Simba tenía un escarabajo en la
palma de la mano. Como viera que le miraba intrigado, me hizo un gesto para que
me aproximara. Estaba sentado sobre un pequeño muro, medio destartalado, hecho
con piedras de distintos tamaños amontonadas sin excesiva escrupulosidad y
entre las que asomaba por todas partes la vegetación, que servía para delimitar
el perímetro de la aldea. Mis compañeros del grupo estaban interesados en
escuchar las explicaciones de un guía que, en mal inglés y peor español, les
explicaba las consabidas historias de animales que yo ya tenía aburridas. Como
no me interesaban, acepté la invitación del nativo y me aproximé a él.
Diría yo que el hombre andaría
por los treinta y tantos años, aunque con esas razas africanas se nos hace más
difícil acertar. Iba ataviado con una túnica de color rojo vivo, muy común
entre los samburu y los masái, tribu ésta a la que pertenecía, y
calzaba unas sandalias. Iba limpio. Ya me había sorprendido anteriormente lo
limpias que llevan siempre las ropas esos pueblos, tanto los hombres como las
mujeres, hasta el extremo de resultar chocante en un entorno en el que uno
esperaría encontrar lo contrario. Me indicó que me sentara en el muro de
piedras, junto a él.
Alzó la mano hasta ponerla cerca
de mis ojos para que viera bien el animalillo que tenía en ella, mientras me
decía alguna cosa en idioma swahili
que yo, naturalmente, no entendía. El escarabajo no parecía tener nada de
particular. De color negro azabache, no era más grande que un guisante, con
unas diminutas patas, unas antenas tan pequeñas que apenas resultaban visibles
y un caparazón liso. El insecto permanecía inmóvil, probablemente asustado por
el cambio de hábitat y temiendo alguna amenaza.
Miré al hombre, extrañado,
abriendo mis manos y subiendo los hombros para hacerle entender que no le veía
la gracia. Él me hizo un gesto para que me quitara las gafas de sol y pusiera
mis ojos a la altura de su mano y mirara al insecto contra el sol. Iba moviendo
muy lentamente la mano arriba y abajo, muy lentamente, esperando encontrar el
ángulo apropiado para que yo viera lo que trataba de mostrarme. En un momento,
cuando mis ojos estaban a poco más de un palmo de su mano y con el fuerte sol
de la mañana africana cayendo en diagonal sobre el lomo del insecto, que debía
estar compuesto de una infinidad de pequeñísimas escamas brillantes que
actuaban como prismas, comenzó a emitir rayos iridiscentes en todas
direcciones, formándose en torno al bicharraco una especie de halo multicolor de
un par de centímetros de espesor. De repente, el hombre tenía en su mano un ser
irreal, una criatura fantástica que parecía tener una luz interior que escapara
por sus minúsculas escamas y que la coronaba de bellísimos colores. Era
verdaderamente insólito, casi hipnotizante.
Sin dejar de mirar el
extraordinario y fascinante fenómeno, emití un sonido de admiración. El hombre
cerró la mano y rio abiertamente al ver mi asombro, con una felicidad
triunfante. Pensé que me gustaría enseñárselo a mis compañeros, así que le pedí
con gestos que me lo diera para llevármelo. De ninguna de las maneras. Me hizo
entender claramente que el bicho debía volver a donde estaba; que si no, podía
desorientarse y probablemente moriría. Así que observé con renovado asombro
como aquel hombre removía un poco la tierra en el lugar donde presumiblemente
lo había encontrado y, con delicadeza, devolvía el escarabajo a su mundo. El
insecto, al notar el familiar contacto con el terreno, movió rápidamente sus
pequeñas patas y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
El masái exhibía una franca y abierta sonrisa de satisfacción por
haberme enseñado algo que, evidentemente, me había fascinado. Yo iba a darme la
vuelta y regresar al grupo, pero decidí que me interesaba mucho más aprender
más cosas de aquel hombre que las estereotipadas historias para turistas que nos
contaría el guía, así que, como él no parecía tener nada mejor que hacer, me
salté la excursión de la mañana y me quedé con el primer masái con el que me había comunicado en mi vida.
Señalé con el dedo índice de mi
mano derecha hacia el centro de mi pecho y le dije: “Pedro”. Y él señaló con el
dedo índice de su mano derecha hacia el centro de su pecho y me dijo: “Simba”
(que luego supe que, además de ser su nombre, significa, en swahili, león). Y yo le señalé donde
había dejado el insecto y, con una mano en la tierra, imité su movimiento, como
corriendo hacia un escondite, y le dije: “escarabajo”. Y tuve que hacerlo un
par de veces más, hasta que comprendió que ése era el nombre del animal. Y
entonces se rio como un niño porque le pareció divertido llamar así a un
insecto y, repitiendo con la mano el mismo movimiento sobre la tierra, imitando
al bicho corriendo, me dijo cómo lo llaman en su idioma, pero, la verdad, ya no
me acuerdo. El caso es que allí estuvimos el resto de la mañana, hasta que
volvió el grupo, aprendiendo más yo de él que al contrario, con nuestra
rudimentaria forma de comunicarnos.
Simba rezumaba sencillez, pero,
al mismo tiempo, tenía la extraña
nobleza que caracteriza a casi todos los miembros de su orgulloso pueblo. Su
inteligencia para encontrar formas con las que explicarme lo que no podía
comunicarme con el lenguaje hablado era sorprendente. Tenía la espontaneidad de
los niños, el desparpajo del que no tiene miedo a hacer el ridículo sino que
acepta, como un juego, el desafío de hacerse entender. Me mostró unas plantas
que tenían unas largas, durísimas y afiladísimas espinas y me explicó que las
utilizan como excelentes agujas para coser. Me enseñó las ramas que recogen de
unos espesos arbustos, cuyo olor espanta a los mosquitos, tábanos y otros
insectos y que ellos usan para ese fin, y que hay que tener mucho cuidado con cuándo
se recogen, pues los leones gustan de cobijarse bajo esos arbustos en las horas
de mayor calor, consiguiendo así el doble beneficio de protegerse tanto del sol
como de molestas picaduras. Me enseñó distintas clases de excrementos y me
explicó a qué animales correspondían, conocimiento imprescindible para ellos,
que necesitan saber qué fieras merodean por los alrededores.
Simba y su gente iban de una
aldea a otra caminando por ahí sin armas ni nada con lo que defenderse de un
posible ataque, lo cual me tenía perplejo, ya que a los turistas nos vendían
todo tipo de historias para meternos el miedo en el cuerpo. Cuando le pregunté
por eso, me hizo entender, no sin grandes esfuerzos, que ellos, los masái, llevan allí tanto tiempo como los
leones y demás temibles fieras, así que se conocen bien unos a otros. Me
contaba que los animales sólo matan si tienen hambre o si se sienten
amenazados. En cuanto a amenazas, ya saben ellos, los masai y demás tribus, a
dónde pueden y a dónde no pueden acercarse para no provocar la ira de leones,
leopardos, búfalos y demás vecinos. Y en cuanto al hambre, me explicaba
gráficamente que, si yo fuera un león hambriento, ¿qué me apetecería más: una
sabrosa gacela, a cuyo gusto estoy acostumbrado, o un asqueroso ser que camina
sobre dos patas, que lleva cosas de colores sobre su cuerpo y cuyo sabor no
tengo ni idea de si me va a repugnar? Mientras haya comida conocida, ninguna
fiera los va a atacar si no la molestan. Conviven en armonía desde hace siglos
y siglos. Se conocen.
A los masái , salvo cuando se trata de espectáculos folclóricos, no les
gusta que les fotografíen; de hecho, se enfadan mucho si alguien lo hace sin
pedirles permiso; lo consideran una gran ofensa a su intimidad. Pero Simba no
me puso ningún impedimento; al contrario: era ya su amigo. Al despedirme, le
tendí mi mano y él me la apretó con afecto, largamente, mientras me decía
algunas palabras en swahili que yo no
entendía pero que me parecían cariñosas.
Uno de mis compañeros, en el
autocar que nos llevaba de un sitio a otro, me comentó que le parecía una raza curiosa; que, no teniendo nada, se
les veía felices. Y yo pensé en Simba y en su escarabajo iridiscente, en su
capacidad de maravillarse y embelesarse ante la sencillez de una sinfonía de
colores proyectada por el lomo de un pequeño insecto no más grande que un
guisante, al que respeta y vuelve a dejar en el mismo sitio para que no se
desoriente y se pierda. Y pensé cuán equivocados estamos si creemos que no
tienene nada.
José-Pedro Cladera ©
2 comentarios:
Tanto tienes en tu interior que llamas a leer sin descanso; tanto hay en tus letras que siento esa historia como mía, tanto sentimiento y humanidad en cada frase que vuelvo a creer en este mundo al que llaman civilización...
Abrazo
Lines
Gracias, Lines. Todo un honor viniendo de alguien tan sensible como tú.
Un abrazo.
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