martes, 21 de octubre de 2014

LAS GOTERÁS




            Sí, con acento en la a.  Porque no son goteras, son ”goterás”.  Goteras, así, sin acento, eran aquellas  que obligaban a las mujeres de mi casa a subir al desván cuando llovía, y poner cien cacharros por un sitio y por otro para recoger las que se filtraban por las tejas ajadas, y evitar que se colaran por las juntas de las tablas y mojaran el suelo encerado de la sala y las habitaciones del piso alto.

            Todo el mundo sabía en mi pueblo que, llegado el otoño, al calor le iba comiendo un vientucu  que nos enviaban de Galicia, y que se enfriaba al pasar por encima de los Picos de Europa. Esto hacía que el cielo se vistiera  color panza de burra; que las nubes se apretujaran unas contra otras, haciéndose tal daño, que soltaban en forma de lluvia unos lagrimones gordos y espesos, que los viejos llamaban chaparrones.

            Pues igual que sabían esto, también  sabían que durante los días de calor debieron haber llamado al albañil,  para que, como mínimo, hubieran repuesto las tejas ajadas  que formaban las canales del tejado. Pero hoy que mañana, y mañana que pasado, siempre se les echaba el invierno encima sin hacerlo.

            Y luego pasaba lo que pasaba: que el tejado no se arreglaba, y encima había veces que tampoco se acordaban de poner lo cacharros en el desván. Era un fastidio, sobre todo si cuando empezaba a llover, ya estaba la gente en la cama, “arreguñáos” entre aquellas sábanas de tela áspera y morena, que las mujeres habían suavizado a fuerza de lavados, frotándolas entre las manos, y tapados con cuatro cobertores para sentirse protegidos de las inclemencias invernales.

            Esa fue la causa de que Ángeles la de Fausto, pasara aquella noche en vela: Sonó un trueno lejano allá  como por encima del monte Escudo. Era un trueno sordo y prolongado de los que siempre solían decirnos las abuelas, que no eran truenos; que eran los angelucos  del cielo, que estaban jugando a los bolos. Pues esa noche, además de jugar a los bolos, se debieron de dedicar a esborregar todos los morios del cielo; tal fue el estruendo de la tormenta. Y Ángeles, sintió caer el primer goterón  sobre las tablas del techo.  ¡Ay, Dios!  Esperó un momento por ver si la casa pasaba. Pero no. Apartó la sábana con intención de saltar de la cama y subir desván, ¡Demoniu! ¡Qué fríu! Se arreguñó del mismo modo que lo estuvo nueve meses en la barriga de su madre, y se tapó hasta las orejas.

            Clo… clo…  El goteo fue en aumento en frecuencia y decibelios. Casi empezaba a quedarse dormida al compás de aquella música cadenciosa del agua sobre la tabla de arriba,  cuando el caudal buscó salida y empezó a caer sobre la cama. La reacción fue espontánea: Se volvió de medio lado, agarró el orinal de loza que estaba debajo del somier, y quieta panza arriba,  colocó el perico sobre su barriga. Le agarró por el asa para que no se moviera, y se le abrieron los ojos como platos. Pasará enseguida… ¡Sí enseguida!. La luz del amanecer la sorprendió con el recipiente lleno de agua hasta la mitad. Se levantó, meó sobre ello, y vistiéndose corrió al desván a poner un cacharro que la permitiera dormir en la noche siguiente.

            ¡Ah…! Mi intención fue hablar de “goterás”, y no de goteras, pero me despisté. ¡Qué le vamos a hacer! Mañana te explicaré lo otro.

               Jesús González ©

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