domingo, 23 de febrero de 2014

SIMBA




Simba tenía un escarabajo en la palma de la mano. Como viera que le miraba intrigado, me hizo un gesto para que me aproximara. Estaba sentado sobre un pequeño muro, medio destartalado, hecho con piedras de distintos tamaños amontonadas sin excesiva escrupulosidad y entre las que asomaba por todas partes la vegetación, que servía para delimitar el perímetro de la aldea. Mis compañeros del grupo estaban interesados en escuchar las explicaciones de un guía que, en mal inglés y peor español, les explicaba las consabidas historias de animales que yo ya tenía aburridas. Como no me interesaban, acepté la invitación del nativo y me aproximé a él.

Diría yo que el hombre andaría por los treinta y tantos años, aunque con esas razas africanas se nos hace más difícil acertar. Iba ataviado con una túnica de color rojo vivo, muy común entre los samburu y los masái, tribu ésta a la que pertenecía, y calzaba unas sandalias. Iba limpio. Ya me había sorprendido anteriormente lo limpias que llevan siempre las ropas esos pueblos, tanto los hombres como las mujeres, hasta el extremo de resultar chocante en un entorno en el que uno esperaría encontrar lo contrario. Me indicó que me sentara en el muro de piedras, junto a él.

Alzó la mano hasta ponerla cerca de mis ojos para que viera bien el animalillo que tenía en ella, mientras me decía alguna cosa en idioma swahili que yo, naturalmente, no entendía. El escarabajo no parecía tener nada de particular. De color negro azabache, no era más grande que un guisante, con unas diminutas patas, unas antenas tan pequeñas que apenas resultaban visibles y un caparazón liso. El insecto permanecía inmóvil, probablemente asustado por el cambio de hábitat y temiendo alguna amenaza. 

Miré al hombre, extrañado, abriendo mis manos y subiendo los hombros para hacerle entender que no le veía la gracia. Él me hizo un gesto para que me quitara las gafas de sol y pusiera mis ojos a la altura de su mano y mirara al insecto contra el sol. Iba moviendo muy lentamente la mano arriba y abajo, muy lentamente, esperando encontrar el ángulo apropiado para que yo viera lo que trataba de mostrarme. En un momento, cuando mis ojos estaban a poco más de un palmo de su mano y con el fuerte sol de la mañana africana cayendo en diagonal sobre el lomo del insecto, que debía estar compuesto de una infinidad de pequeñísimas escamas brillantes que actuaban como prismas, comenzó a emitir rayos iridiscentes en todas direcciones, formándose en torno al bicharraco una especie de halo multicolor de un par de centímetros de espesor. De repente, el hombre tenía en su mano un ser irreal, una criatura fantástica que parecía tener una luz interior que escapara por sus minúsculas escamas y que la coronaba de bellísimos colores. Era verdaderamente insólito, casi hipnotizante. 

Sin dejar de mirar el extraordinario y fascinante fenómeno, emití un sonido de admiración. El hombre cerró la mano y rio abiertamente al ver mi asombro, con una felicidad triunfante. Pensé que me gustaría enseñárselo a mis compañeros, así que le pedí con gestos que me lo diera para llevármelo. De ninguna de las maneras. Me hizo entender claramente que el bicho debía volver a donde estaba; que si no, podía desorientarse y probablemente moriría. Así que observé con renovado asombro como aquel hombre removía un poco la tierra en el lugar donde presumiblemente lo había encontrado y, con delicadeza, devolvía el escarabajo a su mundo. El insecto, al notar el familiar contacto con el terreno, movió rápidamente sus pequeñas patas y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

El masái exhibía una franca y abierta sonrisa de satisfacción por haberme enseñado algo que, evidentemente, me había fascinado. Yo iba a darme la vuelta y regresar al grupo, pero decidí que me interesaba mucho más aprender más cosas de aquel hombre que las estereotipadas historias para turistas que nos contaría el guía, así que, como él no parecía tener nada mejor que hacer, me salté la excursión de la mañana y me quedé con el primer masái con el que me había comunicado en mi vida. 

Señalé con el dedo índice de mi mano derecha hacia el centro de mi pecho y le dije: “Pedro”. Y él señaló con el dedo índice de su mano derecha hacia el centro de su pecho y me dijo: “Simba” (que luego supe que, además de ser su nombre, significa, en swahili, león). Y yo le señalé donde había dejado el insecto y, con una mano en la tierra, imité su movimiento, como corriendo hacia un escondite, y le dije: “escarabajo”. Y tuve que hacerlo un par de veces más, hasta que comprendió que ése era el nombre del animal. Y entonces se rio como un niño porque le pareció divertido llamar así a un insecto y, repitiendo con la mano el mismo movimiento sobre la tierra, imitando al bicho corriendo, me dijo cómo lo llaman en su idioma, pero, la verdad, ya no me acuerdo. El caso es que allí estuvimos el resto de la mañana, hasta que volvió el grupo, aprendiendo más yo de él que al contrario, con nuestra rudimentaria forma de comunicarnos.

Simba rezumaba sencillez, pero, al mismo tiempo, tenía  la extraña nobleza que caracteriza a casi todos los miembros de su orgulloso pueblo. Su inteligencia para encontrar formas con las que explicarme lo que no podía comunicarme con el lenguaje hablado era sorprendente. Tenía la espontaneidad de los niños, el desparpajo del que no tiene miedo a hacer el ridículo sino que acepta, como un juego, el desafío de hacerse entender. Me mostró unas plantas que tenían unas largas, durísimas y afiladísimas espinas y me explicó que las utilizan como excelentes agujas para coser. Me enseñó las ramas que recogen de unos espesos arbustos, cuyo olor espanta a los mosquitos, tábanos y otros insectos y que ellos usan para ese fin, y que hay que tener mucho cuidado con cuándo se recogen, pues los leones gustan de cobijarse bajo esos arbustos en las horas de mayor calor, consiguiendo así el doble beneficio de protegerse tanto del sol como de molestas picaduras. Me enseñó distintas clases de excrementos y me explicó a qué animales correspondían, conocimiento imprescindible para ellos, que necesitan saber qué fieras merodean por los alrededores.

Simba y su gente iban de una aldea a otra caminando por ahí sin armas ni nada con lo que defenderse de un posible ataque, lo cual me tenía perplejo, ya que a los turistas nos vendían todo tipo de historias para meternos el miedo en el cuerpo. Cuando le pregunté por eso, me hizo entender, no sin grandes esfuerzos, que ellos, los masái, llevan allí tanto tiempo como los leones y demás temibles fieras, así que se conocen bien unos a otros. Me contaba que los animales sólo matan si tienen hambre o si se sienten amenazados. En cuanto a amenazas, ya saben ellos, los masai y demás tribus,  a dónde pueden y a dónde no pueden acercarse para no provocar la ira de leones, leopardos, búfalos y demás vecinos. Y en cuanto al hambre, me explicaba gráficamente que, si yo fuera un león hambriento, ¿qué me apetecería más: una sabrosa gacela, a cuyo gusto estoy acostumbrado, o un asqueroso ser que camina sobre dos patas, que lleva cosas de colores sobre su cuerpo y cuyo sabor no tengo ni idea de si me va a repugnar? Mientras haya comida conocida, ninguna fiera los va a atacar si no la molestan. Conviven en armonía desde hace siglos y siglos. Se conocen.

A los masái , salvo cuando se trata de espectáculos folclóricos, no les gusta que les fotografíen; de hecho, se enfadan mucho si alguien lo hace sin pedirles permiso; lo consideran una gran ofensa a su intimidad. Pero Simba no me puso ningún impedimento; al contrario: era ya su amigo. Al despedirme, le tendí mi mano y él me la apretó con afecto, largamente, mientras me decía algunas palabras en swahili que yo no entendía pero que me parecían cariñosas.

Uno de mis compañeros, en el autocar que nos llevaba de un sitio a otro, me comentó que le parecía  una raza curiosa; que, no teniendo nada, se les veía felices. Y yo pensé en Simba y en su escarabajo iridiscente, en su capacidad de maravillarse y embelesarse ante la sencillez de una sinfonía de colores proyectada por el lomo de un pequeño insecto no más grande que un guisante, al que respeta y vuelve a dejar en el mismo sitio para que no se desoriente y se pierda. Y pensé cuán equivocados estamos si creemos que no tienene nada.

                               José-Pedro Cladera ©

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Tanto tienes en tu interior que llamas a leer sin descanso; tanto hay en tus letras que siento esa historia como mía, tanto sentimiento y humanidad en cada frase que vuelvo a creer en este mundo al que llaman civilización...
Abrazo
Lines

Pedro dijo...

Gracias, Lines. Todo un honor viniendo de alguien tan sensible como tú.
Un abrazo.