Lo
mejor de todas las comidas era el chusco de pan. Y el desayuno solía estar
aceptable, pues al menos era agua caliente, y tenía el color del café con
leche. Pero todos los días, antes de tomarlo, íbamos formados, (bueno, menos a mear, creo que íbamos formados
a todas partes), a izar bandera. Era una cosa muy solemne: el trompeta tocando
a no recuerdo qué, (porque lo que sí recuerdo es que a oración se tocaba por
las noches antes de a silencio), un soldado iba tirando lentamente de una
cuerda mientras la bandera subía despacio hasta llegar a la punta del mástil, y
si algún recluta, le picaba una mosca
en la oreja, que no se moviera para espantarla, porque el cabo chusquero de
turno se la espatarraba contra la cara de un bofetón, que el interesado no supo ni por
donde le vino.
Después nos sentábamos en el suelo de la explanada
que había delante de los hangares de los aviones, mirando al sargento que
estaba enfrente sentado en una silla para darnos las clases teóricas, y
desarmaba y volvía a armar el fusil,
para que conociéramos todas sus piezas, y aprendiéramos todos sus movimientos.
“A ver, tú, ¿Sabes de cuantas partes consta un fusil?” – “Sí, mi sargento; de
dos: Fu – sil”. Otro bofetón al canto, y un coro de risotadas de los
compañeros.
El
pabellón de la Compañía de Servicios a la que fui destinado era una nave
enorme, de construcción metálica, lo mismo que los hangares donde pernoctaba
una docena de avionetas. En ella, doscientas camas de hierro puestas en cuatro
filas, y sobre las camas unas bolsas grandes rellenas de borra apelmazada que
apestaba a desinfectante, y que llamaban
colchón. Las sábanas, de tela morena y
áspera debíamos cada cual llevarlas todos los lunes a la lavandería para
cambiarlas por otras “limpias”. Había tíos tan vagos, (y tan marranos, según
mi parecer), que las cambiaban cada cuatro o cinco meses, pero no se molestaban
en llevarlas donde debían llevarlas. Buscaban momentos de aislamiento, para dar
con ellas el cambiazo en la cama de cualquiera.
El timado se daba cuenta del cambio en el mismo momento de acostarse. El
olor nauseabundo a viejo sudor y semen reseco, le hacía saltar como un resorte,
vestirse de nuevo, y dormir aquella noche sobre las mantas.
La instrucción la hacíamos fuera del recinto del
cuartel. Allí, cerca de la entrada principal, había dos o tres casas de adobe
de unas familias moras, y pegando a la carretera estaba el bar de Víctor, un viejuco mermado y encogido que
en sus años mozos había sido brigada de la Legión, y que vivía con su mujer, (que estaba mal de la cabeza), de lo poco que gastábamos los soldados de
aviación, los soldados regulares de Segangan que también se desplazaban hasta
aquí, y de los legionarios del Tercio Gran Capitan, que desde Tauima iban y
venían a pie. de su cuartel a Nador, y de Nador al cuartel.
Era
una explanada tórrida y polvorienta rodeada de chumberas, donde el cabo primero
Baeza, (un chusquero reenganchado y enemigo de todos los reclutas recién
llegados), se sentía como pez en el agua
haciéndonos sudar lo indecible con su: “Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos.
Izquierda, derecha. Izquierda derecha !La
cabeza erguida! ¡Los hombros atrás! ¡El pecho saliente! ¡Un, dos. Un, dos! ¡El cañón del fusil, mirando al cielo, coño!
¡La culata pegada al pecho! Izquierda, derecha. Izquierda, derecha…
¡!Altóoooo…!"
Formábamos
por estatura. Los más altos, los primeros. Yo iba en tercero o cuarto lugar, y
delante de mí formaba siempre un tío natural del mismo Melilla, que más de una
vez me dieron ganas de darle con la culata en la cabeza. Era un “parlanchín”
cachondo por cuya charla y bromas continuadas, nos metieron más de cuatro “pasos ligeros” de
los que acabábamos con la lengua fuera y el sudor bajando por las perneras del uniforme.
También
ejercieron de instructores los tenientes Calvo y Mena, quienes a su vez también
eran profesores de los pilotos de complemento. Fue este último, el teniente
Mena, quien un día en las prácticas de tiro con fusil que solíamos hacer cerca
de Mar Chica, me dijo: “Si Franco te ve tirar, te licencia”. –Y eso, ¿porqué, mi teniente? – “No le sirves
para nada. No das ni un solo disparo en el blanco”.
Fue
una tarde de instrucción en la explanada de marras, cuando estando formados en
posición de descanso, el teniente Calvo
gritó el nombre de dos reclutas, y les ordenó dar dos pasos al
frente. Luego los puso a su lado, y
dirigiéndose al resto de los formados,
añadió: “Señores, aquí tienen a dos perfectos ladrones. Cogieron de la taquilla
de un compañero el impreso –aviso de un paquete que tenía de su familia en Correos, bajaron a Melilla, y
se le robaron” A continuación los mandó levantar sobres sus cabezas sus propios
fusiles aguantándolos con ambas manos, y los tuvo corriendo a paso ligero hasta
que cayeron al suelo extenuados…
Por
estas ejemplaridades, y otras quizás no tan duras, es por lo que siempre pensé que el hacer la
mili, algo bueno enseñaba, al menos a
quien quisiera vivir dentro de un orden…
(Seguirá).
Jesús González ©
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