de Meteo éramos capitanes generales. En aquella época, Melilla no tenía aeropuerto,   y los dos aviones de Iberia que diariamente tomaban tierra, lo hacían en las pistas de nuestra Base  Aérea. Uno venía de Madrid, y el otro hacía el puente aéreo con Málaga. Como éramos los encargados de pasarle al piloto la presión atmosférica, y fuerza del viento en tierra, Iberia nos pasaba una paga mensual de setenta y cinco pesetas a cada uno de nosotros.

            Esto hizo que tuviéramos crédito tanto en el bar del cuartel, como en el del pobre Victor, aquél que vivía con su mujer loca, y que estaba establecido fuera del acuartelamiento, frente a la explanada de polvo donde aprendimos la instrucción… (Al llegar hasta aquí escribiendo, me recuerdo de nuestro comportamiento con el viejo Victor, y me alegro de no haberme hecho más tarde político. Mañana te explicaré el porqué).

                 Jesús González ©

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