Lo
sé, lo sé. Siempre hablo de lo mismo:
Las vacas, los burros, los chones, las gallinas… Si yo
descendiera de la pata del Cid,
seguramente hablaría del Medievo, de Caballeros, de Tizonas o de Babiecas; y
hasta quizás pudiera informaros
de si a la tatarabuela Jimena la obligaron o no, a llevar cinturón de
castidad. Pero desciendo de un hombre que se levantaba temprano a picar el
dalle para luego ir a segar el verde de las vacas, y de una mujer que se
acostaba tarde porque tenía que repasar con hilo gordo, la punta de las
alpargatas que yo rompía jugando en la bolera. Entonces, ¿qué quieres que te
diga?
Pues
eso, que blanca y radiante como la novia del cantar, iba siempre la burra de
Varisto a cualquier sitio que decidieran llevarla. Normalmente, tras ella
íbamos Varisto y yo, unas veces con una carrabila en las manos, y otras con un
buen tirapiedras por si se nos ponía algún gato a tiro.
¿El
tirapiedras? Si, hombre, el tirachinas
que dicen por ahí. Pero es que nosotros
le usábamos para tirar
piedras, y no para tirar
chinas; que por ese nombre no conocíamos más que a las mamás de los
chinitos aquellos para quienes nos pedían los sellos usados de las cartas que
se recibían en nuestras casas. Los
solíamos hacer, (los tirapiedras, no los chinitos), con una jorcuca de
cualquier madera que cortábamos de una
rama, dos tiras de goma de una cámara vieja de bicicleta, y un trozo de badana.
Y gorrión que se nos ponía delante, gorrión que se iba con más vida de la que
tenía porque no dábamos ni una.
Al
Cabañucu tenía que ir Varisto a por una burrá
de verde, y cuando me llamó para que fuera con él, estaba yo sólo en la
casa. La víspera se había casado mi
hermana, y como en aquel tiempo las bodas se solían hacer en la casa de la
novia, la sala, que aún estaba sin recoger, parecía una taberna donde acabaran
de dar un grito de ¡Fuego!, y todo el mundo
hubiera salido de estampida
abandonando copas y botellas.
Y
le dije: “Buenu, vamos ahora. Pero primero ven a tomar una copuca de
moscatel”. Vino corriendo que perdía el
culo. Tomamos una copa de moscatel, luego otra de otra botella; después unas
galletas de no sé qué, y después vimos unas botellas de anís la Campana y otras
de María Brizar, y ni por un momento dudamos en probar de las dos para saber
cual nos gustaba más.
Nos
costó un cojón poner los carpanchos de varas encima de la albarda de la burra
blanca. Pero los pusimos. En uno metimos el dalle, y en otro el rastrillo.
Intentamos montar nosotros, y ni por arrimar la burra a un moriu. Nos resbalábamos que daba gusto.
Así que arreamos al animal, y le seguimos agarrándonos cuando a una vara
de las del carpancho, cuando a la propia
albarda, y hasta alguna vez que otra al rabo del animal que caminaba como si no
se diera cuenta del par de elementos que la
íbamos arreando.
Empezó
a segar Varisto mientras se reía de una forma tan tonta, que, yo, que iba detrás atropando, me contagié y
empecé a reír todavía mucho más
tontamente. ´Él aseguró que le hacía reír el María Brizar, y yo le porfiaba que
era el anís de la Campana. Fui hasta
el alambráu a buscar la burra que estaba amarrada a una estaca, y… (Jó, la
verdad es que hablar de una burra, y decir “amarrada”, parece como que no pega muy
bien). Así que repito: Fui a buscar la burra que estaba “amarrá” a una estaca,
y cuando la estaba soltando, me llamó Varisto: “Oye, ven: mira que boca abre
esto”.
Se
había resbalado y cortado con el dalle el músculo de la pantorrilla. Fue un
corte sesgado, largo y profundo, que apenas sangraba. Pero efectivamente, tenía
la forma de unos enormes labios rojos, y mientras yo casi me desmayaba intentando vendárselo con la camisa, el María
Brizar lo devolvía Varisto entre los dientes sin dejar de reírse a carcajadas.
La
burra blanca de Varisto, en aquel momento pareció mucho menos burra que
nosotros, y nos miró con la cara seria y las orejas “echás palante” como
diciendo, “pues la cosa no tiene ninguna gracia”. Y se quedó quieta mientras le quitábamos los
cuévanos aquellos de varas, para que se montara el amo herido.
Cuando
llegamos a casa la tía Cesárea puso el grito en el cielo. Le quitó la camisa
sucia, le puso media sábana hecha tiras, y sin apearle de la burra blanca tomó
de la mano el ramal, y caminó deprisa hasta Vallines para que don Tomás el
médico le cosiera el roto. No hizo falta arrear la burra, que lista como el
hambre, y con más sentido que los propios
cristianos, caminó deprisa, y no
paró hasta escuchar decir al médico:
“!Menuda borrachera trae este
chico!”
Jesús González ©
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