Una
cosa era estar malo, y otra muy distinta estar enfermo. Estar malo era lo de
todos lo años: Catarros, anginas, tos
ferina, sarampión o paperas, porque creo que a la gripe no la conocíamos con ese nombre. Seguramente
la confundíamos con un catarro con fiebre y dolor de cabeza. “Pescó un
trancazu, que ni se puede mover”, solían decir las madres.
Lo
de estar enfermo, era algo mucho más serio. Había grados, claro. A mitad de
camino entre la malura y la enfermedad, se contaba la pleura, que era como un
catarrón agarrado al pecho y a los costados, del que costaba un triunfo
desembarazarse. Pero el enfermo de la posguerra, el auténtico enfermo, lo era
generalmente de tuberculosis. Fue como
una de las siete plagas de Egipto, pues fueron pocas las familias que se
libraron de ella. Y en la que entraba,
en tanto se pudiera se mantenía en secreto, porque el resto de la gente
se apartaba de ellos por temor al contagio. “No entres en casa de fulano, que
hay un tísico”.
Pero
lo que yo quiero referir, era lo de ponernos malos, que a veces hasta nos
gustaba porque nos dejaban unos días en cama sin ir a la escuela, y si no
estábamos muy “agarráos”, sacábamos a la cama lo que hoy llaman cómics, y que nosotros conocíamos como tebeos, y chistes de Roberto Alcázar y Pedrín,
o El Guerrero del Antifaz: La cosa empezaba por sentirnos un poco “amurniáos”
(Ahora la gente no se amurnia, se
encoge. Pero te juro que era mucho más bonito amurniáse, que además de
encogerte, te sobabas contra las faldas de la madre, y enseguida ella te ponía
la mano en la frente, y detectaba al canto la fiebre). Sin pensarlo dos veces, te mandaba a toda
velocidad a la cama, y por el primero que fuera a Vallines mandaba aviso a don
Tomás el médico para que te viniera a ver.
Lo
primero era ponerte sábanas limpias para que el médico las viera relucientes.
En la sala de mi casa había un “palancanero”
( y no palanganero, porque sobre él había una “palancana”, y no
palangana), de loza fina y blanca. En la parte baja tenía un cubo de porcelana
también blanca donde caía el agua después de lavarse; al frente un espejo
ovalado, y a izquierda y derecha dos toalleros donde ese día mi madre colgaba
las mejores toallas que había en la casa. Al lado, pero en el suelo, una jarra
llena de agua limpia, y sobre la jabonera de casco, una pastilla de jabón de
olor.
Yo
recuerdo a don Tomás siempre con sombrero y abrigo de paño como si todo el
tiempo fuera invierno. Llegaba a mi casa y subía las escaleras del piso alto
quitándose por el camino los guantes de ante, y tras él, mi madre subiéndole el maletín del que en cuanto
llegaba a mi cuarto sacaba el fonendoscopio, mientras me decía: “Siéntate
chico, y quítate la camiseta”. Me hacía cosquillas con el cristalín aquel tan
frío que me posaba sobre distintos sitios de la espalda, y después del pecho.
“Respira. No respires. Respira. Tose”. Me mandaba sacar la lengua, y cuando la
tenía fuera, me metía una espátula de acero inoxidable hasta la campanilla, que
casi me ahogaba. “Bien; lo que el chico tiene es sarampión” Cogía la jarra del
agua limpia, lo echaba en la palancana, y con el jabón de olor se lavaba las
manos antes de recetar. Se ponía el sombrero de paño, y mi madre le bajaba el
maletín hasta el portal.
Lo
primero que hacía después mi madre era cerrar las contraventanas de madera para
mitigar la claridad del día que entraba en la habitación, y poner un trapo
colorado a la bombilla de quince bujías
que colgaba del centro del techo de la habitación. Según comentaban las madres
de entonces, esto ayudaba a que brotara cuanto antes el sarpullido rojo, y
cuanto antes brotara, antes se curaba. Lo malo era que como el sarampión se
contagiaba, no venían mis amigos a pasar las tardes conmigo, lo que me obligaba
además de leer los chistes, releer una y otra vez un montón de Cuentos de
Calleja que tenía guardados en una caja de zapatillas.
Cuando
se hubo secado, mi madre volvió a
guardar el jabón de olor dentro del cartón color de rosa de donde le había
sacado, y allí permanecería hasta que algún invitado tuviera que volver a
lavarse las manos. Secó la palancana con un trapo blanco de una sábana rota,
echó el agua que aún quedaba en la jarra a los geranios que tenía en el
balcón, y de nuevo la normalidad reinó
en la casa.
El
resto de lo males eran parecidos, aunque con distintas sensaciones. Las anginas
dolían al tragar, y de poco servía que entonces mi madre se decidiera a matar
un pollo de los que había en el gallinero, que yo no encontraba la forma de
tomar aquel caldo que ella aseguraba y volvía a asegurar que resucitaba a los
muertos. Lo peor fue la tos ferina: Además de los esfuerzos para toser, de
dolerme la garganta y los costados, es que
sentía que me asfixiaba por momentos. Encima, el ruido estridente que
hacía al inspirar, causaba risa a los críos que no la tenían. De lo que sí nos
reíamos con ganas, era de los que tenían paperas, porque además de
huinchárseles las caras y deformar la fisonomía, les ponían un pañuelo grande
por debajo de la barbilla y atado en lo alto de la cabeza, con dos largas
puntas que parecían la orejas de un conejo.
Jesús González ©
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