martes, 3 de diciembre de 2013

LA GALLINA VIEJA



No hay caldo más sabroso que el de las gallinas viejas. Lo tomé por última vez hace sesenta y tantos años, y aún lo recuerdo. En los pueblos todavía queda algún privilegiado que continúa paladeándolo, aunque sospecho que ya no es exactamente igual, pues aunque sigan teniendo gallineros, supongo que la comodidad de los piensos compuestos resta sabor a la carne hecha a base de embozadas de maíz y de berzas de la “güerta”. En este caso, y como decía la vieja, hablando de la inseminación artificial, no hay cómo lo antiguo.

Yo me crié correteando por las callejas de Caviedes con todos los críos del pueblo, especialmente con los de la Corraliega y el Cotero, que no éramos pocos. Correteaban con nosotros, primero los perros; los nuestros, claro, que a los ajenos cuando los podíamos pescar, les atábamos con una cuerda una lata al rabo, y salían echando chispas como alma que lleva el diablo. Y que no encontráramos perro sobre perra, que les vaciábamos encima calderos de agua a “tutiplén” y cuando los pobres animales conseguían alejarse corriendo en semejante postura, no encontrábamos en el suelo piedras suficientes para lanzarles sin compasión.

A los burros que pacían por las orillas de los caminos las hierbas que crecían al pie de los “morios”, o mordiscando las puntas nuevas de las rajas que crecían sobre ellos, intentábamos subirnos de un salto lo mismo que si estuviéramos jugando a la “rampla” o al “garbancito”.

Por la Fontana que había a la parte de abajo de la “Peñacanal” y por la “Riguera” que corría tras la casa donde acampaban los gitanos, estaban a todas horas “jocando” los “chones” en busca de morugas y gusanos que llevarse a un estómago que parecía no tener fondo. No servía de mucho el trabajo y el tiempo que Vicente Cofiño dedicaba a herrarlos; les clavaba en los hocicos un par de alambres cuyos extremos retorcía en espiral para que no pudieran caerse, con el fin de que al “jocar” les hiciera daño y cesaran en su intento. Pero sólo lo conseguía los cuatro primeros días; después el hocico perforado cicatrizaba, y aunque con dificultades, el bicho “seguía en sus trece”. Una de nuestras diversiones si teníamos en el bolsillo una caja de cerillas, era acercarnos con cautela por detrás del marrano, y mientra él araba con la jeta la tierra, nosotros le encendíamos los pelos blancos de la punta del rabo.

¡Y todavía hay quien dice que los niños de antes éramos mejores y más respetuosos que los de ahora! Si el mundo no avanzara a mejor, que frustración para todos. Antes teníamos más miedo al castigo, que es otra cosa

Pues lo mismo que a estos animales, también conocí sueltas por las callejas a las gallinas de todo el pueblo, hasta que la gente se fue convenciendo de que era cierto aquello de que en cautividad, dentro de un gallinero donde no pudieran correr tanto, las gallinas ponían más huevos. Yo no estoy muy seguro de que esto fuera así; de lo que si lo estoy, es de que así no se perdían tantos huevos como muchas veces dejaban entre los matorrales de los caminos, cosa que sin duda agradecían los ”esquilos”, comadrejas y demás mustélidos, que los comían durante las noches.

Las gallinas son más bien tontorronas. No se podía esperar otra cosa de unas cabezas tan menguadas de tamaño donde el cerebro debe ser diminuto. Pero de vista van bien servidas, a juzgar por lo rápido que descubren el hueco por donde poder colarse al huerto del vecino, y en menos que canta un gallo, (nunca mejor ubicado el dicho), dejarle el sembrado hecho un “bebedero de patos”. Por esta razón, y porque se me antoja a mí que son ladronas por naturaleza, los “morios” que circundaban las huertas solían estar coronados de “taramáos” de espinos u escajos, para que desde las callejas no pudieran saltar dentro de ellas. A pesar de todo ello, y porque las mujeres del pueblo necesitaban de vez en cuando discutir para dar rienda suelta a sus berrenchines contenidos, les faltaba poco para tirarse del pelo unas a otras a cuenta de que “las tus gallinas me comieron el semilleru de lechugas, que estaban de guapas que “paecía” como si don Juan el cura, les hubiera “echau” la bendición”. “Pos” te juro “nina” que no “jueron” las mías, que las tuve “tol” día “cerrás” “Pos dígote “ yo que sí ”jueron” las tuyas porque me lo dijo fulana”. “Pos fulana tiene una lengua muy larga, y es una mentirosa”. “Más mentirosa eres tú”. “Más tú y “toa” tu familia”… Así empezaba la cosa, y luego acababa unas veces mejor y otras peor.

Las gallinas solían ponerse cluecas en cuanto encontraban dentro del “ponedero” media docena de huevos. Era el ama de casa la que siempre estaba atenta para colocarle en el “nidal” quince o veinte de los más frescos que hubiera en la casa, con la esperanza de que todos estuvieran “gallados” . ¡Qué instinto tan maternal el de las gallinas! Ni para comer, dejaban su lugar de incubación; había que levantarlas y vigilarlas hasta que comieran el puñado de maíz que se les echaba. A los veintiún días eclosionaba el primer huevo, y en menos de treinta horas lo hacía el resto, salvo los no fecundados que se tiraban.

Como bolas de jugar al pin-pon, de algodón suave y amarillos como limones maduros, eran los “pollucos” que en el portal de mi casa picoteaban la masa de agua y harina de maíz que mi madre desgranaba para ellos. La clueca ahuecaba sus alas, picoteaba sin tragar emitiendo un rápido cloqueo, con el que animaba de forma incesante a que comieran sus hijos. A los pocos días empezaban a comer granos de maíz machacados con una piedra, y pocos días más tarde iban apareciendo entre la pelusa amarilla las primeras plumas.

Con tres meses de edad se mataba el primer pollo, si alguno de la familia estaba en cama con fiebre. Solía hacerse con él un caldo de los que resucitan a los muertos, con una grasa como estrellas amarillas flotando en la superficie, y en el fondo unas hebras de carne sonrosadas como el salmón, que quitaban el hipo. Si no había nadie con fiebre, los pollos en lugar de ir a la cazuela, iban a la cesta de mimbre el sábado por la noche, para el domingo a primera hora de la mañana “salir de naja” para el mercado de Cabezón donde era fácil encontrar a Bibi la pescadora grande y gorda como un elefante, que venía de Santander, y que arrimada al calor del tostador de castañas zarandeaba el delantal mientras con aquella voz aguardentosa que ella tenía, solía recitar: “caliéntate, caliéntate pájaro mío, ya que pasas hambre, no pases frío”.

Tenían como cinco meses, cuando mi madre comentaba regresando del gallinero: “Las pollucas, van a poner de un día a otru, porque están muy colorás”. Raramente se equivocaba, y en cuanto empezaban la puesta, les amasaba ortigas con la harina del maíz, porque según ella las estimulaba,

Para entonces, la gente de mi casa ya tenían hecho gallinero, y sólo las soltaban a solazarse por las callejas un “ratucu” por las tardes. Cuidaba mucho mi madre de cortarles con frecuencia las plumas grandes de las alas “pa que no esvolacen a las güertas del vecinu”, y cuando al caer el sol regresaban a ocupar cada una su sitio en el “seladero”, las contaba por si le faltaba alguna, salir en su busca antes de que la zorra la encontrara.

Mi madre tenía otro problema a la hora de la muda; porque generalmente las gallinas mudan la pluma cada año, y en esa época se quedan que dan ganas de darles limosna. El traje son puros andrajos: el cuerpo medio desnudo, con cuatro plumas por aquí y otras cuatro por allí. Y además, como además de tontas son antropófagas, en cuanto una gallina veía un poco de sangre en el cuerpo de la otra, se liaban todas a picotazos con ella, que de nada le servía al gallo sacar sus espolones de macho para poner orden en el haren, que si no era mi madre que corriendo la separaba del grupo, acababan con su vida en pocos minutos. Durante la muda dejan de poner huevos, y no vuelven a ponerlos hasta que no salen las nuevas plumas. Así que en cuanto les brotaban los nuevos tubos de plumón, ya estaba mi madre cogiendo una por una las gallinas, metiéndolas bajo el brazo izquierdo mirando hacia atrás, y metiéndole el dedo meñique en la cloaca con la ilusión de tropezar la cáscara del nuevo primer huevo de la temporada.

Así como tres años. A lo mejor se aventuraba a esperar un año más por si acaso, pero solía ser que no. Por ello un año antes había echado otra nidada que aportara nuevas generaciones. Era el momento del buen caldo en casa, de gallina vieja; porque para llevarlas al mercado de Cabezón, no estaban de buen ver, y las muy resabidas señoras que compraban, te iban a ofrecer por ellas cuatro perras gordas… Y mira lo que son las cosas, las gallinas viejas que antes comíamos en los pueblos como desechos, resulta que son un manjar difícil de encontrar en los tiempos actuales.

Jesús González ©

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