jueves, 27 de noviembre de 2014

DE LA MILI (III)



        

    Lo que menos me gustó de las novatadas, es que siempre se les hacían a los mismos: Los hacedores eran los listillos y graciosos de siempre, y los receptores eran los  más tímidos y apocados. Siempre ocurre igual: El gracioso solo se burla de quien sabe que no tiene arrestos para defenderse. Lo de hacer “la petaca”, era lo más común, y lo menos oneroso. Lo que no debía resultar muy agradable, era lo que solían hacer a los de sueño profundo. Entre seis u ocho individuos le cogían por la sábana bajera con cuidado de no despertarle, le llevaban al cuarto de aseo y de improviso abrían sobre su cuerpo el grifo de la ducha fría. Al que tiraba para arriba de la sábana hasta el punto de dejar al aire los pies, le metían con mucho cuidado una tira larga de papel entre los dedos, le prendían fuego en la otra punta, y a toda prisa se metían en sus respectivas camas haciéndose los dormidos. Y lo que ya fue el colmo del recochineo, era esperar el primer sueño panza arriba de uno de aquellos  tímidos; con sumo cuidado le ataban con una cuerda larga el pene, y cada uno de los extremos a ambos lados en los largueros de la cama. Después, solo era esperar a que el infeliz se diera vuelta.

            Apenas llovía en aquella zona de Marruecos, pero el día que lo hacía, parecía como si todas las nubes se dieran cita para descargar allí. Fue una noche de diluvio cuando me desperté empapado de sudor. Me ardía la frente, tenía escalofríos, y me sentía francamente  mal. El imaginaria advirtió  mi inquietud, y se acercó a preguntarme. Se marchó, y a los diez o quince minutos regresó envuelto en su capote empapado de agua. Traía unas pastillas del botiquín, y fue a buscarme un vaso de agua. Era el soldado melillense que durante la instrucción formaba dos puestos delante de mí, y al que alguna vez deseé darle con mi fusil en la cabeza.  Permaneció sentado a los pies de mi cama hasta que me dormí de nuevo, y en la mañana siguiente al toque de diana  corrió a preguntarme como seguía. Allí nació una amistad que en la actualidad perdura. Acompañado de su mujer ha venido desde Melilla a visitarnos, y mi mujer y yo hemos ido desde aquí a Melilla, en más de una ocasión. Al menos por Navidades, todos los años nos llamamos para saber uno del otro.

            El acto más solemne fue la Jura de Bandera. En la gran explanada de los hangares se montaron unas tribunas de madera donde se instalaron en primera fila el Coronel Jefe de la Base Aérea, sus oficiales pilotos, y no pilotos. Militares invitados del Tercio Gran Capitán  de la Legión, y de otros cuarteles de los alrededores. Autoridades Marroquíes de La Mehala, (una especie de policía, o guardia civil del Protectorado),   Tras ellos los suboficiales, y escalinatas arriba el resto de tropa de veteranos. Un sitio especial abierto al público en su mayor parte llegados de Melilla.  Las frases rimbombantes  del Coronel, con  aquello de “Juráis por Dios y por España, defender hasta derramar la última gota de sangre…etc.” Y el “!Sí, juramos!” a voz en grito de todos juntos. Y el desfile en columna de a uno, para besar la Bandera. Después una comida especial, y por la tarde Teatro de Variedades, de señoritas ligeras de ropa que nos enseñaron de carnes mucho menos de lo que queríamos ver, traídas de no sé donde.

            ¡Ya éramos soldados! Y al caer la tarde, los perros volvieron a ladrar como todas las tardes en las cábilas morunas  de los alrededores, y desde  los altavoces del alminar de la mezquita más cercana retumbó  como una ola  en el monte Gurugú  la monótona voz del almuecín invitando a oración…

                Jesús González ©

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