Sí,
con acento en la a. Porque no son
goteras, son ”goterás”. Goteras, así,
sin acento, eran aquellas que obligaban
a las mujeres de mi casa a subir al desván cuando llovía, y poner cien cacharros por un sitio y por otro para
recoger las que se filtraban por las tejas ajadas, y evitar que se colaran por las juntas de las tablas y mojaran
el suelo encerado de la sala y las habitaciones del piso alto.
Todo
el mundo sabía en mi pueblo que, llegado el otoño, al calor le iba comiendo un
vientucu que nos enviaban de Galicia, y
que se enfriaba al pasar por encima de los Picos de Europa. Esto hacía que el cielo
se vistiera color panza de burra; que
las nubes se apretujaran unas contra otras, haciéndose tal daño, que soltaban
en forma de lluvia unos lagrimones gordos y espesos, que los viejos llamaban
chaparrones.
Pues
igual que sabían esto, también sabían
que durante los días de calor debieron haber llamado al albañil, para que, como mínimo, hubieran repuesto las
tejas ajadas que formaban las canales
del tejado. Pero hoy que mañana, y mañana que pasado, siempre se les echaba el
invierno encima sin hacerlo.
Y
luego pasaba lo que pasaba: que el tejado no se arreglaba, y encima había veces
que tampoco se acordaban de poner lo cacharros en el desván. Era un fastidio, sobre
todo si cuando empezaba a llover, ya estaba la gente en la cama, “arreguñáos”
entre aquellas sábanas de tela áspera y morena, que las mujeres habían
suavizado a fuerza de lavados, frotándolas entre las manos, y tapados con
cuatro cobertores para sentirse protegidos de las inclemencias invernales.
Esa
fue la causa de que Ángeles la de Fausto, pasara aquella noche en vela: Sonó un
trueno lejano allá como por encima del
monte Escudo. Era un trueno sordo y prolongado de los que siempre solían
decirnos las abuelas, que no eran truenos; que eran los angelucos del cielo, que estaban jugando a los bolos.
Pues esa noche, además de jugar a los bolos, se debieron de dedicar a
esborregar todos los morios del cielo; tal fue el estruendo de la tormenta. Y
Ángeles, sintió caer el primer goterón
sobre las tablas del techo. ¡Ay,
Dios! Esperó un momento por ver si la
casa pasaba. Pero no. Apartó la sábana con intención de saltar de la cama y
subir desván, ¡Demoniu! ¡Qué fríu! Se arreguñó del mismo modo que lo estuvo
nueve meses en la barriga de su madre, y se tapó hasta las orejas.
Clo…
clo… El goteo fue en aumento en
frecuencia y decibelios. Casi empezaba a quedarse dormida al compás de aquella
música cadenciosa del agua sobre la tabla de arriba, cuando el caudal buscó salida y empezó a caer
sobre la cama. La reacción fue espontánea: Se volvió de medio lado, agarró el
orinal de loza que estaba debajo del somier, y quieta panza arriba, colocó el perico sobre su barriga. Le agarró
por el asa para que no se moviera, y se le abrieron los ojos como platos. Pasará enseguida… ¡Sí enseguida!. La luz del
amanecer la sorprendió con el recipiente lleno de agua hasta la mitad. Se
levantó, meó sobre ello, y vistiéndose corrió al desván a poner un cacharro que
la permitiera dormir en la noche siguiente.
¡Ah…!
Mi intención fue hablar de “goterás”, y no de goteras, pero me despisté. ¡Qué
le vamos a hacer! Mañana te explicaré lo otro.
Jesús González ©
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