Lo
dijo Lolo Pantorrilla el de Cabezón, cuando su hermano Chucho el guardia se
echó de novia a Tere la de Valeriano: “Y tene pollos y gallinas”. Lolo decía
“tene”, y no “tiene”, porque además de no
ser muy alcanzado de luces, tampoco pronunciaba muy bien que digamos. El hombre
quería decir, que la familia a la que su hermano acudió en busca de novia, no
era cualquier cosa. Cuando menos, como ganadería tenía eso, pollos y gallinas.
Y
es que en aquellos tiempos, además de vacas para tirar de la teta, de burros
para tirar de los cuévanos, y chones para que sus dueños pudieran tirar de
chorizo y jamón por lo menos en verano a la hora de hacer la siega, todo el mundo tenía junto a la cuadra, o en el
güertucu de al lado de casa, un
gallinero hecho con tela metálica de tres metros de altura.
Los
pollos no se compraban en los supermercados muertos y pelados dentro una
bandeja de poliespan y envueltos en
celofán, por tres razones principales, y una razón principalísima: Entonces no
había supermercados, no había poliespan, no se conocía el celofan; y la principalísima:
no había pollos para envasar.
Entonces
los pollos eran de pura artesanía; los manufacturaban generalmente las amas de
casa. Verás: La mujer tenía que vigilar muy estrechamente a las gallinas para
descubrir cuando alguna se ponía clueca. (Si no sabes lo que es “clueca”, lo
buscas en el diccionario, que lo explica muy bien. Si te lo explico yo, se va a
alargar demasiado la historia). Se les notaba en que se volvían un poco
tontorronas. Se aislaban del resto, buscaban los rincones y les cambiaba el
tono de voz. (En vez de “cra-cra-cá, hacen “clo-clo-có”) Descubierto esto, se
buscaba un cajón de madera porque de otra cosa no le había; dentro del cajón se ponía un buen puñado de
yerba seca, y sobre la yerba docena y media o dos docenas de huevos frescos y
que estuvieran “galláos”. Había mujeres que lo comprobaban mirándolos al
trasluz, mientras que otras los agitaban suavemente muy cerca de uno de sus
oídos. (Yo creo que ni las unas ni las otras sacaban nada en claro, pues
siempre terminaba la cosa por pudrirse
tres o cuatro de ellos). Sobre los huevos se colocaba la gallina clueca;
las había dóciles y responsables de su cometido, dispuestas a ser madres putativas sin ningún
problema, y desde el primer momento se quedaban en el nial. Pero las había
también con su amor propio, y bastaba que las pusieran allí a la fuerza, para a
la media vuelta saltarse del nido. A estas se les ponía una tabla o una tela
metálica sobre el cajón, y en cuanto se lograba que calentaran los huevos, ya
no los abandonaban.
Veintiún
días tardaban en romper la cáscara, y salir todos amarillos, como si fueran
chinos. Piaban sin cesar hasta que se les echaba un poco de harina de maíz
amasada con agua. Yo siempre me
pregunté y me sigo preguntando de quien
son familia los pollos, y qué clase de parentesco tienen entre sí. Son hijos de la gallina que los incubó, o de
la que puso el huevo de donde salió? Además, los huevos siempre eran de
distintas gallinas. ¿Qué clase de hermandad entre ellos? De la paternidad es más fácil sacar
conclusiones, si tenemos en cuenta que por lo general, en cada gallinero sólo
solía haber un gallo. Pero también se las solía soltar un rato todas las tardes
para que picotearan morugas y caracoles
por las callejas. Y las gallinas de entonces eran tan promiscuas las puñeteras
de ellas, que vete tu a saber de paternidades. (De ahí, lo de “esa es más… que las
gallinas”).
El
“clo-clo-có” de las cluecas duraba casi hasta que sus hijos se hacían
adultos. Es decir, hasta que las hembras
se hacían pollitas en edad de presumir. Y no te digo nada si sobre el corral
hacía círculos en el aire un milano o un cernícalo; entonces el “clo-clo-có” se
acentuaba, se aceleraba, y abría las alas, bajo
las cuales corrían los pollitos amarillos a refugiarse. Se encerraban
allí como en un bunker, asomando de vez en cuando la diminuta cabeza entre las
plumas de su madre, como buscando el motivo por el que mamá gallina los reclutó tan
asustada. Cuando tenían unos días, a la masa de harina se le añadían berzas
cocidas, y un poco más tarde se les daba granos de maíz machacados para que los
pudieran tragar. Lo de machacar lo solían hacer los abuelos con un martillo, en
los ratos que se sentaban en el portal de la casa para hacer los tarugos de las
albarcas; o los críos, con una piedra sobre otra, antes de irse para la escuela.
A
los pocos días a los pollitos les asomaba el cálamo, que nosotros llamábamos
cañón, que iba creciendo hasta convertirse en pluma; a los tres meses eran
mozalbetes de buen ver, y mejor comer, pues se habían convertido en lo que se
llamó “pollo tomatero”. Creo que a esa edad, asado al horno o guisado con salsa
de tomate, estaban buenísimos. Eso se lo
oíamos contar a la gente que calzaba zapatos en lugar de alpargatas. Pues
hubiera sido pecado mortal, (entonces pecado mortal lo eran muchísimas cosas),
matar un animal tan pequeño sin esperar a que pusiera al menos un par de kilos
y que fuera la fiesta del pueblo. Como fiesta del pueblo sólo lo era una vez a
año, no se mataba más que un pollo. El resto de los machos se vendía en el
mercado de Cabezón de la Sal para emplear ese dinero en aceite y azúcar
comprados de estraperlo, y las hembras iban al gallinero esperando a que se les pusiera colorada la cara, señal de que en
esos días empezarían por vez primera a pone huevos. Pero si tardaba un poco en
ponerlos, el ama de casa siempre
impaciente, cogía a la pobre polla, la
ponía culo arriba, y utilizaba el meñique para introducirle en la cloaca, y
respirar tranquila si topaba con la cáscara. Lo que no tengo muy claro es si
ese mimo meñique es el que metía después en el cazo que tenía sobre la trébede
en la lumbre, para comprobar si estaba suficientemente caliente para el
desayuno de los críos.
El
gallinero era tan grande como le gustara a quien lo hacía. Dentro de él solía
haber una pequeña caseta donde estaban los niales para que pusieran los huevos,
y los palos aseladeros, donde al morir el día se aselaban a dormir. La caseta tenía un olor
especial, y los palos una costra, que cuando de algo o alguien quería decirse
que estaba muy sucio, se le comparaba siempre con el palo de un seladero.
Las
gallinas de entonces comían todo lo que pillaban: Grano de maíz, moscas y
mosquitos, berzas, hierbas tiernas, deshechos de comida humana, y hasta unas a
otras como cualquiera de ellas tuviera una herida sangrante donde empezar a
clavar el pico.
El
rey y señor del gallinero lo fue siempre el gallo. De cualquier raza que fuera
se pavoneaba paseando de un lado para otro contemplando los quehaceres de su
harem. Y era el primero en saludar por
las mañanas a los críos, cuando corriendo y desabrochándose por el camino los
tirantes de los calzones, acudían en verano a hacer sus necesidades en
semejante lugar, porque hasta eso aprovechaban las voraces gallinas para llenar
el buche. Pero se les fastidió el festín cuando la modernidad ciudadana llegó a
nuestras aldeas con el primer nombre de “cuartu bañáu”.
Jesús González ©
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