viernes, 31 de octubre de 2014

EL CINE MAFEPE


            Aún no se había desprendido de mi nariz el olor del mercado de la mañana. El vaho ácido de la orina de los conejos, y de las  heces  de los pollos que con las patas atadas con una cuerda de bala permanecieron durante horas tirados en el suelo esperando la llegada de un comprador… El aroma a huerta de los repollos recién cortados, de  las hojas grandes de berzas rizadas,  y los manojos de apio y perejil atados con un junco arrancado del espacio pantanoso que había junto a la fuente de San Justo. Y en sacucos hechos con trozos de tela de una camisa vieja, alubias blancas y amarillas del ojin, para poner en ensalada, o las rojas que ponían el caldo gordo y que se aromatizaban con lo que entonces llamaba morcilla podre, era el panorama de los mercados que todos los domingos se hacía en  aquél tiempo en Cabezón de la Sal.



             Tras la fila de cosas expuestas en el suelo, las mujeres de las aldeas entre las que se encontraba mi madre, con el pañuelo grande caído sobre los hombros quien no lo conservaba sobre la cabeza, y el delantal  negro recién planchado al que limpiaban las manos cada vez que tomaban en ellas el pollo gordo de casi tres kilos, para apartar las plumas con un soplido cuando la altiva compradora de la villa exigía ver el color amarillo de la piel que había de darle sabor a su sopa.



            Estiradas, con zapatos negros de charol y medio tacón; con camisas de seda de un blanco impecable, y abotonadura de nácar; con faldas de tubo negras hasta media pantorrilla, y una cinta de terciopelo negro sujetando los pellejos empolvados de sus papadas, esperaban algunas compradoras la presencia de los agentes de la Fiscalía de Tasas, para que las analfabetas aldeanas  no se atrevieran a pedir por sus productos ni un solo céntimo más del precio que marcaban las leyes…



            Mi madre compró con el valor de los conejos vendidos, aceite de contrabando y un pan blanco de estraperlo en casa de  la alemana que los cocía de dos en dos en el horno de su casa a altas horas de madrugada, y después de comer, puso en mis manos una peseta para que pudiera ir al cine aquella tarde, y me dio un abrazo y dos besos sonoros en cada mejilla antes de montar en el carro verde de dos ruedas, que la había de devolver al pueblo.



            Tragué el nudo que se me puso en la garganta, y despejé mis añoranzas contemplando el billete morado que cubría totalmente la palma de mi mano.  Con dos reales vería desde “el gallinero” la película ”El Signo del Zorro” protagonizada por Linda Darnell y Tyrone Power, y con los otros dos compraría suficientes cacahuetes que rumiar durante la proyección.



            Como un gran almacén cuya puerta de entrada miraba al barrio de Barrecabras, en la carretera que conduce a Ontoria y Vernejo, estaba el antiguo cine Mafepe, lugar donde infinidad de domingos mitigué la añoranza de mi aldea, por estar desplazado en Cabezón, para poder estudiar en el Colegio Sagrado Corazón.



            Una amplia puerta de entrada permitía descender un peldaño para bajar a la taquilla donde se sacaban las entradas, que estaba justo al frente.  A la izquierda una puerta tras la que nacía la escalera que daba acceso a los bancos de “general”, y más a la izquierda, pegada a la larga pared del rectángulo, estaba la entrada al patio de butacas. A la derecha de la única taquilla, estaba el bar de Sampeti, siempre abierto.  Frente al mostrador solían tomar  café algunos espectadores de la sesión de las cuatro y media, incordiados con frecuencia por los borrachines habituales del local.



            En sesión de cuatro y media veían cine jóvenes y niños cuando la película era autorizada para menores, porque los dones, como don Pedro Santos y don Vicente Arines, los médicos,  don Pedro Pulgar, y don Julio Baraja, los farmacéuticos, don Tomás Ordóñez el notario, don no sé qué, el abogado, y don no sé cuantos los comerciantes distinguidos, y personas con pretensiones, iban a la proyección de siete y media para  alternar después con sus amigos en la terraza de cualquier bar que estuviera de moda. Los menos pudientes, si podían,  después del cine tomaban algo en la antigua fonda de Atanasio, y paseaban por el andén de la estación, que también tenía su encanto.



            Ante la taquilla, cola con gritos y discusiones, y ruego de “préstame dos reales, que el domingo te los devuelvo”. Críos que entraban de la calle para jugar empujándose  contra la fila, y el que salía a escupir a la calle, salpicando vino del vaso tembloroso que llevaba entre las manos.  Y entrando y saliendo por todas las puertas con más humos que si fuera el dueño del cine, “Nino el Mariquitu”, encargado de llevar y traer a la estación del ferrocarril, los rollos de películas enlatados, y de barrer el patio de butacas cuando se acababan las proyecciones.



            Arriba, en general, gritos y silbidos cuando cerca del  Gran Cañón del Colorado  los vaqueros galopaban tras los indios, que se multiplicaban por mil a la hora final de los besos, mientras que en el patio de butacas las gentes educadas movían la cabeza mirando al gallinero, y soplaban chis, chisss, chiiiissssss…..

Jesús González ©

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