martes, 3 de junio de 2014

Y DALE A LA BURRA



                 

            Lo sé, lo sé.  Siempre hablo de lo mismo: Las vacas, los burros, los chones, las gallinas…  Si  yo descendiera  de la pata del Cid, seguramente hablaría del Medievo, de Caballeros, de Tizonas o de Babiecas; y hasta quizás  pudiera  informaros  de si a la tatarabuela Jimena la obligaron o no, a llevar cinturón de castidad. Pero desciendo de un hombre que se levantaba temprano a picar el dalle para  luego ir a segar  el verde de las vacas, y de una mujer que se acostaba tarde porque tenía que repasar con hilo gordo, la punta de las alpargatas que yo rompía jugando en la bolera. Entonces, ¿qué quieres que te diga?



            Pues eso, que blanca y radiante como la novia del cantar, iba siempre la burra de Varisto a cualquier sitio que decidieran llevarla. Normalmente, tras ella íbamos Varisto y yo, unas veces con una carrabila en las manos, y otras con un buen tirapiedras por si se nos ponía algún gato a tiro.



            ¿El tirapiedras?  Si, hombre, el tirachinas que dicen por ahí. Pero es que nosotros  le usábamos para tirar  piedras,  y  no para tirar  chinas; que por ese nombre no conocíamos más que a las mamás de los chinitos aquellos para quienes nos pedían los sellos usados de las cartas que se recibían  en nuestras casas. Los solíamos hacer, (los tirapiedras, no los chinitos), con una jorcuca de cualquier  madera que cortábamos de una rama, dos tiras de goma de una cámara vieja de bicicleta, y un trozo de badana. Y gorrión que se nos ponía delante, gorrión que se iba con más vida de la que tenía porque no dábamos ni  una.



            Al Cabañucu tenía que ir Varisto a por una burrá  de verde, y cuando me llamó para que fuera con él, estaba yo sólo en la casa.  La víspera se había casado mi hermana, y como en aquel tiempo las bodas se solían hacer en la casa de la novia, la sala, que aún estaba sin recoger, parecía una taberna donde acabaran de dar un grito de ¡Fuego!, y todo el mundo  hubiera salido de estampida   abandonando copas y botellas.



            Y le dije: “Buenu, vamos ahora. Pero primero ven a tomar una copuca de moscatel”.  Vino corriendo que perdía el culo. Tomamos una copa de moscatel, luego otra de otra botella; después unas galletas de no sé qué, y después vimos unas botellas de anís la Campana y otras de María Brizar, y ni por un momento dudamos en probar de las dos para saber cual nos gustaba más.



            Nos costó un cojón poner los carpanchos de varas encima de la albarda de la burra blanca. Pero los pusimos. En uno metimos el dalle, y en otro el rastrillo. Intentamos montar nosotros, y ni por arrimar la burra  a un moriu. Nos resbalábamos que daba gusto. Así que arreamos al animal, y le seguimos agarrándonos cuando a una vara de  las del carpancho, cuando a la propia albarda, y hasta alguna vez que otra al rabo del animal que caminaba como si no se diera cuenta del par de elementos que la  íbamos arreando.



            Empezó a segar Varisto mientras se reía de una forma tan tonta, que,  yo, que iba detrás atropando, me contagié y empecé a  reír todavía mucho más tontamente. ´Él aseguró que le hacía reír el María Brizar, y yo le porfiaba que era el anís de la Campana.   Fui hasta el alambráu a buscar la burra que estaba amarrada a una estaca, y… (Jó, la verdad es que hablar de una burra, y decir “amarrada”, parece como que no pega muy bien). Así que repito: Fui a buscar la burra que estaba “amarrá” a una estaca, y cuando la estaba soltando, me llamó Varisto: “Oye, ven: mira que boca abre esto”.



            Se había resbalado y cortado con el dalle el músculo de la pantorrilla. Fue un corte sesgado, largo y profundo, que apenas sangraba. Pero efectivamente, tenía la forma de unos enormes labios rojos, y mientras yo casi me desmayaba  intentando vendárselo con la camisa, el María Brizar lo devolvía Varisto entre los dientes sin dejar de reírse a carcajadas.



            La burra blanca de Varisto, en aquel momento pareció mucho menos burra que nosotros, y nos miró con la cara seria y las orejas “echás palante” como diciendo, “pues la cosa no tiene ninguna gracia”.  Y se quedó quieta mientras le quitábamos los cuévanos aquellos de varas, para que se montara el amo herido.



            Cuando llegamos a casa la tía Cesárea puso el grito en el cielo. Le quitó la camisa sucia, le puso media sábana hecha tiras, y sin apearle de la burra blanca tomó de la mano el ramal, y caminó deprisa hasta Vallines para que don Tomás el médico le cosiera el roto. No hizo falta arrear la burra, que lista como el hambre, y con más sentido que los propios  cristianos,  caminó deprisa, y no paró hasta escuchar decir al médico:  “!Menuda borrachera trae  este chico!”

             Jesús González ©

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