Con
este nombre se conocía popularmente al Servicio Militar Obligatorio, que en
1996 fue suspendido bajo el gobierno de José María Aznar. Durante algún tiempo
yo seguí pensando que nunca debió suspenderse totalmente, aunque sí, acortarse
en el tiempo. Y explico mis razones: Yo consideraba entonces que la mili,
suponía la alternativa del joven
novillero, y que el cuartel era el ruedo de donde salía convertido en
adulto, y entrenado para torear la infinidad de lances con los que había de
topar en la vida.
Quizás
estaba equivocado. La propia vida es la
que se encarga de enseñar las reglas del juego, sin necesidad de tomar un fusil
en las manos.
No
obstante, a mí, personalmente, la mili me hizo bien. Ya sé, eran otros tiempos.
De acuerdo. Entonces la juventud no viajaba, si no era para emigrar en busca de
un futuro que no sabía muy bien donde encontrar. Pero mira…
Puesto
qua a la mili había que ir, me dije a mí mismo que cuanto antes, mejor. Mi
padre me dio su parabién, y con dieciséis años me planté en el Ayuntamiento
para informarme de los pasos a seguir, para irme voluntario. Entonces el cuerpo
de Aviación era de voluntarios, y aviación pedí, a ser posible en Marruecos. Me
respondieron que hasta que no cumpliera los dieciocho años, no era posible. Volví
dos años más tarde. Insistí en Aviación, sin duda porque me atraían las ciencias del aire, e insistí
que a Marruecos con muchas dudas menos todavía, por la oportunidad de conocer lo exótico y lejano. Que de conocer las provincias de mi País, ya
habría ocasión con el tiempo.
De
Santander, (entonces la provincia llevaba el mismo nombre que la capital,
aunque popularmente se la conocía como La Montaña), fuimos siete chavales los
que llegamos a las tres de la madrugada a Valladolid, y como hasta las nueve no nos teníamos que
presentar en el lugar señalado, nos fuimos a dormir sobre la hierba verde de
los jardines del Campo Grande. Allí coincidimos con reclutas de otras
provincias, y recuerdo que a uno que durmió sobre un banco de madera, cuando se
despertó encontró que le habían robado los zapatos. Se los quitaron de puestos,
sin que el dueño se enterara. Tal fue el cansancio del dormido, o tal fue la
habilidad del despierto.
Cinco
días en el cuartel de Aviación de Villanubla, donde nos pasaron reconocimiento
médico, y donde nos iniciaron en aquello de comer rancho. Llevaba en mi maleta
de madera una libreta, y en la tercera noche comencé a escribir en ella una
especie de diario, que duró mucho menos tiempo que mis dos años de mili. En camiones
abiertos nos trasladaron hasta Madrid, y a mí me faltaron ojos para beber por
ellos la maravilla plana de aquella Castilla que estaba descubriendo, Y por
fin, lo que esperaba: ¡Madrid! La capital de España que tantas veces había
soñado con conocer, cuyos edificios desfilaron a derecha e izquierda de mi persona a una
velocidad que me pareció excesiva. Ni tiempo para admirar la estación de
Atocha. De cabeza a un vagón del tren
mixto, del que no habíamos de apearnos hasta dos días más tarde en Gibraltar.
Casi
dos horas para cruzar el Estrecho, me dieron tiempo para observar las primeras
chilabas de un grupo de moros que viajaba junto a nosotros, y para que mi nariz
conociera el aroma que había de aspirar en mis dos años de mili en el
Protectorado: El té aromatizado con hierbabuena, prácticamente la única bebida
que se despachaba en todos los cafetines de Nador y sus contornos.
Ceuta.
Un puerto con más movimiento del que yo esperaba, y con muchos menos moros de
los que me había imaginado. Ceuta está en África, pero no es Marruecos; esa era
la razón. Nos llevaron también en camiones al barrio de Villajovita, y nos
alojaron en un cuartel que nada o muy poco tenía que ver con la aviación. Tenía
que ver más bien con el mar, y era como un destacamento de vigilancia o algo
parecido, porque por no tener, ni cucharas para comer aquella sopa insípida,
que tuvimos que llevar a nuestras bocas con la ayuda de unas conchas de
almejas. Así cinco días, hasta la noche que, en medio de una tormenta cuyos
rayos se ahogaban en mar, salimos a bordo de un barco carguero con dirección a
Melilla.
Tumbados
en la bodega nos fuimos mojando con el agua que las olas del inmenso temporal
azotaban a través de los ojos de buey
cuyos cristales no ajustaban. Y cada pocos minutos la oscuridad casi absoluta
que nos envolvía, era rota por la cegadora explosión de un rayo nuevo. Con el alba
llegó la calma, y antes de mediodía hicimos escala en el puerto de Alhucemas
donde para reponernos de los sinsabores del viaje, caímos casi sin darnos cuenta
en el amplio y sucio prostíbulo del barrio más bajo de aquella ciudad.
A
bordo de nuevo, y al caer la tarde desembarcamos en Melilla. De nuevo a los
camiones, atravesamos la frontera del Protectorado, rebasamos la ciudad de
Nador, y por fin la Base Aérea de Tauima, lugar de nuestro destino. Dormimos
como pudimos, y por vez primera escuchamos aquella mañana el toque de diana.
Nos
formaron, y ante el gran edificio metálico de la Compañía Primera, nos armamos
de paciencia, y esperamos el turno correspondiente para cortarnos el pelo al
cero. Cuando todas las cabezas se
convirtieron en melones, nos desnudamos todos, y casi, como los judíos
entraron en las cámaras de gas en Alemania,
entramos nosotros en las duchas, para
seguidamente vestir el uniforme azul, que no habíamos de quitar hasta
dos años más tarde. ¡Ni nuestras madres que nos vieran en aquél momento, nos
hubieran conocido!
(Seguirá).
Jesús González ©
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