domingo, 22 de diciembre de 2013

CAOBA





La muchacha tenía la cabeza apoyada sobre el pecho de él, que la rodeaba con su brazo por encima del hombro y posaba su mano, abierta, rendida, sobre la cadera de la joven. Con la otra mano, rozándola con la yema de los dedos suavemente, muy suavemente, con la delicadeza con que se tantea el ala de una mariposa para no dañarla, le acariciaba la raíz de los cabellos, moviéndose lentamente a lo ancho de la frente y cayendo despacio, muy despacio, hasta la blandura de la sien. 

El hombre, sentado sobre la hojarasca, su espalda recostada contra el grueso tronco del árbol, una pierna extendida y la otra alzada por la rodilla ofreciendo respaldo a la joven que se acurrucaba contra él, recorría con sus ojos aquella cascada de cabellos negros que se desparramaban sobre su pecho y entre la cual veía, desde arriba, aquellas grandes pestañas cerradas que a veces temblaban un instante si él detenía sus caricias, y se volvían a apaciguar enseguida al reanudarlas; y veía aquellos labios algo entreabiertos que también de tanto en tanto, de forma casi imperceptible, parecían iniciar una frase susurrada.

Él la miraba y pensaba que era hermosa, y aquel cuerpo recostado entre sus brazos absorbía todo el torrente de ternura y de amor de que era capaz. La muchacha, como percibiendo sus pensamientos, alzó un poco la cabeza y le miró fijamente, sin prisas, serenamente, con una mirada que le taladraba hasta el fondo del cerebro y parecía formularle la más cruel de las preguntas. Miró con amor sin límites aquellos ojos femeninos que le ofrecían su brillante caoba, tan grandes, tan bellos… tan tristes. La miraba, y con su mirada le transmitía el más grande mensaje de amor que ninguna palabra fue jamás capaz de expresar. Y en los labios de la muchacha, lentamente, muy lentamente, como aparece la primera luz de un amanecer, aleteó una sonrisa.

Una suave brisa en el cálido atardecer trajo aromas de hierba, y el hombre cerró los ojos y aspiró profundamente, y permaneció unos instantes con la cabeza erguida, estático, como si saboreara el delicioso manjar del aire… Pero sus labios, apretados, temblaban y las lágrimas corrieron apresuradamente por sus mejillas hasta descolgarse sobre la frente de la muchacha. Los ojos le escocían y el pecho le galopaba desbocado por el llanto mientras apretaba contra él, ahora con fuerza, a la muchacha que se fundía contra su cuerpo.

Y llegó la calma… Abrió lentamente los ojos y, por un momento, le cegó la luz cansina del atardecer, y tuvo que parpadear con decisión para disipar la húmeda cortina que le nublaba la visión. Sus dedos reanudaron sus caricias sobre la frente de la muchacha, de nuevo cayeron sobre la blanda pendiente de su sien y recorrieron con dulzura el camino que los llevaba hasta sus labios. Y de repente se detuvieron, como el animal que intuye el peligro y quiere cerciorarse de él. Las caricias… aquel casi imperceptible movimiento de la cabeza de la muchacha, como persiguiendo el recorrido de la mano que la acariciaba para prolongar un instante más el contacto, aquella sutil, casi inexplicable respuesta… ya no la sentía. Y supo que ya había muerto… Tembloroso, colocó su mano bajo el mentón de la joven y le levantó un poco la cabeza para verle la cara. Aquellos hermosos ojos, entreabiertos, parecían mirar a un punto muy lejano, y su expresión, resignada y serena, conservaba aquella terrible pregunta que nadie nunca podría contestar.

El hombre contempló el cuerpo de su hija que, ya sin vida, se mantenía acurrucado contra él. Miró aquellos largos miembros, delgados, huesudos, hambrientos; aquel pecho del que parecían querer escapar las costillas, tan consumido, tan frágil; aquellos labios de niña que tan pocas veces rieron, y aquellas manos tan descarnadas, tan largas… La besó cariñosamente en la frente, la besó con un amor infinito, y permaneció allí durante mucho tiempo, mucho tiempo, impotente, débil, vencido, asustado… Sus ojos, ardiendo, miraban perdidos al horizonte de aquel apacible atardecer somalí, y desde ellos proyectaba hacia el mundo la más cruel, la más despiadada, la más implacable de todas las preguntas: ¿por qué?... ¿POR QUÉ?

                   José-Pedro Cladera ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pedro,¡Bienvenido al grupo!
y me gusta el escrito.

Abrazo.
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