Al
día siguiente de la jura, después del toque de diana, el cabo primero Baeza
buscaba a gritos gente que supiera escribir a máquina, y por un instante dudé
si presentarme. Tan cabrón era aquél hombre amargado de la vida, que de
inmediato me dije que no, y de nuevo me senté sobre el catre donde dormía, y
continué atándome las trabillas de las botas. Salieron tres mecanógrafos
voluntarios, y con una sonrisa diabólica en la cara, el primero Baeza les puso
un cubo y estropajo a cada uno en las manos para que teclearan la máquina
fregando el suelo.
Fue
un cabo catalán apellidado Suárez quien
se acercó a mí una mañana cuando
contemplaba las piruetas y rizos que con su avioneta hacía el sargento Tascón a
quinientos metros de altura, y me preguntó si ya me habían dado algún destino. “Ven al Observatorio Meteorológico” -Me dijo “Nos vamos a
licenciar unos cuantos, y es un lugar donde se está de maravilla”.
Pedí
plaza también para mi amigo melillense, y además de Ángel Alonso, mi amigo,
empezamos el curso, Carlos Bermúdez, un gallego que era seminarista
arrepentido, Antonio Trillo, un asturiano de la cuenca minera, y que tenía una
novia, según él, con “unes coletes” que le llegaban hasta el culo. Manuel
Luque, un malagueño que canturreaba continuamente flamenco, y que escribió cada
día del año una carta a la Carmela de sus entrañas, Francisco Jiménez , un palentino a quien de
nada sirvió estirarse para parecer más alto, porque yo cada día me preguntaba
si le midieron la talla subido a una silla, para que pudiera hacer la mili,
Enrique Condado un simpático y
dicharachero gañán de un pueblo de Cstilla la Nueva, y yo.
Puede
decirse que aquél día alcanzamos la independencia. Estuvimos a las órdenes del
comandante Tapia, meteorólogo de profesión, catalán de bien, que más que como
soldados subordinados nos trató como compañeros de trabajo, del capitán Ferreras, un gallego socarrón. El
teniente Naya, otro catalán, obsesionado por ver cada día una señorita nueva y
desnuda en las fotos que colgábamos en la parte interior de las puertas de
nuestras taquillas, el teniente Cereceda, y el sargento Font, barrigón
reenganchado que solo pensaba en no hacer nada, y al menos en el tiempo que yo
estuve allí, lo consiguió.
Aprendimos
a distinguir las nubes. Ya sabes, al principio nos pasaba como con los chinos,
que todas nos parecían iguales. Pero no. Hay Cúmulos, cúmulos de buen tiempo, altocúmulos y comulonimbus Estratos,
nimbostratos y cirrostratos. Cirrus, y unas cuantas más, que tan mal no las
aprendería, cuando hoy, sesenta y cinco
de años después de aquello, aún recuerdo todas esas.
Pero
no solo de pan vive el hombre, ni de nubes tan solo se compone la meteorología.
Teníamos el anemocinemógrafo, un
aparatejo que dejaba grabada sobre una banda de cartón la dirección y velocidad
con que corría el viento, Medidores de presión atmosférica, termómetros de
temperaturas que dejaban reflejada la más alta y la más baja del día;
pluviómetro para saber la cantidad de agua que llovía, Una bola de cristal que
cuando lucía el sol concentraba sus rayos, y dejaba chamuscada minuto a minuto
una banda donde estaban escritas las horas… Y hasta una vez a la semana, con
globos sonda, medíamos dirección y velocidad del viento, hasta cinco mil metros
de altura. Ya, ya lo sé. Tratar de que leas todas estas cosas, es lo que
normalmente se llama un coñazo.
Pero
verás: La mili también me sirvió para
coger el vicio de fumar. Cada siete noches, (éramos siete nosotros), uno
se quedaba sin dormir, porque los aparatos había que controlarlos cada dos
horas, anotar el “viento y presión”, y pasárselo a los radiotelegrafistas, que
a su vez los pasaban por “Morse” a Madrid para la confección a nivel nacional
de los mapas isobáricos. Yo llevaba bien las dos o tres primeras horas. Leía, me
frotaba los ojos, y volvía a leer… Salía a la calle; miraba al horizonte y veía
la luz de la luna reflejándose a lo
lejos en el agua tranquila de Mar Chica. Meaba a la sombra lunar de unos
árboles que crecían cerca, y seguía escuchando como ladraban aquellos perros de
los moros, cuyos ladridos parecían venir desde Targuist por un lado y Celuán
por el otro, para estrellar sus ecos en
el Barranco del Lobo que teníamos a nuestras espaldas. “¡Fuma, hombre! Fuma un
cigarro, que te distrae…” Me empezaron a
dejar dos o tres pitillos, las noches que me tocaba guardia. Al poco tiempo era yo quien lo pedía:
“Dejarme por ahí cuatro o cinco “Toledos”, que esta noche tengo servicio". Y así, sin darme cuenta, empecé a aceptar
tabaco, incluso a media mañana.
Un
día me lo dijo Enrique: “Oye, a ver si compras, que no es que te apetece un
cigarro: Es que ya fumas.” Y empecé a
comprar.
Todos
los soldados españoles de mi época, cobrábamos una paga del gobierno, con la
que debíamos abonar la manutención. Realmente no recuerdo cual era el importe;
lo que sí recuerdo es que la administración cuartelera cobraba de ahí nuestras
comidas, y sobraban cincuenta céntimos de peseta diarios, que nos pagaban a
finales de mes. “¡A cobrar las sobras!”, decíamos. Y con las quince pesetas
mensuales, había que fumar, beber, ir los domingos al cine de Nador, y
bajar en la guagua de vez en cuando a
Melilla para respirar un aire españolizado.
Los
de Meteo éramos capitanes generales. En aquella época, Melilla no tenía
aeropuerto, y los dos aviones de Iberia
que diariamente tomaban tierra, lo hacían en las pistas de nuestra Base Aérea. Uno venía de Madrid, y el otro hacía
el puente aéreo con Málaga. Como éramos los encargados de pasarle al piloto la
presión atmosférica, y fuerza del viento en tierra, Iberia nos pasaba una paga
mensual de setenta y cinco pesetas a cada uno de nosotros.
Esto
hizo que tuviéramos crédito tanto en el bar del cuartel, como en el del pobre
Victor, aquél que vivía con su mujer loca, y que estaba establecido fuera del
acuartelamiento, frente a la explanada de polvo donde aprendimos la
instrucción… (Al llegar hasta aquí escribiendo, me recuerdo de nuestro
comportamiento con el viejo Victor, y me alegro de no haberme hecho más tarde
político. Mañana te explicaré el porqué).
Jesús González ©
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