miércoles, 23 de abril de 2014

EL PARQUE




            Empiezo  por advertir que mi manera de mirar las cosas es muy sujetiva. Por lo tanto es muy probable que quien me lea, difiera totalmente conmigo. Y como hoy tengo ganas de hablar, mejor dicho, de escribir sobre el Parque de San Vicente, me sitúo justo encima del último arco que tiene el Puente de la Maza, y lo primero contra lo que se estrella mi mirada es  la horrorosa escultura de la rotonda.  Ya se que es cuestión de gustos, ya lo sé. Si está donde está es porque a muchos, o a lo mejor no tantos, les ha gustado. Yo cada día la veo más fea. Menos mal que últimamente los jardineros hicieron en su entorno una decoración merecedora de encomio, que me hace restar importancia al metal de arriba, para recrearme en las plantas que hay debajo. Generalmente  quien no se consuela es porque no quiere. Oye, que también puede ocurrir que el arte moderno a mi no me entre  entre   ceja y ceja. Pero ven acá, y dime: ¿No estaría allí mucho mejor un par de marineros con un remo al hombro, o una sardinera de aquellas que iban por mi pueblo con la triguera llena de sardinas a la cabeza, y el delantal recogido por un pico a la cintura para hacerle fácil  a  la mano que cobra, el camino de  la faltriquera?

            Lo que hay mirando a la derecha si me gusta: la bolera que se hizo hace dos o tres años fue un verdadero acierto, porque tiene que estar lloviendo  a chuzos para que no haya  cuatro o seis personas jugando. Y en cuanto llega la primavera son ocho o diez, o muchos más. Jóvenes, menos jóvenes, algunos viejos, y lo que es mejor, unos cuantos críos con una afición en aumento, que da gusto verlos. Además,  tiene al rededor unos cuantos bancos para que nos sentemos los que, como a mí, nuestras piernas ya no pueden aguantar el peso del cuerpo. La bolera, además de dar vida al lugar,  hace que muchos forasteros se interesen por este  deporte cántabro; lo he comprobado con algunos que mientras esperan el autobús, se acercan a mirar, y preguntan por las reglas del juego…

            Los autobuses. La estación; otra cosa que ¡Válgame Dios! A mi juicio, esta sí que desentona. Ya estamos acostumbrados a verla, y cuando uno se acostumbra hasta la moza más fea, no lo parece tanto. Pero recuerdo que al principio, donde están los bancos de espera, me pareció un gallinero. Sólo le faltaban los palos “seladeros” colgando de la pared. Y el local cerrado donde se despachan los billetes, un cajón de higos. Vosotros seguro  que no los conocisteis, pero eran cajones cuadrados de madera llenos de higos pasos que había en todas las tiendas de España. Claro, eran mucho más chicos que el local de marras, pero hechos por ingenieros más o menos del mismo intelecto.

            Últimamente, el Parque  ha ganado en limpieza. La primavera pasada había colillas de cigarrillos del año que se quisieran; pero cuando la cosa mejora, justo es reconocerlo. De poner algún pero, hombre, mira: algunas de las cincuenta y ocho hermosísimas palmeras  que dan un sabor  especial  al  parque, me parece que están resultando machos. Lo digo por las barbas que les crecen en las primeras palmas. Claro que fijándose un poco, enseguida se da uno cuenta  que son zarzas. Rajas, les llamábamos en mi pueblo cuando yo me criaba. Con una escalera y una tijera de podar, quedarían de primera, que para monte ya tenemos el de Corona a cuatro pasos de aquí.

            Es de elogiar los cuatro mini-gimnasios para que la gente desentumezca músculos mientras piensa que está jugando. Lo malo es que siempre hay algún cafre que disfruta rompiendo las cosas que no se deben romper… ¿Y la Fuente del Ancla?  Ahí sigue igual de bonita y de estática. Supongo que para cuando llegue el verano el agua ya no será verde, y funcionarán al menos los días de incienso, los surtidores. Por lo demás, yo cortaría la hierba verde con más frecuencia, y ¡por favor!, que en el rectángulo inclinado vuelvan a plantar flores con nuestro escudo, que era una chulada.


             Jesús González ©

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