Las
antiguas. Las de entonces. Las que tú no conociste, cuyo recuerdo a mi me
transporta a una forma de vida que fue poco menos que miserable, pero tan llena
de unión familiar y calor hogareño, que quedó marcada como a fuego en un lugar
preferente de mi memoria.
Entonces nadie conocía a Papá Noel, ni nadie había
escuchado hablar de Santa Claus ni San
Nicolás, ni del Viejo, que al fin y al cabo todos ellos no eran más que uno
sólo al que parecía no haberle encontrado un nombre definitivo y concreto, por lo que nadie
soñaba con que dicho personaje se colara por las anchas chimeneas de mi pueblo.
A los críos de mi edad nos traían los juguetes
los Reyes Magos, que eran tres y venían montados en camellos auténticos que
ponían las pezuñas en el suelo para caminar como Dios manda, y no en una carroza tirada por un par de renos que en
lugar de andar volaban como los pájaros. Además, a nosotros nos dejaban los
juguetes en la zapatilla que poníamos en el balcón o en la ventana del dormitorio,
que para eso la habíamos cepillado la víspera con la mayor de las ilusiones, y
con el cepillo fuerte de cepillar las vacas de la cuadra, para que le arrancara
hasta la última brizna de tierra o barro que tuvieran pegada.
Por
las chimeneas de mi pueblo, no entraba nadie. Estaban hechas únicamente para
que saliera el humo de la lumbre que se
hacía sobre la media docena de ladrillos reflectáreos que había en el centro
del fogón. Sólo mi güela Lorenza temía
las noches de tormenta que se colara por ella algún rayo de aquellos cuya luz
entraba en la cocina hasta con las contraventanas de madera cerradas, y para evitarlo echaba
mano al rosario, y repetía con la mayor de las convicciones: “Santa Bárbara
bendita, que en el cielo estás inscrita,
con papel y agua bendita, en el coro de Jesús; Padre nuestro, amén Jesús”. Y te
juro que lo evitaba; al menos yo nunca vi entrar por allí un rayo.
Lo
que si vi alguna vez fue caer terrones de “sarru” gordos como puños. Era el
aviso de que urgía limpiar la chimenea, si no queríamos que el dia menos
pensado se prendiera fuego. Verás: Para empezar, es que en el llar, se colocaba
un “trabeseru” de madera sobre el que se apoyaban unos escajos bien secos; sobre los escajos, unas gárabas
delgaúcas, y sobre ellas otras un pocu más gordas. Se encendían los escajos con
cerillas, porque un mechero de gasolina era un lujo que no tenía todo el mundo,
y cuando la lumbre chandorreaba, se añadían unas buenas astillas de roble o de
castaño que era de donde salían las brasas que más calor daban.
A
la lumbre se arrumaba el pucheru generalmente de hierro esmaltado de color rojo
inglés o azul, con las alubias que se habían puesto a remojar la noche
anterior; y quien tenía en casa un cachu pelleju de chón, se le añadía a la cocción, para que el plato
resultara más sabroso. Aparte, y sobre la trébede de hierro de tres patas se
ponía el cazucu de leche a calentar para desayunar con un cachu de borona
amarilla como el oro, que el progreso y la modernidad hicieron olvidar aquél morder y sorber de las
primeras horas del día.
Arriba,
encima de la lumbre, y donde la campana de recoger humos se estrechaba para
convertirse en chimenea, había atravesada una barra de hierro de la cual pendía
el rejero. (El diccionario dice que
rejero es el hombre que fabrica rejas. Pero en mi pueblo al que fabrica rejas
le llamábamos “el hombre de la fragua”, y rejero le decíamos a una cadena de
hierro que pendía de la barra). En esa
cadena se colgaba la caldera con agua para que se calentara mientras se cocía
la comida, y después lavar en ella la vasa y los cacharros de cocinar, que
tampoco eran muchos.
Yo
creo que la gente de mi pueblo fueron los inventores del trabajo en cadena como
se hace hoy en las grandes industrias, pues para no perder comba, después de
dejar la sustancia de los platos sucios dentro del agua de la caldera que
pendía del rejero, a esa agua sustanciosa se le añadían las peladuras de las
patatas, las hojas más viejas de las berzas medio comidas por los caracoles de
la huerta, los gamones recogidos en el alto del Alberán, y si no era
suficiente, unos buenos puñados de ortigas, para una vez bien cocido todo junto, darlo de comida a los
chones del cubil.
En
esa pared de la chimenea, y cerca de la lumbre había un clavo del que siempre
estaba colgado el candil de petróleo o el de carburo, para que el ama de casa
viera bien lo que se guisaba. Lo solía revolver con una cuchara de madera, la
misma con que probaba si le faltaba sal, y la misma con que volvía a
revolver sin necesidad de lavarla porque
estaba limpia de la “su boca”.
Con
tanta lumbre, tanta gáraba, tanta astilla, y los excrementos de cientos de
moscas en los veranos, el frente de la
cocina estaba negro como una noche sin luna, y la chimenea, almacenando sarru
sobre sarru, lo que obligaba a que un par de veces al año hubiera de coger el
cordel más largo que hubiera en la cuadra, atarle al medio un buen brazáu de
carrascos, y un hombre en el tejáu y otro en el fogón, sube y baja, tira y
afloja, rascaran aquellas chimeneas, que
luego mirabas desde abajo a través de ellas, y faltaba poco para poder ver al
mismísimo Dios de los cielos. Otra cosa era el trabajo del ama de casa, para
limpiar luego aquella cocina. Pero que
le iban a hacer. El que algo quiere, algo le cuesta ¿no crees?
Jesús González ©
2 comentarios:
CHENCHI ME GUSTÓ UN CARRETILLAU
ESTUPENDO.
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