viernes, 9 de mayo de 2014

AMOR




Les envolvía la penumbra. En el centro de la pequeña mesa cubierta con un mantel de blanco encaje trenzado, una vela solitaria apenas bañaba con su trémula luz amarilla los platos de fina porcelana, las copas de delicado cristal, los cubiertos de plata bruñida y sus rostros, como si se encontraran en una solitaria isla de tenue luz flotando en un mar de íntima oscuridad. Suavemente, dulcemente, en un volumen bajísimo que invitaba al susurro más que a la conversación, un piano derramaba desde la negrura las notas mágicas de un nocturno de Chopin. 


Se miraban en silencio, sin comer, sin beber. Sus ojos brillaban a la luz de la vela con destellos febriles. Los labios insinuaban una sonrisa, en un elocuente lenguaje sin palabras que esperaba igual respuesta. Una mano hizo ademán de alcanzar la copa de vino, pero se detuvo antes de llegar a su destino, yaciente sobre el mantel, pidiendo mudamente que otra mano aceptara la invitación de una caricia. Llegó el roce delicado, titubeante, de la yema de un dedo, inseguro de si habría interpretado bien el gesto o si la mano se retiraría ante su contacto. Bailaron la sutil danza de las aproximaciones sucesivas hasta que sus manos se unieron plenamente, los dedos entrelazados. Suspiraron. Sintieron el deseo brotar como el agua de un manantial. No tenían necesidad de palabras. Les bastaba con las caricias, con la intensidad brillante de sus miradas, con el ritmo acelerado de su respiración.


Con las últimas notas del piano, alzaron las copas y brindaron por su inicio en la senda del amor.


―Te quiero, Víctor.


―Te quiero, Ramón.

          
                                        José-Pedro Cladera ©

2 comentarios:

Anónimo dijo...



Escribe guiones para películas de suspense. Los desenlaces son de lo más inesperado. Jesús

Pedro dijo...

Como siga por este camino (Víctor y Ramón), igual acabo con Almodóvar. Mejor cambio el rumbo...