Hoy
es otro día de esos tontorrones que yo suelo tener cada dos o tres días. Son
días, mejor dicho son ratos, (porque si fueran días ya hubiera tenido que tomar
otras medidas para solucionar el problema), en que me siento a escribir con la
intención de no aburrirme, y no encuentro tema sobre qué hacerlo.
De
repente el cerebro rebobinó como setenta y tantos años hacia atrás, y la cadena de fotogramas que tengo grabada en el subconsciente, se paró
de improviso en la burra blanca de Varisto. La burra no era de Varisto, era de
tiu Cofiño, su abuelo. Pero para mí, era de Varisto, porque si no hubiera sido
con él, jamás hubiera yo trabado amistad con la burra de esta historia.
Siempre
me dio la impresión de que era una burra vieja; puede ser que se debiera a que
como era blanca, yo la tomaba por canosa. Pero es que además no era de orejas
vivas y empinadas, sino más bien caídas hacia adelante. Sobre todo la oreja
izquierda que jamás levantó al menos en mi presencia.
Pero
sí, creo que puedo asegurar que la burra de Varisto era vieja, porque jamás se soliviantaba. Nunca nos tiró una
coz, ni siquiera intentó mordernos, con la cantidad de ocasiones que tuvo. Las
pocas veces que le vi los dientes largos y amarillos, creo que fue cuando se
reía de nuestras travesuras. Una
tranquilidad como la de esta burra solo
la proporcionan los años. Te lo digo por propia experiencia.
La
burra vivía junto a las vacas, en un rincón de la cuadra que tenía el güelu de Varisto en el Coteru, y el recuerdo
más antiguo que tengo de ella, es el del día que la fuimos a buscar para subir montados en ella a la Jerra, con
la intención de coger el carnero de un rebaño de ovejas que pastaban por allí,
y caparle.
No
me peguntes de quien eran las ovejas, ni que delito había cometido el carnero
para semejante castigo, porque no lo recuerdo. Sé que Varisto y yo nos habíamos
peleado con algún crío del pueblo, hijo del dueño del rebaño, y que en venganza
de ello le íbamos a capar el carnero para que no pudieran tener corderines.
Estaba
Varisto soltando el ramal de la burra del pesebre, cuando saltó una rata grande
como un gato, y se apresuró a pisarla con la intención de matarla. El bicho se refugió dando un salto y metiéndosele pernera arriba del pantalón. “!Que me la
come!” “!Que me la come!” Y por encima de la ropa atrapó con ambas manos al
animal, y le apretó con tal fuerza que los chillidos de la rata se debieron
escuchar a dos kilómetros de distancia. Varisto ni de coña soltaba su presa, y
hube de soltarle y bajarle los
pantalones, para que el cadáver del
roedor cayera al suelo vilmente estrangulado.
Subimos
por la calleja del Tablón, que era por donde más escondido estaba el camino de las miradas de las
mujeres que todo lo espiaban, y más aquel día que era domingo, y no tenían otra
cosa mejor que hacer. Oye, la burra como
una santa; pasucos cortos, despaciucu, cuando arrimá a una cuneta, y cuando a
la otra, subió la cuesta con las orejas apuntando para adelante como si fueran
antenas que van detectando las curvas, las rajas del camino y hasta los baches
del suelo tortuoso. Y encima, yo que iba
montado detrás, sintiendo en mis posaderas el movimiento de las patas traseras de la
burra blanca, de vez en cuando le atizaba en los corvejones con la vara verde
que había cortado de un zalce nada más
iniciar el camino del callejón.
Llegamos
a la Jerra , encontramos el rebaño, y… ¡ay, coño! Carrera va, carrera viene, y no hubo forma de
atrapar al carnero. Supongo que fue lo mejor que pudo ocurrir, porque si
Varisto llega a haber sacado la navaja curva de su abuelo que traía en el
balsillo, tanto como colgarnos de una viga, no creo; pero una buena paliza bien
merecida, si nos hubiera caído encima.
A
la vuelta, con las orejas caídas bajábamos los tres: La burra y nosotros dos,
que no habíamos conseguido nuestro propósito. No se enteró nadie de aquella
excursión; y eso que lo temimos porque cuando salimos de la cuadra nos cruzamos
con el Valentón, como los dos llamábamos a Saturnino el de Mariquita, que a
su vez tenía la cuadra en la Corraliega delante de casa tiu Cofiño, y dijo
Varisto : ¡”Verás ahora, en cuantu baje el Valentón a la cuadra, va y se lo
cuenta a mi güelu”! Pero nó.
Jesús González ©
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