Era
el lugar a donde iba a pasear la juventud después de salir del cine en sesión de cuatro y media. Porque además ocurría que, a
ver cine en sesión de cuatro y media, venían en tren a Cabezón tanto gente de
Virgen de la Peña y Casar de Periedo, como por el otro lado, de Roiz y de Treceño . Y
entre siete y media y ocho, hacían parada de cinco minutos lo mismo el último
tren del día que iba para Santander, como el que lo hacía en dirección de
Oviedo, que eran en los que regresaban a sus casas estos cinéfilos.
Grupos
de muchachas de vestidos vaporosos y alegres colores paseaban cogidas del brazo
desde una punta a la otra de los andenes. Con zapatos topolino, peinadas con
tupés sobre la frente, y conversaciones insulsas que a ellas les hacían
reír a carcajadas. Los muchachos con los
pantalones domingueros de pinzas recién
planchadas lo mismo que los dobladillos bajos de las perneras, peinados a lo
Clark Gable sujetando a base de fijador
los cabellos sobre el cráneo que daban a sus cabezas el aspecto de madera tallada a punta de gubia.
El
silbido lejano del tren que se acercaba movilizaba a los viajeros que debían
cambiar de andén. Aparecía sobre las paralelas de hierro el morro negro de la
bestia metálica que se acercaba a toda velocidad mientras escupía una columna de humo blanco que el aire peinaba hacia a tras, contra la cubierta de
los ocho o diez vagones que arrastraba.
Chirriar de frenos y de ruedas sobre el carril; un penetrante olor de carbón
quemado, y un silbido agudo del vapor que el maquinista dejaba escapar por los
bajos de la locomotora.
Trepidar de cristales de ventanillas
desajustadas que suben y bajan Despedidas precipitadas, besos disimulados y
achuchones con intenciones de no parecer
intencionados. Y entre la gente que
se movía en todas direcciones, Ción
Macho y Felicitas, con batas negras y delantales blancos iban y venían a lo
largo del tren pregonando a voces la mercancía exhibida dentro de las cestas de mimbres que sujetaban contra sus
caderas: “!Plátanos, naranjas…!
¡Avellanas, cacahuetes…!”
Y
Samuel, un adolescente menguado y flaco, de cara estrecha y gesto simpático, las precedía
porque era más rápido que el viento, y mucho más listo que el hambre. Colgaba
de su hombro izquierdo un cartapacio cuyo peso le inclinaba hacia adelante, lo
que no le impedía gritar con todas sus fuerzas para que los viajeros bajaran el
cristal de sus ventanillas, y compraran:
“!El Diario, Alerta! ¡Fotos! ¡Marca! ¡Primer Plano!” Y al tiempo que vendía
prensa, regalaba tales sonrisas al mundo
entero, que la figura de aquél crío escuchimizado y enclenque sobre los andenes de la estación
de Cabezón, fue recordada con simpatía durante mucho tiempo.
Dentro
de los vagones de madera, dos críos
a los que el hambre empujó desde algún pueblo de Udías, cantaban
sentados en el suelo mientras mecían sus cuerpos adelante y atrás: “Arriba en
la montaña tengo un nido, que nadie ha visto nunca cómo es; está tan cerca al
cielo que parece, que ha sido construido dentro de él…” La gente pobre que
viajaba en lo coches de tercera sentía compasión de aquellas voces rotas, y de
aquellos ojos tristes de mirada perdida por el pasillo del tren sobre el que
descansaban, y les daban perras chicas y perras gordas de cobre, en tanto que
ellos continuaban cantando: “!Que felices seremos los dos!, y qué dulces los
besos serán; pasaremos la noche en la luna, viviendo en mi casita de papel…”
El
jefe de estación con traje azul y gorra de plato exhibió a dos metros de la
máquina del tren un banderín rojo reliado sobre el palo tieso que tenía en su
mano izquierda, y sopló con fuerza el silbato que sostenía mordido entre los
dientes. Siempre comprendí que el pitido del silbato era la orden de partida
del convoy, pero nunca llegué a saber el
significado del banderín tieso, a no ser que fuera una doble señal, acústica y
visual.
Un
silbido atronador, un roer del hierro de las ruedas sobre el hierro de los carriles, y resoplidos acompasados de vapor
que fueron creciendo en intensidad y frecuencia. De las vías sopló el
tren para un lado y para el otro hojas
muertas de los árboles que el otoño arrastró hasta allí, y la serpiente de
hierro se perdió en la lejanía dejándonos únicamente el eco de su traqueteo.
La
muchachas, que como inquieta bandada de palomas alegraban la estación, desaparecieron y no habían de regresar a los
andenes hasta el próximo domingo después de la sesión de cuatro y media del
cine Mafepe. Dos empleados del ferrocarril
desaparecieron en el interior de sus despachos, y apagaron las luces de
los andenes. El crepúsculo otoñal borró la hora del enorme reloj de la pared, y
sólo el lejano resplandor de una bombilla encendida, arrancó durante la noche
entera un reflejo dorado sobre la campana de bronce que había colgada junto a la puerta del jefe de la Estación.
Jesús González ©
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