Así, a ojo de buen cubero, creo que hará
como setenta y siete o setenta y ocho
años que se puso la luz eléctrica en Caviedes. Lo recuerdo porque vi hacer los
hoyos donde habían de colocarse los postes que sostendrían el tendido eléctrico.
Con
“picachones” y barras de hierro estaban
unos hombres haciendo un hoyo al
lado de un “morio”, justo, justo donde arranca del camino principal, el ramal
que conduce a las tres casas que
entonces eran de “Sebia”, Casimiro y Concesa. Y yo, que sin duda pasaba por allí camino de la
bolera, me quedé un rato mirándolos trabajar. No es que a tan tierna edad yo
fuera a jugar a los bolos, no. Es que en
torno a la bolera había unas “brañucas” donde crecían varios nogales, y estas
brañas eran el punto de encuentro de todos los críos del pueblo cuando después
de salir de la escuela por las tardes, si no tenían que ir a buscar una “burrá”
de verde para las vacas, u otra cosa por el estilo, nos reuníamos a jugar a la
“rampla” o al marro, que era a lo que
solíamos jugar los más chicos, mientras que los mayores lo hacían al
“garbancito” o a “tres marinos por el mar”.
Como
para saber, hay que viajar, preguntar o
leer, yo pregunté a los hombres aquellos
para qué hacían un “joracu” tan grande en el suelo, y uno de ellos me respondió
que para meterme a mí. Puse pies en polvorosa, y salí “juspiando” que perdía el
culo camino de mi casa, donde me sentía bastante más seguro que jugando a lo
que fuera, en las brañas de la bolera.
Aquella
fue una de esas vivencias que quedan grabadas de por vida, con una nitidez tan
clara, que siempre que lo recuerdo se reproducen en mi mente las mismas
palabras y los mismos gestos de aquellos hombres que me asustaron. Después recuerdo también, aunque de forma más difusa, como trepaban a los
postes mediante unos ganchos de acero que se ataban a los pies, para atornillar los “aisladores” de loza blanca, sobre los que se sujetarían los hilos
de cobre hasta los esquinales de las casas.
Dentro
de las viviendas la instalación eléctrica era con gruesos cordones de goma
recubierta con una malla de hilo blanco. Las llaves, unas cajuelas redondas del
mismo casco que eran los aisladores de
los postes, con una especie de palomilla que se giraba para encender o apagar.
Lo que menos ha cambiado, son los portalámparas, a los que se siguen pareciendo
los actuales.
Yo
nací poco antes de que el mundo empezara a progresar. Porque pienso que desde
Jesucristo hasta hace poco más de ochenta o cien años, el mundo vivió estancado. Fue una vez
dominada la energía eléctrica, cuando el hombre se aprovechó de ella para
transformar la vida. Lo interpreto así, porque conocí cocinar la comida al
calor de los tizones encendidos, para sucesiva y rápidamente pasar a las “cocinas económicas”, de leña o carbón, luego al gas
butano, al gas ciudad, a la vitrocerámica eléctrica, eléctrica de inducción,
ollas a presión, y ollas robots programables…
Al
principio el progreso asustaba. Y en los pueblos hubo mucha gente que no
admitió la electricidad en sus casas hasta que no fueron comprobando los
resultados en casa de los vecinos. Y por
supuesto en las cuadras, ¡ni hablar! Estaban los pajares encima, y telarañas y
yerbas colgando por todas partes, lo que proclamaba a gritos el peligro de un
incendio.
Se
hablaba entonces de bujías, y no de vatios; los más atrevidos compraron
lámparas de veinticinco bujías, pero lo normal eran las de quince. Aseguraban
entonces que estas daban la intensidad de luz que pudieran dar quince velas
encendidas. ¡Cuidado, no encender o apagar la luz con las manos húmedas! No
tocar jamás una bombilla, (entonces no se llamaban lámparas), si estaba
encendida o caliente, y para enroscar o desenroscar una del portalámparas,
mejor ponerse unos guantes o al menos hacerlo a través de un trapo seco.
Con
tanto miedo pasó eso, que las bombillas, sobre todo las de las cocinas,
empezaron a perder intensidad de luz. Dejaron de alumbrar como quince velas
encendidas. Alumbraron sólo como diez,
luego como ocho, después como cinco…Las amas de casa lo vieron todo más oscuro
sobre los fogones, donde casi todo ya era
oscuro: La ceniza de la hornilla, el
hollín de la chimenea, el sarro de la panza de los pucheros, el caldero de
fregar….
Hasta
que alguien se fijó un día en que a la bombilla solo se le veía un poco de
cristal en la base. En lo más cercano al portalámparas se calentaban tres
docenas de moscas agarrándose cómodamente a sus propios excrementos que secos y
resecos cubrían la casi totalidad del cristal. Fue entonces cuando las mujeres
empezaron a perder un poco el miedo a la electricidad: Apagaron la bombilla,
esperaron a que se enfriara, se pusieron unos guantes y la desenroscaron del
portalámparas. Sujetándola en la mano izquierda con la ayuda de un trapo seco
por la parte metálica, con la derecha, y con la ayuda de otro trapo ligeramente
mojado, fueron frotando suave y pacientemente el color marrón oscuro, hasta
comprobar con alegría que bajo él aparecía
el cristal del primer día…
Jesús González ©
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