Nunca
leí libro más extraño. De Albert Camus conocía solamente La
Peste, que nada tiene que ver con El
Extranjero. Llevaba leídas media docena de páginas de este último, cuando
me recordó otro cuyo título he olvidado, y que leí hace tiempo sobre la vida de
un niño con síndrome de asperger.
Pienso que el protagonista de éste, padecía la misma enfermedad de aquel niño, aunque ni él, ni el autor, se habían apercibido de ello.
Bueno,
pues lo mismo que El Extranjero,
estoy yo ahora mismo: Olvido el pasado,
porque como ya pasó, poco me importa, y no me preocupa demasiado el
futuro porque a lo mejor, no llego.
Pero
como me apetece escribir, obviando el
pasado y no importándome el porvenir, narraré lo que hice
hoy, intentando copiar la
parquedad de palabras y al mismo tiempo la minuciosidad con que El
Extrajero describe sus actos. Como es
lógico, hay una gran diferencia: La lectura de Albert Camus, engancha. Lo que
yo escribo, si todavía no te ha cansado, déjalo en cuanto sientas los primeros
síntomas, porque la cosa no va a mejorar.
A
las cuatro de la mañana tuve conciencia del nuevo día cuando la presión de la próstata me hizo acudir al baño. Después volví a
dormir profundamente hasta que antes de dar las ocho, el alba arañó los
resquicios de mi ventana. Volví al baño, y después estiré la ropa de mi cama. En
la cama de al lado mi mujer, que se
había despertado primero que yo, me
pidió que subiera la persiana, y la informara del cariz del día. Las nubes
bajas ocultaban los Picos de Europa, y la condensación de la bruma sobre las
lomas cercanas, transformaba los tonos
verdes en tímidos azules. Casi a mis pies, la marea creciente llenaba con prisa
la Marisma de Pombo de agua salada. Me
vestí, y volví al baño para lavarme las manos.
En la cocina puse un vaso grande de leche semi-desnatada en el microondas. Abrí las ventanas, contemplé desde otro
ángulo el aspecto del día, y estiré una servilleta grande de tela azul sobre la
mesa redonda. Puse una cucharilla de café soluble en la leche caliente, y le
añadí cuatro más de azúcar antes de cortar un trozo de pan. Es de siempre mi
único desayuno, salvo cuando estoy fuera de casa.
Bajé
al garaje, y en otro baño que hay en él, me atusé con un cepillo los pocos
pelos que me quedan. Me suelo afeitar cada dos días, pero hoy como es domingo
me volví a pasar la desechable, que yo desecho cada tres afeitados.
Salí
a la calle, y ni frío ni calor. (A esto le llaman los graciosos cero grados). Miré unos esquejes de petunias azules que
planté con la esperanza de que arraiguen,
e inicié mi habitual paseo por toda la huerta.
Como
los pájaros me comían las fresas, les puse una malla, y ya no me las comen.
Ahora se encargan de hacerlo las lagartijas, Los manzanos en flor me hicieron
rememorar a mi amigo Robert Müller, un suizo que fue jefe de fabricación en
Nestlé, de la Penilla, y que con harta frecuencia solía cantar La Fleur du Pommier, de Édith Piaf, pero
rechacé el recuerdo porque Robert murió hace tiempo, y no me agrada recordarlo Las hojas de los manzanos se arrugan por
efecto del pulgón, pero debo esperar a
que cuaje la flor antes de tratarlos con el insecticida correspondiente, Los ratones de campo se hicieron los dueños
de mi huerto; roen las raíces de las
berenjenas, y se comen las cebollas que están empezando a formarse. Tendré que
hacer pasar por sus galerías en la tierra, una manguera con gas butano. No sé
porqué, en este momento acude a mi cerebro una imagen de judíos flacos y de nazis rechonchos.
.
Pensaba poner sulfato de
cobre a las plantas de tomate, cuando mi mujer me avisó de que era la hora de
arreglarnos para ir a misa. Voy a misa todos los domingos y fiestas de guardar,
aunque no sé muy bien porqué lo hago. Puede que sea porque me lo inculcaron de chico,
aunque también yo se lo inculqué a mis hijos y estos creo que no van nunca. Si
por cualquier motivo un domingo no lo
hago, tampoco pasa nada, y ni siquiera me preocupa. Siempre tuve bastante inquietud religiosa,
aunque también siempre con una fe bastante escasa, porque encuentro muchas
cosas que no me encajan. Parece una incongruencia, pero es así. Dicen que la
fe hay que aceptarla con los ojos
cerrados, pero yo no puedo evitar razonarla. Y por ejemplo, si yo escucho todos
los domingos decir al sacerdote cuando consagra, Esta es la sangre de la alianza, nueva y eterna que será derramada por
vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados, ¿en razón de qué puede después hablarme nadie de condenación eterna?
Me
vestí con ropa más decente, y bajamos a misa. Para no ir, necesito tener un
motivo. Creo que el catecismo del padre Astete que aprendí de memoria cuando
era crío, me marcó para siempre. De todos modos prefiero esta doctrina, que
otra que aconseje comer a costa del sudor ajeno.
Había
dos mendigos pidiendo a la puerta de la capilla de la Barquera, y les dí cincuenta
céntimos a cada uno. ¡Hay que joderse! ¡Medio café a cada boca!
Creo que el padre Astete me inculcó un catolicismo de mucha misa y de
poca caridad. Pero soy así, y además, no hago nada por remediarlo.
Como
siempre, mientras el cura celebraba, yo repasaba mentalmente la vida de mis
siete nietos. Lo comprenderás cuando seas abuelo. Y cuando casi al final dice
eso de “mi paz os doy, mi paz os dejo”, yo siempre me recuerdo de un juego de niñas de cuando yo era crío, que
decía: “Por aquí me voy, por aquí me
vengo… O sea, que estuve, pero no me
enteré. Creo que lo mejor de la misa es algo relativamente moderno. Lo de darse
la gente la paz. Lo malo es que de todo lo bueno hacemos una rutina. La paz en la iglesia, que cuando salga fuera
ya contaré a quien quiera escucharme todas tus miserias.
A
la salida, fuera de la Capilla, hablé del tiempo con dos o tres personas que me
dijeron que hacía buen día. Pensé informarles que confundían el padecimiento de
mis sentidos: que soy sordo y no ciego. Pero
mucha gente no tiene sentido del humor, y
les respondí de la misma manera: La marea está subiendo. Ya lo veo,
coño. También veo yo como está el día, y no contesto con tanta petulancia.
Ya
en casa leí el Semanal que me dieron con El Diario Montañés cuando le compré en
la gasolinera. Siempre le encuentro algo interesante. Al Semanal, digo, porque el Diario… Bueno, ya
sabes, el papel aguanta todo lo que le pongan. Donde si disfruté de veras fue
leyendo en Cantabria Occidental el precioso relato que escribió mi compañera
del Taller, Isabel Bascarán,
Volví
a la huerta, y contemplé planta por planta. Es que tengo alma de campesino,
pero además es que aprendo mucho de cualquiera de ellas. Sobre todo a ser
agradecido. Ellas agradecen como nadie los cuidados. Lo observo en su forma de
crecer cuando las riego o abono; no es que crecen, es que se estiran para
sonreírme abriendo una hoja nueva.
Volví
a la casa por la puerta del garaje, y
subí a la cocina para comer una naranja. Lo suelo hacer casi siempre a media
mañana. Soy poco amigo de fruta, y cuando se acaba la temporada de naranjas,
solo tomo fruta de forma esporádica y jamás como postre.
Después
puse el mantel sobre la mesa. Mi mujer miró el reloj; eran las doce y media.
Después me miró a mí, y se echó a reír.
Demasiado pronto para comer. Cogí El
Extranjero, y me senté en una butaca para releer algún capítulo. No me
concentraba, y me levanté a preparar el postre. Casi todo el mundo sabe que soy
goloso. A lo mejor tú no lo sabías, pero ahora ya estás enterado. Troceo muy
menudos cuatro fresones grandes en un vaso también grande, y le pongo dos
cucharillas de azúcar. Después añado un yogur tipo griego, y otras dos cucharillas
de azúcar. A continuación lo bato, y queda macerando hasta después de
comer. Haz la prueba, y verás que bueno
está. Si no lo encuentras en su punto puedes añadirle un par de cucharillas de
azúcar más. Yo lo hago a veces, y está mucho mejor. Ya te dije que soy goloso
Puse
la tele porque solemos verla mientras comemos. Los domingos a esta hora rara
vez encuentro algo interesante. A otras horas tampoco lo encuentro; pero por lo
menos, lo busco. Coliflor rebozada. A mí me gusta chorreada de zumo de limón;
mi mujer la come con mayonesa, que casi
siempre soy yo quien la hace en la casa. Muy fácil, y muy buena. Sobre todo
para el gusto de mi familia. Un huevo entero, un poco de sal, medio diente de
ajo, media cucharilla de salsa de mostaza de Dijon, y una pizca de azúcar. Un
chorro de aceite de oliva, y batidora que te crió. Después aumento con aceite
de girasol, y vinagre al gusto. Detrás una chuletillas de cordero fritas, y una
ensalada con lechuga y pepino de la huerta. Entre plato y plato, dos cápsulas
de Hydrea, y una pastilla de Adiro, para evitar que las plaquetas se me
amontonen en la sangre. Las fresas con el yogur frío, una delicia; lo malo es que llego enseguida hasta el culo
del vaso. Pero como no desisto arrebaño con la cucharilla, y aunque esté feo
decirlo, después la lamo por arriba y
por abajo.
En
la cocina, que está partida en dos, hay un par de butacas donde reposamos la
comida viendo el telediario. Sé positivamente que también nos cuenta muchas
mentiras, pero… ¿Qué porqué lo sé? Mira: Una manifestación, una huelga. Los
sindicatos dicen que fueron mil y la madre. La policía, que fueron cuatro
gatos. Como comprenderás, las dos cosas no pueden ser. Y claro, me duermo.
Pongo los pies encima de una silla, y casi recto soy como un para rayos. En
este caso un para sueños.
Rara
vez me ducho por las mañanas. Y menos los domingos, que lo suelo hacer por las
tardes antes de bajar al pueblo a dar una vuelta. Me gusta sentarme un rato en los bancos de la bolera.
Es evocadora la música de los birles que tiran cuatro o cinco bolos. O la
explosión de un estacazo bien dado en el primer bolo del centro.
Es
el momento de reunirnos con los amigos. Dos o tres parejas, y hasta seis o
siete en verano. Antes paseábamos por el parque, pero este verano lo preveo
difícil. Lo más defectuoso que tengo son las piernas, y se quejan del peso del
cuerpo. Así que yo al menos, me sentaré
pronto en la cafetería. La mayor parte somos adictos al chocolate, y hemos
encontrado un sitio que nos lo hacen al gusto de cada uno. Este domingo sólo
éramos cuatro, y después de limpiarnos el morro con las servilletas de papel, y
de que nos limpiaran la mesa de de los restos de los hojaldres, jugamos dos
partidas al chinchón. Al escribir esto me recordé de los dos pobres que esta
mañana despaché con cincuenta céntimos a cada uno. No hay derecho a que la vida
sea tan injusta con algunos. Pero que lo arreglen otros, a mi me es mucho más
cómodo imitar al avestruz escondiendo la cabeza debajo del ala. ¡Y luego
exigimos que el mundo sea mejor!
Como
no quiero seguir sintiéndome culpable, a las diez nos fuimos para casa. Sólo un vaso de descafeinado para tomar otra pastilla que contrarreste no sé qué
efectos de las pastillas del medio día,
mear, y a la cama. Siempre enciendo un televisor pequeño que hay en el
dormitorio, pero nunca veo nada. Dice mi
mujer que a los tres minutos, ya estoy roncando. Yo por más atención que pongo, nunca me oigo. La sordera que tengo
debe ser muy acentuada…
Jesús González ©
No hay comentarios:
Publicar un comentario