martes, 18 de noviembre de 2014

DE LA MILI (I)



 

            Con este nombre se conocía popularmente al Servicio Militar Obligatorio, que en 1996 fue suspendido bajo el gobierno de José María Aznar. Durante algún tiempo yo seguí pensando que nunca debió suspenderse totalmente, aunque sí, acortarse en el tiempo. Y explico mis razones: Yo consideraba entonces que la mili, suponía la alternativa del joven  novillero, y que el cuartel era el ruedo de donde salía convertido en adulto, y entrenado para torear la infinidad de lances con los que había de topar en la vida.

            Quizás estaba equivocado. La propia vida  es la que se encarga de enseñar las reglas del juego, sin necesidad de tomar un fusil en las manos.

            No obstante, a mí, personalmente, la mili me hizo bien. Ya sé, eran otros tiempos. De acuerdo. Entonces la juventud no viajaba, si no era para emigrar en busca de un futuro que no sabía muy bien donde encontrar. Pero mira…

            Puesto qua a la mili había que ir, me dije a mí mismo que cuanto antes, mejor. Mi padre me dio su parabién, y con dieciséis años me planté en el Ayuntamiento para informarme de los pasos a seguir, para irme voluntario. Entonces el cuerpo de Aviación era de voluntarios, y aviación pedí, a ser posible en Marruecos. Me respondieron que hasta que no cumpliera los dieciocho años, no era posible. Volví dos años más tarde. Insistí en Aviación, sin duda porque  me atraían las ciencias del aire, e insistí que a Marruecos con muchas dudas menos todavía, por la oportunidad  de conocer lo exótico y lejano.  Que de conocer las provincias de mi País, ya habría ocasión con el tiempo.  

            De Santander, (entonces la provincia llevaba el mismo nombre que la capital, aunque popularmente se la conocía como La Montaña), fuimos siete chavales los que llegamos a las tres de la madrugada a Valladolid, y  como hasta las nueve no nos teníamos que presentar en el lugar señalado, nos fuimos a dormir sobre la hierba verde de los jardines del Campo Grande. Allí coincidimos con reclutas de otras provincias, y recuerdo que a uno que durmió sobre un banco de madera, cuando se despertó encontró que le habían robado los zapatos. Se los quitaron de puestos, sin que el dueño se enterara. Tal fue el cansancio del dormido, o tal fue la habilidad del despierto.

            Cinco días en el cuartel de Aviación de Villanubla, donde nos pasaron reconocimiento médico, y donde nos iniciaron en aquello de comer rancho. Llevaba en mi maleta de madera una libreta, y en la tercera noche comencé a escribir en ella una especie de diario, que duró mucho menos tiempo que mis dos años de mili. En camiones abiertos nos trasladaron hasta Madrid, y a mí me faltaron ojos para beber por ellos la maravilla plana de aquella Castilla que estaba descubriendo, Y por fin, lo que esperaba: ¡Madrid! La capital de España que tantas veces había soñado con conocer, cuyos edificios desfilaron  a derecha e izquierda de mi persona a una velocidad que me pareció excesiva. Ni tiempo para admirar la estación de Atocha. De cabeza  a un vagón del tren mixto, del que no habíamos de apearnos hasta dos días más tarde en Gibraltar.

            Casi dos horas para cruzar el Estrecho, me dieron tiempo para observar las primeras chilabas de un grupo de moros que viajaba junto a nosotros, y para que mi nariz conociera el aroma que había de aspirar en mis dos años de mili en el Protectorado: El té aromatizado con hierbabuena, prácticamente la única bebida que se despachaba en todos los cafetines de Nador y sus contornos.

            Ceuta. Un puerto con más movimiento del que yo esperaba, y con muchos menos moros de los que me había imaginado. Ceuta está en África, pero no es Marruecos; esa era la razón. Nos llevaron también en camiones al barrio de Villajovita, y nos alojaron en un cuartel que nada o muy poco tenía que ver con la aviación. Tenía que ver más bien con el mar, y era como un destacamento de vigilancia o algo parecido, porque por no tener, ni cucharas para comer aquella sopa insípida, que tuvimos que llevar a nuestras bocas con la ayuda de unas conchas de almejas. Así cinco días, hasta la noche que, en medio de una tormenta cuyos rayos se ahogaban en mar, salimos a bordo de un barco carguero con dirección a Melilla.

            Tumbados en la bodega nos fuimos mojando con el agua que las olas del inmenso temporal azotaban  a través de los ojos de buey cuyos cristales no ajustaban. Y cada pocos minutos la oscuridad casi absoluta que nos envolvía, era rota por la cegadora explosión de un rayo nuevo. Con el alba llegó la calma, y antes de mediodía hicimos escala en el puerto de Alhucemas donde para reponernos de los sinsabores del viaje, caímos casi sin darnos cuenta en el  amplio y sucio  prostíbulo  del barrio más bajo de aquella ciudad.

            A bordo de nuevo, y al caer la tarde desembarcamos en Melilla. De nuevo a los camiones, atravesamos la frontera del Protectorado, rebasamos la ciudad de Nador, y por fin la Base Aérea de Tauima, lugar de nuestro destino. Dormimos como pudimos, y por vez primera escuchamos aquella mañana el toque de diana.

            Nos formaron, y ante el gran edificio metálico de la Compañía Primera, nos armamos de paciencia, y esperamos el turno correspondiente para cortarnos el pelo al cero.  Cuando todas las cabezas se convirtieron en melones, nos desnudamos todos, y casi, como los judíos entraron  en las cámaras de gas en Alemania, entramos nosotros en las duchas, para  seguidamente vestir el uniforme azul, que no habíamos de quitar hasta dos años más tarde. ¡Ni nuestras madres que nos vieran en aquél momento, nos hubieran conocido!

                                                      (Seguirá).

              Jesús González ©

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