sábado, 31 de mayo de 2014

LA BURRA DE VARISTO.



            Hoy es otro día de esos tontorrones que yo suelo tener cada dos o tres días. Son días, mejor dicho son ratos, (porque si fueran días ya hubiera tenido que tomar otras medidas para solucionar el problema), en que me siento a escribir con la intención de no aburrirme, y no encuentro tema sobre qué hacerlo.



            De repente el cerebro rebobinó como setenta y tantos años hacia atrás,  y la cadena de fotogramas  que tengo grabada en el subconsciente, se paró de improviso en la burra blanca de Varisto. La burra no era de Varisto, era de tiu Cofiño, su abuelo. Pero para mí, era de Varisto, porque si no hubiera sido con él, jamás hubiera yo trabado amistad con la burra de esta historia.



            Siempre me dio la impresión de que era una burra vieja; puede ser que se debiera a que como era blanca, yo la tomaba por canosa. Pero es que además no era de orejas vivas y empinadas, sino más bien caídas hacia adelante. Sobre todo la oreja izquierda que jamás levantó al menos en mi presencia.

           

            Pero sí, creo que puedo asegurar que la burra de Varisto era vieja, porque  jamás se soliviantaba. Nunca nos tiró una coz, ni siquiera intentó mordernos, con la cantidad de ocasiones que tuvo. Las pocas veces que le vi los dientes largos y amarillos, creo que fue cuando se reía de nuestras travesuras.  Una tranquilidad como la  de esta burra solo la proporcionan los años. Te lo digo por propia experiencia.



            La burra vivía junto a las vacas, en un rincón de la cuadra que tenía  el güelu de Varisto en el Coteru, y el  recuerdo  más antiguo que tengo de ella, es el del día que la fuimos a buscar  para subir montados en ella a la Jerra, con la intención de coger el carnero de un rebaño de ovejas que pastaban por allí, y caparle.



            No me peguntes de quien eran las ovejas, ni que delito había cometido el carnero para semejante castigo, porque no lo recuerdo. Sé que Varisto y yo nos habíamos peleado con algún crío del pueblo, hijo del dueño del rebaño, y que en venganza de ello le íbamos a capar el carnero para que no pudieran tener corderines.



            Estaba Varisto soltando el ramal de la burra del pesebre, cuando saltó una rata grande como un gato, y se apresuró a pisarla con la intención de matarla. El bicho  se refugió dando un salto y metiéndosele   pernera arriba del pantalón. “!Que me la come!” “!Que me la come!” Y por encima de la ropa atrapó con ambas manos al animal, y le apretó con tal fuerza que los chillidos de la rata se debieron escuchar a dos kilómetros de distancia. Varisto ni de coña soltaba su presa, y hube de soltarle y bajarle  los pantalones, para que el cadáver  del roedor cayera al suelo vilmente estrangulado.



            Subimos por la calleja del Tablón, que era por donde más escondido  estaba el camino de las miradas de las mujeres que todo lo espiaban, y más aquel día que era domingo, y no tenían otra cosa mejor que hacer.  Oye, la burra como una santa; pasucos cortos, despaciucu, cuando arrimá a una cuneta, y cuando a la otra, subió la cuesta con las orejas apuntando para adelante como si fueran antenas que van detectando las curvas, las rajas del camino y hasta los baches del suelo tortuoso. Y encima, yo que iba  montado detrás, sintiendo en mis posaderas  el movimiento de las patas traseras de la burra blanca, de vez en cuando le atizaba en los corvejones con la vara verde que había cortado de un zalce  nada más iniciar el camino del callejón.



            Llegamos a la Jerra , encontramos el rebaño, y… ¡ay, coño!  Carrera va, carrera viene, y no hubo forma de atrapar al carnero. Supongo que fue lo mejor que pudo ocurrir, porque si Varisto llega a haber sacado la navaja curva de su abuelo que traía en el balsillo, tanto como colgarnos de una viga, no creo; pero una buena paliza bien merecida, si nos hubiera caído encima.



            A la vuelta, con las orejas caídas bajábamos los tres: La burra y nosotros dos, que no habíamos conseguido nuestro propósito. No se enteró nadie de aquella excursión; y eso que lo temimos porque cuando salimos de la cuadra nos cruzamos con el Valentón, como  los dos  llamábamos a Saturnino el de Mariquita, que a su vez tenía la cuadra en la Corraliega delante de casa tiu Cofiño, y dijo Varisto : ¡”Verás ahora, en cuantu baje el Valentón a la cuadra, va y se lo cuenta a mi güelu”!  Pero nó.

             Jesús González ©

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