Les envolvía la penumbra. En el
centro de la pequeña mesa cubierta con un mantel de blanco encaje trenzado, una
vela solitaria apenas bañaba con su trémula luz amarilla los platos de fina
porcelana, las copas de delicado cristal, los cubiertos de plata bruñida y sus
rostros, como si se encontraran en una solitaria isla de tenue luz flotando en
un mar de íntima oscuridad. Suavemente, dulcemente, en un volumen bajísimo que
invitaba al susurro más que a la conversación, un piano derramaba desde la negrura
las notas mágicas de un nocturno de Chopin.
Se miraban en silencio, sin
comer, sin beber. Sus ojos brillaban a la luz de la vela con destellos
febriles. Los labios insinuaban una sonrisa, en un elocuente lenguaje sin
palabras que esperaba igual respuesta. Una mano hizo ademán de alcanzar la copa
de vino, pero se detuvo antes de llegar a su destino, yaciente sobre el mantel,
pidiendo mudamente que otra mano aceptara la invitación de una caricia. Llegó
el roce delicado, titubeante, de la yema de un dedo, inseguro de si habría
interpretado bien el gesto o si la mano se retiraría ante su contacto. Bailaron
la sutil danza de las aproximaciones sucesivas hasta que sus manos se unieron
plenamente, los dedos entrelazados. Suspiraron. Sintieron el deseo brotar como el
agua de un manantial. No tenían necesidad de palabras. Les bastaba con las
caricias, con la intensidad brillante de sus miradas, con el ritmo acelerado de
su respiración.
Con las últimas notas del piano, alzaron
las copas y brindaron por su inicio en la senda del amor.
―Te quiero, Víctor.
―Te quiero, Ramón.
José-Pedro Cladera ©
2 comentarios:
Escribe guiones para películas de suspense. Los desenlaces son de lo más inesperado. Jesús
Como siga por este camino (Víctor y Ramón), igual acabo con Almodóvar. Mejor cambio el rumbo...
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