sábado, 5 de julio de 2014

GALLINEROS


            Lo dijo Lolo Pantorrilla el de Cabezón, cuando su hermano Chucho el guardia se echó de novia a Tere la de Valeriano: “Y tene pollos y gallinas”. Lolo decía “tene”, y no “tiene”, porque  además de no ser muy alcanzado de luces, tampoco pronunciaba muy bien que digamos. El hombre quería decir, que la familia a la que su hermano acudió en busca de novia, no era cualquier cosa. Cuando menos, como ganadería tenía eso, pollos y gallinas.

           

            Y es que en aquellos tiempos, además de vacas para tirar de la teta, de burros para tirar de los cuévanos, y chones para que sus dueños pudieran tirar de chorizo y jamón por lo menos en verano a la hora de hacer la siega,  todo el mundo tenía junto a la cuadra, o en el güertucu de al lado de casa, un  gallinero hecho con tela metálica de tres metros de altura.



            Los pollos no se compraban en los supermercados muertos y pelados dentro una bandeja de poliespan  y envueltos en celofán, por tres razones principales, y una razón principalísima: Entonces no había supermercados, no había poliespan, no se conocía el celofan; y la principalísima: no había pollos para envasar.



            Entonces los pollos  eran de pura artesanía;  los manufacturaban generalmente las amas de casa. Verás: La mujer tenía que vigilar muy estrechamente a las gallinas para descubrir cuando alguna se ponía clueca. (Si no sabes lo que es “clueca”, lo buscas en el diccionario, que lo explica muy bien. Si te lo explico yo, se va a alargar demasiado la historia). Se les notaba en que se volvían un poco tontorronas. Se aislaban del resto, buscaban los rincones y les cambiaba el tono de voz. (En vez de “cra-cra-cá, hacen “clo-clo-có”) Descubierto esto, se buscaba un cajón de madera porque de otra cosa no le había;  dentro del cajón se ponía un buen puñado de yerba seca, y sobre la yerba docena y media o dos docenas de huevos frescos y que estuvieran “galláos”. Había mujeres que lo comprobaban mirándolos al trasluz, mientras que otras los agitaban suavemente muy cerca de uno de sus oídos. (Yo creo que ni las unas ni las otras sacaban nada en claro, pues siempre terminaba la cosa por pudrirse  tres o cuatro de ellos). Sobre los huevos se colocaba la gallina clueca; las había dóciles y responsables de su cometido,  dispuestas a ser madres putativas sin ningún problema, y desde el primer momento se quedaban en el nial. Pero las había también con su amor propio, y bastaba que las pusieran allí a la fuerza, para a la media vuelta saltarse del nido. A estas se les ponía una tabla o una tela metálica sobre el cajón, y en cuanto se lograba que calentaran los huevos, ya no los abandonaban.



            Veintiún días tardaban en romper la cáscara, y salir todos amarillos, como si fueran chinos.  Piaban sin cesar hasta  que se les echaba un poco de harina de maíz amasada con agua.  Yo siempre me pregunté  y me sigo preguntando de quien son familia los pollos, y qué clase de parentesco tienen entre sí.  Son hijos de la gallina que los incubó, o de la que puso el huevo de donde salió? Además, los huevos siempre eran de distintas gallinas. ¿Qué clase de hermandad entre ellos?  De la paternidad es más fácil sacar conclusiones, si tenemos en cuenta que por lo general, en cada gallinero sólo solía haber un gallo. Pero también se las solía soltar un rato todas las tardes para que picotearan  morugas y caracoles por las callejas. Y las gallinas de entonces eran tan promiscuas las puñeteras de ellas, que vete tu a saber de paternidades. (De ahí, lo de “esa es más…  que las  gallinas”).



            El “clo-clo-có” de las cluecas duraba casi hasta que sus hijos se hacían adultos.  Es decir, hasta que las hembras se hacían pollitas en edad de presumir. Y no te digo nada si sobre el corral hacía círculos en el aire un milano o un cernícalo; entonces el “clo-clo-có” se acentuaba, se aceleraba, y abría las alas, bajo  las cuales corrían los pollitos amarillos a refugiarse. Se encerraban allí como en un bunker, asomando de vez en cuando la diminuta cabeza entre las plumas de su madre, como buscando el motivo  por el que mamá gallina los reclutó tan asustada. Cuando tenían unos días, a la masa de harina se le añadían berzas cocidas, y un poco más tarde se les daba granos de maíz machacados para que los pudieran tragar. Lo de machacar lo solían hacer los abuelos con un martillo, en los ratos que se sentaban en el portal de la casa para hacer los tarugos de las albarcas; o los críos, con una piedra sobre otra, antes de irse para la escuela.



            A los pocos días a los pollitos les asomaba el cálamo, que nosotros llamábamos cañón, que iba creciendo hasta convertirse en pluma; a los tres meses eran mozalbetes de buen ver, y mejor comer, pues se habían convertido en lo que se llamó “pollo tomatero”. Creo que a esa edad, asado al horno o guisado con salsa de tomate, estaban buenísimos.  Eso se lo oíamos contar a la gente que calzaba zapatos en lugar de alpargatas. Pues hubiera sido pecado mortal, (entonces pecado mortal lo eran muchísimas cosas), matar un animal tan pequeño sin esperar a que pusiera al menos un par de kilos y que fuera la fiesta del pueblo. Como fiesta del pueblo sólo lo era una vez a año, no se mataba más que un pollo. El resto de los machos se vendía en el mercado de Cabezón de la Sal para emplear ese dinero en aceite y azúcar comprados de estraperlo, y las hembras iban  al gallinero esperando a que se  les pusiera colorada la cara, señal de que en esos días empezarían por vez primera a pone huevos. Pero si tardaba un poco en ponerlos,  el ama de casa siempre impaciente,  cogía a la pobre polla, la ponía culo arriba, y utilizaba el meñique para introducirle en la cloaca, y respirar tranquila si topaba con la cáscara. Lo que no tengo muy claro es si ese mimo meñique es el que metía después en el cazo que tenía sobre la trébede en la lumbre, para comprobar si estaba suficientemente caliente para el desayuno de los críos.



            El gallinero era tan grande como le gustara a quien lo hacía. Dentro de él solía haber una pequeña caseta donde estaban los niales para que pusieran los huevos, y los palos aseladeros,  donde  al morir el día  se aselaban a dormir. La caseta tenía un olor especial, y los palos una costra, que cuando de algo o alguien quería decirse que estaba muy sucio, se le comparaba siempre con el palo de un seladero.



            Las gallinas de entonces comían todo lo que pillaban: Grano de maíz, moscas y mosquitos, berzas, hierbas tiernas, deshechos de comida humana, y hasta unas a otras como cualquiera de ellas tuviera una herida sangrante donde empezar a clavar el pico.



            El rey y señor del gallinero lo fue siempre el gallo. De cualquier raza que fuera se pavoneaba paseando de un lado para otro contemplando los quehaceres de su harem. Y era el primero en saludar  por las mañanas a los críos, cuando corriendo y desabrochándose por el camino los tirantes de los calzones, acudían en verano a hacer sus necesidades en semejante lugar, porque hasta eso aprovechaban las voraces gallinas para llenar el buche. Pero se les fastidió el festín cuando la modernidad ciudadana llegó a nuestras aldeas con el primer nombre de “cuartu bañáu”.

                Jesús González ©

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