“Goterás”.
No goteras. Que de goteras escribí ayer, cuando mi intención fue hacerlo de “goterás”.
Pero ya sabes, sucede muchas veces que, se empieza con la intención de ponerle
una vela a un santo, y se acaba emborrachándose uno en la taberna con un
demonio.
Como
casi siempre, hablo de aquellos tiempos que tu no conociste, y que yo, como el
tonto del cuento, me empeño en que los conozcas, aunque el conocerlo no te va
sacar de nada. Pero si mientras lo lees, te desaparece esa cara de aburrimiento
que tienes encima, ya es algo.
El
caso es que entonces, en los aleros de todos lo tejados de mi pueblo, y en los
de unos cuantos pueblos más que hay alrededor del mío, no existían los
canalones que, cuando llueve, recogen las aguas. Cada canal del tejado dejaba
caer alegremente al corral la mayor o menor cantidad de agua que la lluvia le
suministraba.
Tampoco
teníamos agua corriente en las casas. Ni desagües, pues dime para qué los
queríamos, si la higiene personal la solventábamos entre los maíces del huerto,
con una bañadera grande de cinc, y un bote de conservas vacío para aclarar con él, en un simulacro de ducha, el pellejo
del cuerpo del jabón aquel del chimbo con que le habíamos restregado.
Para
ello traíamos el agua de la fuente principal del pueblo en cubos de cinc,
(nosotros les llamábamos calderos de cin, sin la c final. Pues eso lo fuimos
aprendiendo con el tiempo, cuando nos fuimos culturizando un poco). Y no creas
que era plato de gusto andar medio kilómetro con dos calderos que no llevaban
menos de veinte o veinticinco litros.
Bueno,
pues a esa agua que caía de las tejas cuando llovía, es a lo que
siempre se llamó, al menos en mi pueblo, goterás, y no goteras. Fíjate si eran
populares las goterás de entonces, que hasta se hizo de ellas una adivinanza,
para contar en los inviernos mientras se desgranaban las alubias que se iban a
comer al día siguiente: “A ver, a ver, Veinte monjitas en un telar, toas mean a
la par”. – Y el más listo respondía de inmediato: “Las goterás, del tejau”.
Pues
en cuanto empezaban a caer, corrían las mujeres
a poner calderos, y hasta pucheros y cacerolas grandes. Pues menudo
alivio era no tener que ir a buscar el agua.
Además agua de lluvia, que con ella y un trozo de calabaza dentro, se ponían
las alubias de una finura que daba gusto comerlas.
Y
mientras las goterás repicaban
alegremente sobre los cacharros, al compás de su música los padres
hacían tarugos para las albarcas montados en un tronco de castaño que tenían en
el portal, y los abuelos reponían los
pinos de madera que durante el verano se les habían roto a los
rastrillos. Las madres salían con una
lata vieja donde habían amasado harina de maíz, y lo esparcían por el suelo para que lo comieran docena y
media de pollucos redondos y amarillos
como bolas de lana. En el poyete de cemento la abuela limpiaba con la punta del
delantal los cristalucos redondos de sus gafas metálicas, y susurraba entre
dientes, como hablando consigo misma: “Alabado sea Dios, que bendición de agua
está cayendo…”
Jesús González ©
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