lunes, 3 de noviembre de 2014

LA ESTACIÓN





            Era el lugar a donde iba a pasear la juventud después de salir del cine  en sesión de  cuatro y media. Porque además ocurría que, a ver cine en sesión de cuatro y media, venían en tren a Cabezón tanto gente de Virgen de la Peña y Casar de Periedo, como  por el otro lado, de Roiz y de Treceño . Y entre siete y media y ocho, hacían parada de cinco minutos lo mismo el último tren del día que iba para Santander, como el que lo hacía en dirección de Oviedo, que eran en los que regresaban a sus casas estos cinéfilos.

            Grupos de muchachas de vestidos vaporosos y alegres colores paseaban cogidas del brazo desde una punta a la otra de los andenes. Con zapatos topolino, peinadas con tupés sobre la frente, y conversaciones insulsas que a ellas les hacían reírcarcajadas. Los muchachos con los pantalones  domingueros de pinzas recién planchadas lo mismo que los dobladillos bajos de las perneras, peinados a lo Clark  Gable sujetando a base de fijador los cabellos sobre el cráneo que daban a sus cabezas el aspecto  de madera tallada a punta de gubia.

            El silbido lejano del tren que se acercaba movilizaba a los viajeros que debían cambiar de andén. Aparecía sobre las paralelas de hierro el morro negro de la bestia metálica que se acercaba a toda velocidad mientras escupía una  columna de humo blanco que el aire  peinaba hacia a tras, contra la cubierta de los ocho o diez vagones  que arrastraba. Chirriar de frenos y de ruedas sobre el carril; un penetrante olor de carbón quemado, y un silbido agudo del vapor que el maquinista dejaba escapar por los bajos de la locomotora.

             Trepidar de cristales de ventanillas desajustadas que suben y bajan Despedidas precipitadas, besos disimulados y achuchones con intenciones de no parecer   intencionados. Y entre la gente que se movía  en todas direcciones, Ción Macho y Felicitas, con batas negras y delantales blancos iban y venían a lo largo del tren pregonando a voces la mercancía  exhibida dentro de las  cestas de mimbres que sujetaban contra sus caderas: “!Plátanos, naranjas…!  ¡Avellanas, cacahuetes…!”

            Y Samuel, un adolescente menguado y flaco, de  cara estrecha y gesto simpático, las precedía porque era más rápido que el viento, y mucho más listo que el hambre. Colgaba de su hombro izquierdo un cartapacio cuyo peso le inclinaba hacia adelante, lo que no le impedía gritar con todas sus fuerzas para que los viajeros bajaran el cristal de sus ventanillas, y  compraran: “!El Diario, Alerta! ¡Fotos! ¡Marca!  ¡Primer Plano!” Y al tiempo que vendía prensa,  regalaba tales sonrisas al mundo entero, que la figura de aquél crío escuchimizado  y enclenque sobre los andenes de la estación de Cabezón, fue recordada con simpatía durante mucho tiempo.
 
            Dentro de los vagones de madera,  dos críos a  los que el hambre  empujó desde algún pueblo de Udías, cantaban sentados en el suelo mientras mecían sus cuerpos adelante y atrás: “Arriba en la montaña tengo un nido, que nadie ha visto nunca cómo es; está tan cerca al cielo que parece, que ha sido construido dentro de él…” La gente pobre que viajaba en lo coches de tercera sentía compasión de aquellas voces rotas, y de aquellos ojos tristes de mirada perdida por el pasillo del tren sobre el que descansaban, y les daban perras chicas y perras gordas de cobre, en tanto que ellos continuaban cantando: “!Que felices seremos los dos!, y qué dulces los besos serán; pasaremos la noche en la luna, viviendo en mi casita de papel…”

            El jefe de estación con traje azul y gorra de plato exhibió a dos metros de la máquina del tren un banderín rojo reliado sobre el palo tieso que tenía en su mano izquierda, y sopló con fuerza el silbato que sostenía mordido entre los dientes. Siempre comprendí que el pitido del silbato era la orden de partida del convoy,  pero nunca llegué a saber el significado del banderín tieso, a no ser que fuera una doble señal, acústica y visual.

            Un silbido atronador, un roer del hierro de las ruedas sobre el  hierro de  los carriles, y resoplidos acompasados  de vapor  que fueron creciendo en intensidad y frecuencia. De las vías sopló el tren para un lado y para el otro  hojas muertas de los árboles que el otoño arrastró hasta allí, y la serpiente de hierro se perdió en la lejanía dejándonos únicamente el eco de su traqueteo.

            La muchachas, que como inquieta bandada de palomas alegraban la estación,  desaparecieron y no habían de regresar a los andenes hasta el próximo domingo después de la sesión de cuatro y media del cine Mafepe. Dos empleados del ferrocarril  desaparecieron en el interior de sus despachos, y apagaron las luces de los andenes. El crepúsculo otoñal borró la hora del enorme reloj de la pared, y sólo el lejano resplandor de una bombilla encendida, arrancó durante la noche entera un reflejo dorado sobre la campana de bronce que había colgada junto  a la puerta  del jefe de la Estación.

              Jesús González ©

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