Estas
cosas ocurren cuando a uno le entran ganas de culturizarse. Pues quien me iba a
decir a mí hace unos años, que iba a conocer de cerca a este periodista
irlandés, y mucho menos que expresamente para conocerle, me iba a desplazar hasta Gijón.
Es
la segunda vez que tenemos un encuentro con el premio Príncipe de Asturias de
las Letras. En 2013, le tuvimos en
Oviedo con Antonio Muñoz Molina, un escritor que apareció allá por cerros
de Úbeda, en Jaen, que es autor de un montón de libros, y miembro de la Real
Academia de la Lengua, y del que hasta el día de hoy, no he leído ni una sola
de sus palabras escritas. Puede que con
este de ayer, me pase lo mismo.
A
mí siempre me gustó leer: de chaval leí las novelas de Emilio Salgari que me transportaron
al Caribe aquel de los piratas, y me hicieron soñar cosas mucho más bonitas que
la auténtica realidad. Pues cuando ya de mayor, mejor dicho, de muy mayor,
conocí la isla de Jamaica, me llevé una auténtica desilusión. Y no porque la
isla no mereciera su fama de lugar de ensueño, sino porque al llegar a Montego
Bay, en lugar de piratas con un ojo tapado con un trapo negro y una espada en
la mano, me encontré un montón de señoras unas negras y otras mulatas con
trajes como de faralaes y un sombrero adornado con frutas tropicales a la
Carmen Miranda, esperando a los turistas, para previo pago de un par de euros, dejarse hacer
con ellas una fotografía con la que presumir después con los amigos de haber
estado en semejante sitio.
Leí
también todas las de Rafael Sabatini, y un poco más tarde no me pude resistir a
las de tipo erótico, por aquello de ver reflejadas sobre papel, las escenas que con bastante acierto, ya me imaginaba yo.
A partir de eso, leí lo que pescaba por .ahí,
incluyendo El Coyote, y las de Lafuente Estefanía. Siguieron
“Un millón de muertos”, “Los cipreses creen en Dios”, “Cuerpos y almas”, y con mucho más interés,
las que la censura prohibía y las que la Iglesia calificaba de gravemente
peligrosas.
Pero
fue ya de viejo cuando conocí a María
Diez Carriles, la mejor bibliotecaria de España después de Chelo Veiga García, (el
mejor bibliotecario es Samuel Sánchez de Movellán, después de nadie. El mejor
de todos es él), cuando fundó en la Biblioteca Municipal de San Vicente de la Barquera el “Club de Lectura”, y fui miembro fundador. A partir
de ahí empecé a leer en serio lo que me apetecía, y lo que no. Siempre fue
obligatorio leer lo que primero María, y luego Samu, dispusieron.
Esto,
además de enriquecerme, (en conocimiento
de libros, no pienses que económicamente), sirvió de hilo de unión para coser con fuerza unos a
otros a un gran conjunto de lectores extraños, que terminamos siendo auténticos
amigos. Empezaron entonces los encuentros entre distintos clubes de la provincia, y enseguida nos hermanamos con
nuestros vecinos asturianos, pues para algo María en Santa María de Cayón, y Chelo en Oviedo, resultaron ser iguales en organizar eventos
literarios, pero sobre todo en decir como y cuando, pues ante semejante
destreza en dar órdenes, no hay lector que se atreva a rechistar.
Pues
eso: que ayer a las once y media de la mañana, aquí, en San Vicente, nos subimos a uno de los autobuses una docena de personas, y la primera
satisfacción del día fue encontrar a
María, la mencionada bibliotecaria de Sarón, junto a un grupo de lectores entre los que se
encontraban Marisa Cano y María Mazón, de La Penilla, amigas ya de otros eventos.
Como siempre, paramos en Colunga con la
disculpa de estirar las piernas, pero en realidad, lo que hicimos fue cola ante la puerta de los
servicios, y saludar a conocidos de otros autobuses. Yo saludé a Marianela, la hermana de Lanche,
de Cabezón de la Sal, que creo que no
nos habíamos visto desde hace bastante
más de cincuenta años. Sigue igual de habladora y simpática, y como hablamos
del tiempo y estábamos en grupo, me rogó que no dijera los años que tengo, seguramente para que
nadie calculara los suyos. Tranquila, que no los digo. Pero tú sigues tan guapa
como cuando tenías dieciocho, y además eres mucho más joven que yo.
Paramos
a comer en el Llagar de Cabueñes, un sitio de esos que están preparados para
comidas multitudinarias, y que así, de primeras, impresiona; porque al entrar
no sabes si vas a comer, o a ser figurante en el rodaje de una película de
terror. Nunca vi tanta cantidad de cacharros viejos juntos, adornando entradas,
salones, escaleras de subidas, de bajadas, techos y ventanales. El día que
tengan que limpiar el polvo de todo aquello, si es que lo limpian algún día, los
habitantes de Gijón se tendrán que poner mascarillas protectoras para no morir asfixiados. Pero no comimos mal; tampoco fue la cosa como
para repicar campanas, pero bien. Una fabada que estuvo mejor que otras peores,
pero peor que otras mejores; lenguado, (se ve que allí le llaman así a todos
los peces planos), puesto como en salsa verde, con una almeja de tamaño
reducido para confirmar que aquello era del mar, y que no estuvo mal. Pero sí estuvo escaso, (quiero decir,
mermado de tamaño), y unos escalopines al Cabrales, que ni escalo, ni pines.
Frisuelos de postre, y finalmente, os juro, que a mí, nada me hizo daño. En mi
mesa, mientras a unos les servían el segundo plato, a otros no le habían traído
el primero, pero te aseguro que esto a mí me encantó, porque si todo hubiera
sido perfecto, dime qué coño contaba yo ahora.
Ya
en la ciudad nos “posaron” en la Avenida de Begoña, y caminamos todos juntos hasta el final, donde se ubica el
Teatro Jovellanos, y donde a las siete y media iba a tener lugar el encuentro
con John Banville. A las seis y cuarto de la tarde, y ante la fachada del
mismo, nos entregarían las entradas. Hasta entonces tiempo libre. Yo caminé
como un kilómetro agarrado con la derecha a mi bastón, y con la izquierda al
hombro de mi mujer, pero a pesar de tanto agarre, mis piernas se quejaban en
silencio.
Decidimos
volver a la Avenida de Begoña, y Rosi se unió a
nosotros. Nos sentamos en “Bon App”, una cafetería frente al teatro, y
decidimos esperar allí hasta la hora convenida; mientras tanto tomamos té y
descafeinado. Charlamos un poco, y entre un comentario y otro, me dediqué a
contemplar cuando a la gente que pasaba por la calle, cuando a la que iba
llenando aquel lugar tranquilo y agradable, atendido por una madre, una hija, y
un par de camareras. Tanto la madre como la hija, vestían de negro de arriba
abajo; no sé si era por uniformarse, o porque eran viuda y huérfana, pero creo
que esto último, no, porque ambas no quitaron la sonrisa de la boca. A no ser
que se sintieran aliviadas por la muerte del tirano. La cafetería se llenó.
Tras nosotros, cuatro mujeres en una mesa charlaban animadamente, y tomaban
café. No sé viudas o solteronas. Puede ser que mitad y mitad. La que estaba
frente a mí, sonreía de continuo. No, a mi, no me sonreía. Era una sonrisa
permanente, seguramente porque era así de simpática, o porque alguien le había
dicho que tenía una sonrisa preciosa. De repente se sintió coqueta. Sacó un
peine, y con la mayor tranquilidad del mundo, lo mismo que si estuviera en el
baño de su casa, peinó hacia atrás su cabellera, tirando sus pelos sueltos
sobre la mesa de sus vecinos de atrás. Esto último me lo supongo yo, pero hay
que tener perendengues para peinarse allí, y total, yo la vi lo mismo después
de pasar el peine, que antes de pasarle.
Una
gran cola para entrar, y en el hall de entrada, nos entregaron unos auriculares
de traducción simultánea a cambio de nuestro carnet de identidad. Con suerte
tuvimos sitio en las primeras filas, y cuando me instalé fisgué el interior del teatro. Pequeño y recoleto
con butacas confortables. Había que enchufar el cable de conexión al aparato, y
colgar de una oreja el auricular. Los más jóvenes le enchufaron primero que los
más viejos. Están más acostumbrados a los enchufes.
Por
fin salió, puntual, eso sí, el entrevistador quien en cuatro palabras presentó
al escritor irlandés. Aplausos. Preguntas en español, respuestas en inglés, y
yo apretando con un dedo el auricular contra la oreja, por exigencia de mi
sordera, para escuchar la voz femenina
que traducía las palabras de Banville. Me pareció teatro, dentro del teatro. El
presentador le dijo que tenía allí presentes mil lectores fervientes, y dicho
sea lo que yo pienso, la mayor parte de
nosotros no supimos de su existencia hasta hacía cuatro días, cuando nuestro
bibliotecario nos explicó de qué iba el
asunto. Pero es igual; de lo que se
trataba es de que el hombre se fuera satisfecho, y se sintió tan halagado que
hasta tuvo comentarios puntualmente
jocosos, con pausas para que le aplaudieran. Pero estas cosas son
siempre así. O casi siempre. Pero tampoco se hizo la cosa demasiado pesada.
Lo
amenizaron pasando trozos de proyecciones en blanco y negro de cine antiguo, a
las que el escritor hizo comentarios. Me encantaron las proyecciones, pero no
los comentarios de John Banville. Aseguró que Hamphrey Bogart fue mal actor, y
cuando aparecieron Lauren Bacall y Bárbara Stanwyck, (esta última fue mi actriz
favorita en mi primera juventud) , comentó sin referirse particularmente a
ellas, que las grandes estrellas del cine antiguo comenzaron como prostitutas.
Aunque fuera verdad, no debió decirlo. Yo no lo hubiera dicho de su madre, aún
cuando hubiera estado seguro de ello.
A
la salida fue caótica la recogida de los carnés de identidad. Apretones,
estrujones, empujones, achuchones… todo ello, a montones. Eso para algo, que se
pudo organizar mucho mejor.
Y otra decepción más, la última
del día: No pude ver Chelo Veiga, para
darle un abrazo y preguntarle por el mejor y mas joven músico de Oviedo. Otra
vez será.
Jesús González ©
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