Aún
no se había desprendido de mi nariz el olor del mercado de la mañana. El vaho
ácido de la orina de los conejos, y de las
heces de los pollos que con las
patas atadas con una cuerda de bala permanecieron durante horas tirados en el
suelo esperando la llegada de un comprador… El aroma a huerta de los repollos
recién cortados, de las hojas grandes de
berzas rizadas, y los manojos de apio y
perejil atados con un junco arrancado del espacio pantanoso que había junto a
la fuente de San Justo. Y en sacucos hechos con trozos de tela de una camisa
vieja, alubias blancas y amarillas del ojin, para poner en ensalada, o las
rojas que ponían el caldo gordo y que se aromatizaban con lo que entonces
llamaba morcilla podre, era el panorama de los mercados que todos los domingos
se hacía en aquél tiempo en Cabezón de
la Sal.
Tras la fila de cosas expuestas en el suelo,
las mujeres de las aldeas entre las que se encontraba mi madre, con el pañuelo
grande caído sobre los hombros quien no lo conservaba sobre la cabeza, y el
delantal negro recién planchado al que
limpiaban las manos cada vez que tomaban en ellas el pollo gordo de casi tres
kilos, para apartar las plumas con un soplido cuando la altiva compradora de la
villa exigía ver el color amarillo de la piel que había de darle sabor a su
sopa.
Estiradas,
con zapatos negros de charol y medio tacón; con camisas de seda de un blanco
impecable, y abotonadura de nácar; con faldas de tubo negras hasta media
pantorrilla, y una cinta de terciopelo negro sujetando los pellejos empolvados
de sus papadas, esperaban algunas compradoras la presencia de los agentes de la
Fiscalía de Tasas, para que las analfabetas aldeanas no se atrevieran a pedir por sus productos ni
un solo céntimo más del precio que marcaban las leyes…
Mi
madre compró con el valor de los conejos vendidos, aceite de contrabando y un
pan blanco de estraperlo en casa de la
alemana que los cocía de dos en dos en el horno de su casa a altas horas de
madrugada, y después de comer, puso en mis manos una peseta para que pudiera ir
al cine aquella tarde, y me dio un abrazo y dos besos sonoros en cada mejilla
antes de montar en el carro verde de dos ruedas, que la había de devolver al
pueblo.
Tragué
el nudo que se me puso en la garganta, y despejé mis añoranzas contemplando el
billete morado que cubría totalmente la palma de mi mano. Con dos reales vería desde “el gallinero” la
película ”El Signo del Zorro” protagonizada por Linda Darnell y Tyrone Power, y
con los otros dos compraría suficientes cacahuetes que rumiar durante la
proyección.
Como
un gran almacén cuya puerta de entrada miraba al barrio de Barrecabras, en la
carretera que conduce a Ontoria y Vernejo, estaba el antiguo cine Mafepe, lugar
donde infinidad de domingos mitigué la añoranza de mi aldea, por estar
desplazado en Cabezón, para poder estudiar en el Colegio Sagrado Corazón.
Una
amplia puerta de entrada permitía descender un peldaño para bajar a la taquilla
donde se sacaban las entradas, que estaba justo al frente. A la izquierda una puerta tras la que nacía
la escalera que daba acceso a los bancos de “general”, y más a la izquierda,
pegada a la larga pared del rectángulo, estaba la entrada al patio de butacas.
A la derecha de la única taquilla, estaba el bar de Sampeti, siempre
abierto. Frente al mostrador solían
tomar café algunos espectadores de la
sesión de las cuatro y media, incordiados con frecuencia por los borrachines
habituales del local.
En
sesión de cuatro y media veían cine jóvenes y niños cuando la película era autorizada
para menores, porque los dones, como don Pedro Santos y don Vicente Arines, los
médicos, don Pedro Pulgar, y don Julio
Baraja, los farmacéuticos, don Tomás Ordóñez el notario, don no sé qué, el
abogado, y don no sé cuantos los comerciantes distinguidos, y personas con
pretensiones, iban a la proyección de siete y media para alternar después con sus amigos en la terraza
de cualquier bar que estuviera de moda. Los menos pudientes, si podían, después del cine tomaban algo en la antigua
fonda de Atanasio, y paseaban por el andén de la estación, que también tenía su
encanto.
Ante
la taquilla, cola con gritos y discusiones, y ruego de “préstame dos reales,
que el domingo te los devuelvo”. Críos que entraban de la calle para jugar
empujándose contra la fila, y el que
salía a escupir a la calle, salpicando vino del vaso tembloroso que llevaba
entre las manos. Y entrando y saliendo
por todas las puertas con más humos que si fuera el dueño del cine, “Nino el
Mariquitu”, encargado de llevar y traer a la estación del ferrocarril, los
rollos de películas enlatados, y de barrer el patio de butacas cuando se
acababan las proyecciones.
Arriba,
en general, gritos y silbidos cuando cerca del
Gran Cañón del Colorado los
vaqueros galopaban tras los indios, que se multiplicaban por mil a la hora
final de los besos, mientras que en el patio de butacas las gentes educadas
movían la cabeza mirando al gallinero, y soplaban chis, chisss, chiiiissssss…..
Jesús González ©
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