viernes, 6 de diciembre de 2013

PAJONES





            También les he oído llamar “panizos” y “pajotes”,  pero a las cañas  del maíz, en mi pueblo las hemos llamado siempre pajones. Y lo primero que se me viene a la cabeza al hablar de ellos, son dos pajones secos unidos en una de las puntas por una “varuca” de avellano que hacía las veces de un yugo, y las otras puntas arrastrando  por el suelo, como si fueran una yunta de vacas del país. Era esto un juego más de los muchos que con no poco ingenio, y una extraordinaria imaginación, nos inventábamos los críos de mi época  para distraer las horas de asueto.

            Los vi nacer muchos años en las mieses del Sendín, de Iguán y de San Lorenzo; pero a tan tierna edad todavía no les llamábamos pajones: “Ya nacen  lo maíces”,  decíamos en cuanto empezaban a brotar las hojas verdes. Y maíces seguíamos llamándole a las plantas mientras no se hicieran adultas.  Cuando medían una cuarta de altura no tenían más de tres o cuatro hojas, y era cuando las mujeres de casa consideraban  que los maíces estaban en el momento óptimo para el sallo. Y solían ser ellas quienes cubrían el cabello con un pañuelo blanco, se encasquetaban encima el sombrero de paja con ala ancha más o menos deteriorada,  se echaban una azada al hombro, tomaban en la mano libre el par de albarcas, y se iban a la tierra.

            Si eran dos o tres mujeres empezaban  por comentar los desaguisados de la casa del vecino, mientras recogían una punta del delantal para sujetarla en la cinturilla, como si por estar donde debía estar les fuera a estorbar para el trabajo. Miraban el horizonte para comprobar que por encima del monte Escudo no se les acercaba un aguacero primaveral de los que con frecuencia traían los vientos gallegos, y finalmente empezaban a manejar  la azada para arrimar tierra a las plantas nacientes, y a quitar del medio la paulina y otras malas hierbas que lo único que hacían en la tierra era llevare la sustancia que tanta falta hacía a los maíces. Si  la que aquél día fue a sallar era una mujer sola, ocurría  exactamente lo mismo, sólo que en vez de ser comentado, lo pensaba, y lo guardaba para sus adentros.

            Para cuando terminaban de sallar una tierra, ya habían corrido con la imaginación todas las casas del pueblo, menos las suyas.  Las lenguas habían transformado  en palabras lo que pensaban, saltando de los pucheros de una cocina al polvillo que había  debajo de las camas de otra casa. Hablaron de la que tenía los críos “enflaquecíos” porque los “güevos” de  “las sus”  gallinas en vez de ir a la mesa a la hora de comer, iban los domingos al “mercau” de Cabezón,  y también les dio tiempo  de analizar  si la barriga de la hija de Uca la chata, había empezado a engordar después, o antes de echarles la bendición el cura. Se quitaron los sombreros, soltaron los pañuelos para recoger en ellos el sudor de la frente y del “piscuezu”, y se quitaron las albarcas para sacudir la tierra que se les metió dentro de ellas.

            Cuando los maíces tuvieron quince centímetros de altura, volvieron a resallar, que era volver a hacer lo mismo que habían hecho primero,  y a repetir casi las mismas palabras del “sallu”. Pero hay que ser comprensibles, y pensar que en aquél entonces ni había revistas del corazón, ni  Jorge Javier Vázquez  había pensado en nacer, y que si alguien escuchara decir la palabra TELEVISIÓN, lo más probable es  que pensara que a alguno le había dado un “telele en un ojo”.

            Después del “resallu”, nos olvidábamos de los maíces hasta que se hacían pajones.  Medían como mínimo dos metros, a la inflorescencia le llamábamos “respigu”, y entre al menos dos o tres hojas y el pajón, se formaban las panojas. Tiesas, mirando al cielo, y vomitando por las puntas unas barbas blancas, eran la continua  tentación de tasugos y “jabalines”  que muchas noches  arrasaban media mies, obligando a los hombres y a algunas mujeres a recordarse de San Pedro y  de algún otro inquilino de la Corte Celestial.

            Era el momento de la poda. Se les cortaba a los pajones la mayor parte de las hojas, y todo cuanto había  más alto de la última panoja. Para ello las mujeres se ponían además del pañuelo y el sombrero, una camisa vieja de cualquier hombre de la casa, para defender sus brazos de las asperezas de aquellas hojas: porque se iban cortando con un cuchillo en la diestra, y recogiendo sobre el brazo izquierdo  hasta formar una gavilla, a la que llamábamos “llande”.  Las “llandes” se amontonaban en la orilla de la tierra, para llevarlas después  en el carro hasta las cuadras donde se  daban como alimento a las vacas.

            Con el fin del verano llegó a madurez del maíz. El color del pajón de verde había pasado al ocre amarillo, las panojas se habían cansado de mirar al cielo y se  encorvaron mirando a la tierra de donde habían salido. A sus barbas les pasó justo lo contrario que a las mías, pues de blancas pasaron a negras, y los “pajarucos” del cielo aprendieron a escarbar entre ellas buscando los granos amarillos como el oro con los que pretendían llenar  sus buches.

            Llegó la hora de “Coger”. Así. Con mayúscula. Que meter toda la cosecha de las tierras en los desvanes de las casas,  era asegurar el condumio hasta la próxima temporada. Y “tou cristo” a la tierra, antes que llueva y se mojen las panojas. Las vacas, el carru” con la “jezna”, y “garrotáos” van y “garrotáos”” vienen, hasta “encoromellar” de panojas el “carru”. . (Que en el resto de España es como si dijeras palos van, y palos vienen. Pero en mi pueblo, al menos en la época que yo viví en él, un garrote no era un palo que puede servir de bastón, sino una especie de banasta, más grande que una macona).

            Los pajones se quedaban  desnudos y solos plantados en toda la tierra y dando  a todo el que quisiera contemplar la escena, una imagen de  total desolación. Entrando el invierno crecían entre ellos cardos sustanciosos que los críos cortábamos con un cuchillo para llevar “sacáos” de ellos como manjar suculento para nuestros conejos, y era entonces cuando nos lo pasábamos en grande. Arrancábamos los pajones, los cogíamos por la punta, y  dándonos golpes unos a otros con las raíces, organizábamos   tales batallas, que ya quisieran para sí los componentes de las Guerras Cántabras en los Corrales de Buelna.

            Empezando la primavera se cortaban todos a golpe a azada. Se amontonaban, se les prendía fuego sin necesidad de pedir permiso alguno para quemar, y sobre ellos se echaba el “sarropio” de toda la tierra que quedaba limpia para arar en la nueva temporada.  Los “hogueros” tardaban casi una semana en consumirse. Eran como minúsculos volcanes, que dejaban escapar un humo perezoso, sin fuera casi para elevarse en el espacio, y al final, de los pajones no quedaban más que restos de algunas raíces,  que la tierra pegada a ellos libró del fuego.

              Jesús González ©

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