Lo
que menos me gustó de las novatadas, es que siempre se les hacían a los mismos:
Los hacedores eran los listillos y graciosos de siempre, y los receptores eran
los más tímidos y apocados. Siempre
ocurre igual: El gracioso solo se burla de quien sabe que no tiene arrestos
para defenderse. Lo de hacer “la petaca”, era lo más común, y lo menos oneroso.
Lo que no debía resultar muy agradable, era lo que solían hacer a los de sueño
profundo. Entre seis u ocho individuos le cogían por la sábana bajera con
cuidado de no despertarle, le llevaban al cuarto de aseo y de improviso abrían
sobre su cuerpo el grifo de la ducha fría. Al que tiraba para arriba de la
sábana hasta el punto de dejar al aire los pies, le metían con mucho cuidado
una tira larga de papel entre los dedos, le prendían fuego en la otra punta, y
a toda prisa se metían en sus respectivas camas haciéndose los dormidos. Y lo
que ya fue el colmo del recochineo, era esperar el primer sueño panza arriba de
uno de aquellos tímidos; con sumo cuidado
le ataban con una cuerda larga el pene, y cada uno de los extremos a ambos
lados en los largueros de la cama. Después, solo era esperar a que el infeliz
se diera vuelta.
Apenas
llovía en aquella zona de Marruecos, pero el día que lo hacía, parecía como si
todas las nubes se dieran cita para descargar allí. Fue una noche de diluvio
cuando me desperté empapado de sudor. Me ardía la frente, tenía escalofríos, y
me sentía francamente mal. El imaginaria
advirtió mi inquietud, y se acercó a
preguntarme. Se marchó, y a los diez o quince minutos regresó envuelto en su
capote empapado de agua. Traía unas pastillas del botiquín, y fue a buscarme un
vaso de agua. Era el soldado melillense que durante la instrucción formaba dos
puestos delante de mí, y al que alguna vez deseé darle con mi fusil en la
cabeza. Permaneció sentado a los pies de
mi cama hasta que me dormí de nuevo, y en la mañana siguiente al toque de
diana corrió a preguntarme como seguía.
Allí nació una amistad que en la actualidad perdura. Acompañado de su mujer ha
venido desde Melilla a visitarnos, y mi mujer y yo hemos ido desde aquí a
Melilla, en más de una ocasión. Al menos por Navidades, todos los años nos
llamamos para saber uno del otro.
El
acto más solemne fue la Jura de Bandera. En la gran explanada de los hangares
se montaron unas tribunas de madera donde se instalaron en primera fila el
Coronel Jefe de la Base Aérea, sus oficiales pilotos, y no pilotos. Militares
invitados del Tercio Gran Capitán de la
Legión, y de otros cuarteles de los alrededores. Autoridades Marroquíes de La
Mehala, (una especie de policía, o guardia civil del Protectorado), Tras ellos los suboficiales, y escalinatas
arriba el resto de tropa de veteranos. Un sitio especial abierto al público en
su mayor parte llegados de Melilla. Las
frases rimbombantes del Coronel,
con aquello de “Juráis por Dios y por
España, defender hasta derramar la última gota de sangre…etc.” Y el “!Sí,
juramos!” a voz en grito de todos juntos. Y el desfile en columna de a uno,
para besar la Bandera. Después una comida especial, y por la tarde Teatro de
Variedades, de señoritas ligeras de ropa que nos enseñaron de carnes mucho
menos de lo que queríamos ver, traídas de no sé donde.
¡Ya
éramos soldados! Y al caer la tarde, los perros volvieron a ladrar como todas
las tardes en las cábilas morunas de los
alrededores, y desde los altavoces del
alminar de la mezquita más cercana retumbó
como una ola en el monte
Gurugú la monótona voz del almuecín
invitando a oración…
Jesús González ©
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