miércoles, 4 de diciembre de 2013

LA LUZ Y LAS MOSCAS





             Así, a ojo de buen cubero, creo que hará como  setenta y siete o setenta y ocho años que se puso la luz eléctrica en Caviedes. Lo recuerdo porque vi hacer los hoyos donde habían de colocarse los postes que sostendrían el tendido eléctrico.

            Con “picachones” y barras de hierro estaban  unos hombres  haciendo un hoyo al lado de un “morio”, justo, justo donde arranca del camino principal, el ramal que conduce a las  tres casas que entonces eran de “Sebia”, Casimiro y Concesa. Y yo,  que sin duda pasaba por allí camino de la bolera, me quedé un rato mirándolos trabajar. No es que a tan tierna edad yo fuera a jugar a los bolos, no.  Es que en torno a la bolera había unas “brañucas” donde crecían varios nogales, y estas brañas eran el punto de encuentro de todos los críos del pueblo cuando después de salir de la escuela por las tardes, si no tenían que ir a buscar una “burrá” de verde para las vacas, u otra cosa por el estilo, nos reuníamos a jugar a la “rampla” o al marro, que era  a lo que solíamos jugar los más chicos, mientras que los mayores lo hacían al “garbancito” o a “tres marinos por el mar”.

            Como para saber, hay  que viajar, preguntar o leer,  yo pregunté a los hombres aquellos para qué hacían un “joracu” tan grande en el suelo, y uno de ellos me respondió que para meterme a mí. Puse pies en polvorosa, y salí “juspiando” que perdía el culo camino de mi casa, donde me sentía bastante más seguro que jugando a lo que fuera, en las brañas de la bolera.

            Aquella fue una de esas vivencias que quedan grabadas de por vida, con una nitidez tan clara, que siempre que lo recuerdo se reproducen en mi mente las mismas palabras y los  mismos gestos de aquellos hombres que me asustaron. Después recuerdo  también, aunque  de forma más difusa, como trepaban a los postes mediante unos ganchos de acero que se ataban a los pies, para  atornillar los “aisladores” de loza  blanca, sobre los que se sujetarían los hilos de cobre hasta los esquinales de las casas.

            Dentro de las viviendas la instalación eléctrica era con gruesos cordones de goma recubierta con una malla de hilo blanco. Las llaves, unas cajuelas redondas del mismo casco  que eran los aisladores de los postes, con una especie de palomilla que se giraba para encender o apagar. Lo que menos ha cambiado, son los portalámparas, a los que se siguen pareciendo los actuales.

            Yo nací poco antes de que el mundo empezara a progresar. Porque pienso que desde Jesucristo hasta hace poco más de ochenta o cien  años, el mundo vivió estancado. Fue una vez dominada la energía eléctrica, cuando el hombre se aprovechó de ella para transformar la vida. Lo interpreto así, porque conocí cocinar la comida al calor de los tizones encendidos, para sucesiva y rápidamente  pasar a las “cocinas  económicas”, de leña o carbón, luego al gas butano, al gas ciudad, a la vitrocerámica eléctrica, eléctrica de inducción, ollas a presión, y ollas robots programables…

            Al principio el progreso asustaba. Y en los pueblos hubo mucha gente que no admitió la electricidad en sus casas hasta que no fueron comprobando los resultados  en casa de los vecinos. Y por supuesto en las cuadras, ¡ni hablar! Estaban los pajares encima, y telarañas y yerbas colgando por todas partes, lo que proclamaba a gritos el peligro de un incendio.

            Se hablaba entonces de bujías, y no de vatios; los más atrevidos compraron lámparas de veinticinco bujías, pero lo normal eran las de quince. Aseguraban entonces que estas daban la intensidad de luz que pudieran dar quince velas encendidas. ¡Cuidado, no encender o apagar la luz con las manos húmedas! No tocar jamás una bombilla, (entonces no se llamaban lámparas), si estaba encendida o caliente, y para enroscar o desenroscar una del portalámparas, mejor ponerse unos guantes o al menos hacerlo a través de un trapo seco.

            Con tanto miedo pasó eso, que las bombillas, sobre todo las de las cocinas, empezaron a perder intensidad de luz. Dejaron de alumbrar como quince velas encendidas. Alumbraron  sólo como diez, luego como ocho, después como cinco…Las amas de casa lo vieron todo más oscuro sobre los fogones, donde casi todo  ya era  oscuro: La ceniza de la hornilla, el hollín de la chimenea, el sarro de la panza de los pucheros, el caldero de fregar….

            Hasta que alguien se fijó un día en que a la bombilla solo se le veía un poco de cristal en la base. En lo más cercano al portalámparas se calentaban tres docenas de moscas agarrándose cómodamente a sus propios excrementos que secos y resecos cubrían la casi totalidad del cristal. Fue entonces cuando las mujeres empezaron a perder un poco el miedo a la electricidad: Apagaron la bombilla, esperaron a que se enfriara, se pusieron unos guantes y la desenroscaron del portalámparas. Sujetándola en la mano izquierda con la ayuda de un trapo seco por la parte metálica, con la derecha, y con la ayuda de otro trapo ligeramente mojado, fueron frotando suave y pacientemente el color marrón oscuro, hasta comprobar con alegría que bajo él aparecía   el cristal del primer día…

            Jesús González ©

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