Escoge
el punto de mira que quieras: Por ejemplo, el mirador que hay pasando el
Santuario de la Barquera. O mejor súbete arriba, al Faro, donde tiene
su sede el centro de interpretación del Parque Natural de Oyambre, y
contempla admirado el inmenso panorama
marítimo que se abre de repente ante tu mirada. Asombroso, ¿verdad?
Es
el abrupto Cantábrico en cuyo borroso
horizonte una
cinta de bruma gris que difumina su
unión con el cielo, transporta de forma
retrospectiva al visitante soñador hasta
la Edad de Hierro para que imagine
avanzando hacia tierra las increíbles naves de los pueblos Celtas, o también a los fieros vikingos en tiempos
mucho más cercanos.
Yo
he contemplado algo mucho más actual: La flota pesquera del pueblo cuando sale
a la faena, y muchas más veces la contemplé cuando cuando regresa cargada hasta
reventar de peces que parecen estar hechos de plata pulida y reluciente…
A
la derecha, y recostándose en la falda
de las praderas verdes de Gerra donde
habitualmente pacen perezosamente grupos
de vacas pintas, se extiende una playa dorada y tan inmensa, que para identificar sus tramos se
necesita ponerles nombre, tales como El Rosal, Merón, y La Gerra, hasta alcanzar
a lo lejos la punta del Cabo Oyambre… Más cerca del pueblo está el Camping sobre
dunas con piso de arena permeable para impedir que si llega un aluvión de
verano, el suelo se encharque; y con pinos
de copa frondosa que garantizan
la sombra bajo el tórrido sol del verano.
Y sobre el panorama descrito, cientos de
gaviotas blancas y grises planeando a merced de las corrientes de aire, certifican al visitante llegado del interior, que el salitre y el
yodo del mar se ofrece a raudales para
ellos en las olas que con más o menos empuje
llegan incansables a la orilla para acariciar con mimo los cuerpos de
los bañistas.
A
los pies del Faro de Punta Silla, la lastra que nace bajo la yerba verde del
recinto, hace un rápido y alargado descenso hasta hundirse en las aguas
inquietas del mar. Nace a su diestra la
barra, a cuyos lomos cabalga pétrea y recta,
como estirada serpiente de mar con un ojo encendido en la punta, el
potente espigón que protege la bocana, que es camino obligado por donde han de
salir y entrar los barcos al pueblo.
Echa
un último vistazo al sorprendente panorama, desciende del Faro, y tras dejar tu
vehículo en las inmediaciones del Santuario donde se venera a nuestra Virgen de
la Barquera, camina a pie hasta pisar la cola a lo que desde el alto te pareció
una gigante anaconda.
Todas
sus vértebras se convertirán de repente
en imponentes moles de roca, que te invitan a pasear sobre ellas a distintas alturas. Pero ¡cuidado, que el mar no avisa!. Respeta lo
que dicen los carteles, y no fuerces la entrada si está cerrada
la verja.
Pero
si está expedito el camino, marcha despacio hacia la punta, y ve recreando
tu mirada en el oro que hay derramado al
otro lado de la bahía: es el derroche de
riqueza con el que el Creador hizo una de las playas más hermosas de nuestra Patria. A medida que caminas tropezarás con
pescadores de larga caña lanzando el
sedal a lo lejos, o que sentados sobre
la piedra del suelo, y reflejando en el agua la suela de sus zapatos, esperan
pacientes que pique el jargo o la lubina.
Llegado al final del espigón, de nuevo se abre el abanico del panorama
marítimo, porque no basta mirarlo una vez. Regresa por la parte alta, y tendrás
a tu derecha las olas batiéndose de forma continuada y necia sobre las rocas
donde se aferran los mejillones. Y en lo alto la bella estructura del Faro
blanco con las gaviotas que juegan al escondite alrededor de su torre. Después,
al pueblo; que tras semejante paseo derecho tienes a celebrarlo tomando el
aperitivo en cualquiera de sus muchas
terrazas…
Jesús González ©
1 comentario:
¡Vaya reclamo turístico! Si no fuera porque ya estoy aquí, me venía como un rayo a conocerlo.
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