El
mar mostraba su atrayente cara de pocos amigos, y para demostrarlo formó sobre sus aguas negras una
espuma blanca que balanceaba incesante, como si se moviera a los acordes de un vals
interminable. Oscuros azules que subían
y bajaban sin descanso, se alternaban con verdes fugaces que lanzaban al aire microscópicas chispas de
plata líquida.
Como mariposas cansadas y blancas que se
arremolinan en grupos, así se movían a escasa altura de las aguas
enfadas montones de gaviotas con graznidos incesantes y nerviosos aleteos…
Nubarrones
grises y azules, casi negros, fueron extendiendo su manto bajo el
firmamento, y pintaron de misterio la
melancolía del paisaje marinero. Las aguas que parecían enajenarse, produjeron
sordos ruidos, y comenzaron
a sacudir con violencia lo que hasta unos minutos antes había sido el
soleado y alegre espigón de rocas y cemento que protege desde su bocana, la
bahía de San Vicente.
Ellos lo vieron de lejos, y se sintieron atraídos
por el potente imán de lo desconocido.
Eran dos mozalbetes extraños; dos visitantes más de los muchos que cuando llega
el buen tiempo se acercan a nuestras costas en busca de sensaciones nuevas dentro de tan variada naturaleza.
Venían
en mangas de camisa; vestían pantalones vaqueros, y calzaban deportivos de
lona. Sin prisas, pero con impaciencia descendieron la leve cuesta que los
condujo a la pequeña explanada de tierra y piedra que es antesala del espigón,
y se encontraron de pronto con una verja de hierro cerrada que les cortaba el
paso. En ella, un cartel blanco con
letras negras, decía: “Peligro. Prohibido el paso”. Se
volvieron el uno al otro interrogándose con la mirada. En sus rostros se
dibujó una sonrisa de complicidad, y sin hablar una sola palabra desataron el cordel que mantenía
cerrada la verja.
-Es
peligroso entrar, estando como está el mar…- Les advirtió un anciano lugareño
de camisa azul que portaba un cesto colgado del brazo derecho y una caña de
pescar en la mano izquierda.
Se
encogieron de hombros al tiempo que con otra sonrisa le agradecieron al hombre
la advertencia. Pero estaban dispuestos a no hacerle caso, y entraron. El
granito del piso que estaba mojado, parecía más gris de lo habitual por el
reflejo de las nubes negras. Una humedad microscópica que percibieron en el
ambiente, les invitó a caminar
guareciéndose contra el muro de la izquierda, y dos minutos más tarde, un nuevo
rugido de aguas turbulentas les paralizó el paso. La ola rompió contra el muro
potente, y una leve cortina de finas gotas salobres fue suficiente para calar
sus camisas.
-Nos
volvemos. – No sé si fue afirmación o propuesta del que parecía más joven.
Una
grieta en lo alto desgarró la nube negra, y un
rayo de sol amarillo y tímido que llegó hasta ellos, dio ánimos a su compañero.
-Yo
sigo, cobardica.
El
primero se volvió, mientras que su amigo para demostrarle cuán valiente
era, caminó hacia delante con renovado
entusiasmo.
Tres,
cuatro o cinco pasos más, y escuchó la atronadora explosión. Nunca supo si fue el firmamento que le cayó encima, o que el
espigón por el que caminaba se hundió en el abismo de las aguas negras. Fue
como si estuviera dentro de una noria que girara a velocidad de vértigo, y
buscó inútilmente un clavo ardiendo al que poder agarrarse. Creyó que le
reventaban los oídos, y sintió que los pulmones le estallaban. La traquea y el
esófago se le llenaron de angustia mezclada con el agua salada del mar. Por
último, el cerebro le trepidó un instante
dentro de su cavidad, y un sopor bienaventurado le durmió dulcemente para no
despertar jamás.
Jesús González ©
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