jueves, 5 de junio de 2014

CASI COMO EL EXTRANJERO




            Nunca leí libro más extraño. De Albert Camus conocía  solamente La Peste, que nada tiene que ver con El Extranjero. Llevaba leídas media docena de páginas de este último, cuando me recordó otro cuyo título he olvidado, y que leí hace tiempo sobre la vida de un niño con síndrome de asperger.   Pienso que el protagonista de éste, padecía la misma enfermedad  de aquel niño, aunque ni él,  ni el autor,  se habían apercibido de  ello.

            Bueno, pues lo mismo que El Extranjero, estoy yo ahora mismo: Olvido el pasado,  porque como ya pasó, poco me importa, y no me preocupa demasiado el futuro porque a lo mejor, no llego.

            Pero como me apetece escribir,   obviando el pasado y no importándome el porvenir, narraré  lo que hice  hoy, intentando copiar  la parquedad de palabras y al mismo tiempo la minuciosidad  con que El Extrajero  describe sus actos.   Como es lógico,  hay una gran diferencia:  La lectura de Albert Camus, engancha. Lo que yo escribo, si todavía no te ha cansado, déjalo en cuanto sientas los primeros síntomas, porque la cosa no va a mejorar.
 
            A las cuatro de la mañana tuve conciencia del nuevo día cuando la presión  de la próstata  me hizo acudir al baño. Después volví a dormir profundamente hasta que antes de dar las ocho, el alba arañó los resquicios de mi ventana. Volví al baño, y después estiré la ropa de mi cama. En la cama de al lado mi mujer, que  se había despertado primero que yo,  me pidió que subiera la persiana, y la informara del cariz del día. Las nubes bajas ocultaban los Picos de Europa, y la condensación de la bruma sobre las lomas cercanas, transformaba los  tonos verdes en tímidos azules. Casi a mis pies, la marea creciente llenaba con prisa la Marisma de Pombo  de agua salada. Me vestí, y volví al baño para lavarme las manos.  En la cocina puse un vaso grande de leche semi-desnatada  en el microondas.  Abrí las ventanas, contemplé desde otro ángulo el aspecto del día, y estiré una servilleta grande de tela azul sobre la mesa redonda. Puse una cucharilla de café soluble en la leche caliente, y le añadí cuatro más de azúcar antes de cortar un trozo de pan. Es de siempre mi único desayuno, salvo cuando estoy fuera de casa.

            Bajé al garaje, y en otro baño que hay en él, me atusé con un cepillo los pocos pelos que me quedan. Me suelo afeitar cada dos días, pero hoy como es domingo me volví a pasar la desechable, que yo desecho cada tres afeitados. ­

            Salí a la calle, y ni frío ni calor. (A esto le llaman los graciosos cero grados).  Miré unos esquejes de petunias azules que planté con la esperanza de que arraiguen,  e inicié mi habitual paseo por toda la huerta.

            Como los pájaros me comían las fresas, les puse una malla, y ya no me las comen. Ahora se encargan de hacerlo las lagartijas, Los manzanos en flor me hicieron rememorar a mi amigo Robert Müller, un suizo que fue jefe de fabricación en Nestlé, de la Penilla, y que con harta frecuencia solía cantar La Fleur du Pommier, de Édith Piaf, pero rechacé el recuerdo porque Robert murió hace tiempo, y no me agrada recordarlo Las hojas de los manzanos se arrugan por efecto del   pulgón, pero debo esperar a que cuaje la flor antes de tratarlos con el insecticida correspondiente,  Los ratones de campo se hicieron los dueños de mi huerto;  roen las raíces de las berenjenas, y se comen las cebollas que están empezando a formarse. Tendré que hacer pasar por sus galerías en la tierra, una manguera con gas butano. No sé porqué,  en este momento  acude a mi cerebro una imagen  de judíos flacos y de nazis rechonchos.

.           Pensaba poner sulfato de cobre a las plantas de tomate, cuando mi mujer me avisó de que era la hora de arreglarnos para ir a misa. Voy a misa todos los domingos y fiestas de guardar, aunque no sé muy bien porqué lo hago. Puede  que sea porque me lo inculcaron de chico, aunque también yo se lo inculqué a mis hijos y estos creo que no van nunca. Si por cualquier motivo un domingo  no lo hago, tampoco pasa nada, y ni siquiera me preocupa.  Siempre tuve bastante inquietud religiosa, aunque también siempre con una fe bastante escasa, porque encuentro muchas cosas que no me encajan. Parece una incongruencia, pero es así. Dicen que la fe  hay que aceptarla con los ojos cerrados, pero yo no puedo evitar razonarla. Y por ejemplo, si yo escucho todos los domingos decir al sacerdote cuando consagra, Esta es la sangre de la alianza, nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados,  ¿en razón de qué puede después hablarme nadie de condenación eterna?

            Me vestí con ropa más decente, y bajamos a misa. Para no ir, necesito tener un motivo. Creo que el catecismo del padre Astete que aprendí de memoria cuando era crío, me marcó para siempre. De todos modos prefiero esta doctrina, que otra que aconseje comer a costa del sudor ajeno.

            Había dos mendigos pidiendo a la puerta de la capilla de la Barquera, y les dí cincuenta céntimos a cada uno. ¡Hay que joderse! ¡Medio café  a cada boca!  Creo que el padre Astete me inculcó un catolicismo de mucha misa y de poca caridad. Pero soy así, y además, no hago nada por remediarlo.

            Como siempre, mientras el cura celebraba, yo repasaba mentalmente la vida de mis siete nietos. Lo comprenderás cuando seas abuelo. Y cuando casi al final dice eso de “mi paz os doy, mi paz os dejo”,  yo siempre me recuerdo de  un juego de niñas de cuando yo era crío, que decía: “Por aquí me voy, por aquí me vengo…  O sea, que estuve, pero no me enteré. Creo que lo mejor de la misa es algo relativamente moderno. Lo de darse la gente la paz. Lo malo es que de todo lo bueno hacemos una rutina.  La paz en la iglesia, que cuando salga fuera ya contaré a quien quiera escucharme todas tus miserias.

            A la salida, fuera de la Capilla, hablé del tiempo con dos o tres personas que me dijeron que hacía buen día. Pensé informarles que confundían el padecimiento de mis sentidos: que soy sordo y no  ciego. Pero mucha gente no tiene sentido del humor, y  les respondí de la misma manera: La marea está subiendo. Ya lo veo, coño. También veo yo como está el día, y no contesto con tanta petulancia.

            Ya en casa leí el Semanal que me dieron con El Diario Montañés cuando le compré en la gasolinera. Siempre le encuentro algo interesante. Al  Semanal, digo, porque el Diario… Bueno, ya sabes, el papel aguanta todo lo que le pongan. Donde si disfruté de veras fue leyendo en Cantabria Occidental el precioso relato que escribió mi compañera del Taller, Isabel Bascarán,

            Volví a la huerta, y contemplé planta por planta. Es que tengo alma de campesino, pero además es que aprendo mucho de cualquiera de ellas. Sobre todo a ser agradecido. Ellas agradecen como nadie los cuidados. Lo observo en su forma de crecer cuando las riego o abono; no es que crecen, es que se estiran para sonreírme abriendo una hoja nueva.            

            Volví a la casa por  la puerta del garaje, y subí a la cocina para comer una naranja. Lo suelo hacer casi siempre a media mañana. Soy poco amigo de fruta, y cuando se acaba la temporada de naranjas, solo tomo fruta de forma esporádica y jamás como postre.

            Después puse el mantel sobre la mesa. Mi mujer miró el reloj; eran las doce y media. Después me miró a mí, y se echó a reír.  Demasiado pronto para comer. Cogí El Extranjero, y me senté en una butaca para releer algún capítulo. No me concentraba, y me levanté a preparar el postre. Casi todo el mundo sabe que soy goloso. A lo mejor tú no lo sabías, pero ahora ya estás enterado. Troceo muy menudos cuatro fresones grandes en un vaso también grande, y le pongo dos cucharillas de azúcar. Después añado un yogur tipo griego, y otras dos cucharillas de azúcar. A continuación lo bato, y queda macerando hasta después de comer.  Haz la prueba, y verás que bueno está. Si no lo encuentras en su punto puedes añadirle un par de cucharillas de azúcar más. Yo lo hago a veces, y está mucho mejor. Ya te dije que soy goloso 

            Puse la tele porque solemos verla mientras comemos. Los domingos a esta hora rara vez encuentro algo interesante. A otras horas tampoco lo encuentro; pero por lo menos, lo busco. Coliflor rebozada. A mí me gusta chorreada de zumo de limón; mi mujer la come  con mayonesa, que casi siempre soy yo quien la hace en la casa. Muy fácil, y muy buena. Sobre todo para el gusto de mi familia. Un huevo entero, un poco de sal, medio diente de ajo, media cucharilla de salsa de mostaza de Dijon, y una pizca de azúcar. Un chorro de aceite de oliva, y batidora que te crió. Después aumento con aceite de girasol, y vinagre al gusto. Detrás una chuletillas de cordero fritas, y una ensalada con lechuga y pepino de la huerta. Entre plato y plato, dos cápsulas de Hydrea, y una pastilla de Adiro, para evitar que las plaquetas se me amontonen en la sangre. Las fresas con el yogur frío, una delicia;  lo malo es que llego enseguida hasta el culo del vaso. Pero como no desisto arrebaño con la cucharilla, y aunque esté feo decirlo, después  la lamo por arriba y por abajo.

            En la cocina, que está partida en dos, hay un par de butacas donde reposamos la comida viendo el telediario. Sé positivamente que también nos cuenta muchas mentiras, pero… ¿Qué porqué lo sé? Mira: Una manifestación, una huelga. Los sindicatos dicen que fueron mil y la madre. La policía, que fueron cuatro gatos. Como comprenderás, las dos cosas no pueden ser. Y claro, me duermo. Pongo los pies encima de una silla, y casi recto soy como un para rayos. En este caso un para sueños.
            Rara vez me ducho por las mañanas. Y menos los domingos, que lo suelo hacer por las tardes antes de bajar al pueblo a dar una vuelta. Me gusta  sentarme un rato en los bancos de la bolera. Es evocadora la música de los birles que tiran cuatro o cinco bolos. O la explosión de un estacazo bien dado en el primer bolo del centro.

            Es el momento de reunirnos con los amigos. Dos o tres parejas, y hasta seis o siete en verano. Antes paseábamos por el parque, pero este verano lo preveo difícil. Lo más defectuoso que tengo son las piernas, y se quejan del peso del cuerpo. Así que  yo al menos, me sentaré pronto en la cafetería. La mayor parte somos adictos al chocolate, y hemos encontrado un sitio que nos lo hacen al gusto de cada uno. Este domingo sólo éramos cuatro, y después de limpiarnos el morro con las servilletas de papel, y de que nos limpiaran la mesa de de los restos de los hojaldres, jugamos dos partidas al chinchón. Al escribir esto me recordé de los dos pobres que esta mañana despaché con cincuenta céntimos a cada uno. No hay derecho a que la vida sea tan injusta con algunos. Pero que lo arreglen otros, a mi me es mucho más cómodo imitar al avestruz escondiendo la cabeza debajo del ala. ¡Y luego exigimos  que el mundo sea mejor!

            Como no quiero seguir sintiéndome culpable, a las diez nos fuimos para casa.  Sólo un vaso de descafeinado para tomar otra pastilla que contrarreste no sé qué efectos de las pastillas del medio día,  mear, y a la cama. Siempre enciendo un televisor pequeño que hay en el dormitorio, pero nunca veo nada.  Dice mi mujer que a los tres minutos, ya estoy roncando.  Yo por más atención que  pongo, nunca me oigo. La sordera que tengo debe ser muy acentuada…

               Jesús González ©

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