martes, 22 de abril de 2014

EL OTRO ESPIGÓN




            El mar mostraba su atrayente cara de pocos amigos, y para demostrarlo  formó sobre sus aguas negras  una  espuma blanca que balanceaba incesante, como  si se moviera a los acordes de un vals interminable.  Oscuros azules que subían y bajaban sin descanso, se alternaban con verdes fugaces  que lanzaban al aire microscópicas chispas de plata líquida.



            Como  mariposas cansadas y blancas que se arremolinan en grupos,  así  se movían a escasa altura de las aguas enfadas  montones de gaviotas con  graznidos incesantes y nerviosos aleteos…



            Nubarrones grises  y azules, casi negros,   fueron extendiendo su manto bajo el firmamento, y pintaron de  misterio la melancolía del paisaje marinero. Las aguas que parecían enajenarse, produjeron sordos ruidos,  y   comenzaron  a sacudir con violencia lo que hasta unos minutos antes había sido el soleado y alegre espigón de rocas y cemento que protege desde su bocana, la bahía de San Vicente.



            Ellos  lo vieron de lejos, y se sintieron atraídos por  el potente imán de lo desconocido. Eran dos mozalbetes extraños; dos visitantes más de los muchos que cuando llega el buen tiempo se acercan a nuestras costas en busca  de sensaciones nuevas dentro de  tan variada naturaleza.



            Venían en mangas de camisa; vestían pantalones vaqueros, y calzaban deportivos de lona. Sin prisas, pero con impaciencia descendieron la leve cuesta que los condujo a la pequeña explanada de tierra y piedra que es antesala del espigón, y se encontraron de pronto con una verja de hierro cerrada que les cortaba el paso. En ella,  un cartel blanco con letras negras, decía: “Peligro. Prohibido el paso”.  Se  volvieron el uno al otro interrogándose con la mirada. En sus rostros se dibujó una sonrisa de complicidad, y sin hablar una sola  palabra desataron el cordel que mantenía cerrada la verja.

           

            -Es peligroso entrar, estando como está el mar…- Les advirtió un anciano lugareño de camisa azul que portaba un cesto colgado del brazo derecho y una caña de pescar en la  mano izquierda.



            Se encogieron de hombros al tiempo que con otra sonrisa le agradecieron al hombre la advertencia. Pero estaban dispuestos a no hacerle caso, y entraron. El granito del piso que estaba mojado, parecía más gris de lo habitual por el reflejo de las nubes negras. Una humedad microscópica que percibieron en el ambiente, les invitó  a caminar guareciéndose contra el muro de la izquierda, y dos minutos más tarde, un nuevo rugido de aguas turbulentas les paralizó el paso. La ola rompió contra el muro potente, y una leve cortina de finas gotas salobres fue suficiente para calar sus camisas.

            
            -Nos volvemos. – No sé si fue afirmación o propuesta del que parecía más joven.


            Una grieta en lo alto desgarró la nube negra, y un  rayo de sol amarillo y tímido que llegó hasta ellos,  dio ánimos a su compañero.


            -Yo sigo, cobardica. 


            El primero se volvió, mientras que su amigo para demostrarle cuán valiente era,  caminó hacia delante con renovado entusiasmo.



            Tres, cuatro o cinco pasos más, y escuchó la atronadora explosión.  Nunca supo si fue  el firmamento que le cayó encima, o que el espigón por el que caminaba se hundió en el abismo de las aguas negras. Fue como si estuviera dentro de una noria que girara a velocidad de vértigo, y buscó inútilmente un clavo ardiendo al que poder agarrarse. Creyó que le reventaban los oídos, y sintió que los pulmones le estallaban. La traquea y el esófago se le llenaron de angustia mezclada con el agua salada del mar. Por último, el  cerebro le trepidó un instante dentro de su cavidad, y un sopor bienaventurado le durmió dulcemente para no despertar jamás.

                 Jesús González ©

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