sábado, 19 de abril de 2014

HIELO O FUEGO.





Desde siempre, el hombre ha querido conocer su futuro. Para ello, se ha puesto en manos de embaucadores que, desde los albores de la humanidad hasta nuestros días, han inventado toda suerte de engaños para hacer creer a la gente lo imposible. Leer el futuro en la forma en que caen unos cuantos huesos al suelo, o en qué cartas salen de una baraja revuelta, o en qué supuestas imágenes evoca la contemplación de una bola de cristal, son sólo ejemplos de la enorme cantidad de patrañas inventadas para lo que, sencillamente, es inútil. Por más que los falsos agoreros y pseudocientíficos se empeñen en contar, la flecha del tiempo apunta sólo en una dirección, y es imposible adelantarse a ella. El futuro, sencillamente, no se puede saber. Nadie puede estar seguro de que no nos destruirá un gran meteorito, o un desastre nuclear accidental o provocado, o una epidemia aún desconocida. Sencillamente, no sabemos nuestro futuro. Al menos, a corto plazo.

Cuando se trata del más largo plazo posible, es decir, cuando lo que tratamos de conocer es el final último del universo en que habitamos, la cosa es mucho más sencilla. Sólo hay dos posibilidades, y no son buenas noticias. 

Al igual que en todas las religiones del mundo existen dos fuerzas, el bien y el mal, entre las cuales nos debatimos, el futuro de nuestro universo depende, asimismo, única y exclusivamente de la lucha entre dos fuerzas antagónicas: una fuerza expansiva, resultante de la cataclísmica explosión que dio lugar al comienzo de todo y que empuja a las galaxias para que se alejen unas de otras; y una fuerza atractiva, la conocida gravedad, que hace lo contrario, que todo lo que existe atraiga y se vea atraído por todo lo demás.

Nuestro futuro último depende de que domine una u otra de esas dos fuerzas opuestas. Nada más. Y para saber cuál de las dos saldrá victoriosa, sólo falta una cosa: terminar de descubrir cuánta materia y energía hay ahí fuera. A eso están dedicados astrónomos y astrofísicos de todo el mundo, porque, como siempre, la humanidad quiere saber su destino. Si la cantidad total de esa materia y energía está por debajo de un cierto valor que se conoce bien, ganará la fuerza que nos empuja a alejarnos. Si la cantidad total está por encima de ese valor, ganará la fuerza que nos atrae. Nuestro futuro sólo depende de cuánta materia y cuánta energía hay en los cielos.

Si la fuerza que nos aparta gana la partida, todo lo que hay en nuestro universo, todas las estrellas, todas las galaxias, se alejarán para siempre las unas de las otras. Al cabo de mucho tiempo, pero inexorablemente, todas las estrellas agotarán su combustible y se apagarán. Pasados millones de millones de años, no habrá nada que ilumine los cielos. El universo entero será un lugar oscuro, ocupado por restos muertos de estrellas alejándose unos de otros en las más insondables tinieblas. Cualquier antiguo planeta, antaño bullente de vida como el nuestro,  no será más que una helada, inhóspita y solitaria roca flotando en los espacios infinitos, sin ningún vecino, sin ninguna esperanza más que la eterna fría soledad. El universo será un vasto espacio donde sólo habrá silencio, oscuridad, el frío más absoluto, y los cadáveres de los antiguos cuerpos celestes, cada vez más apartados de cualquier cadáver vecino, vagando solitarios, sin nadie que los recuerde, por toda la eternidad. 

Si, por el contrario, acaba dominando la otra fuerza, la gravedad, todas las estrellas y galaxias del universo acabarán acercándose más y más, arremolinándose en una ciclópea bola de fuego que lo abarcará todo. La temperatura se hará tan alta que derretirá toda la materia en un magma ardiente que todo lo devorará. Toda forma de vida desaparecerá consumida en  un infinitamente denso y caliente infierno, cada vez más compacto, cada vez más voraz. Nada existirá ya en el estado sólido que nos es familiar: las estrellas, los planetas, nuestras obras, absolutamente todo no será más que una sopa de átomos incandescentes apretándose más y más. Y cuando esa bola sea infinitamente densa, infinitamente caliente, probablemente explotará de nuevo en un colosal cataclismo cósmico inimaginable. 

¿Inimaginable? Quizás no. Quizás será la repetición de un ciclo que ya hemos conocido y, al cabo de miles de millones de años, de nuevo, sobre alguna gran roca flotando por los espacios siderales, se desarrolle alguna vida inteligente que mire hacia los cielos y trate de calcular cuánta materia y energía hay por allí arriba, de forma que le permita descifrar cuál será su último destino…
               
                                José-Pedro Cladera ©

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