sábado, 21 de diciembre de 2013

LA “M” CON LA “A”





            -Abuelo,  creo yo que estas cosas ya nos las contaste en algún otro escrito.- Me dirá alguno de mis nietos.

          -Puede que sí, monín. Pero cuando tú eras chiquitín, también me preguntaste muchas veces la misma cosa, y siempre te respondí como si fuera la primera vez que me lo preguntabas. Así que ahora escucha, o mejor dicho lee en silencio, que aunque te lo haya  relatado antes, a lo mejor lo entiendes y comprendes mejor como era nuestra vida cuando yo me criaba.
       
        La eme con la a, ma. La pe, con la a, pa. Así aprendí tanto a leer como a escribir, los nombres  más entrañables  de toda infancia: mamá y papá. Creo que fue don Manuel Novoa, un maestro gallego, bajo y rechoncho que portaba unas gafitas de cristales minúsculos y  redondos, y que tenía  un semblante y una papada a mitad de camino entre el Manuel Azaña de aquella época, y el Alfred Hitchcock que  años más tarde nos tuvo intrigados desde el principio hasta el fin de sus películas. Aunque en mi pueblo decían que el tal Novoa era políglota, (¡Dios, como me costó aprender la palabreja!), pienso que no debió ser tanto, teniendo en cuenta que entonces el que sabía hacer la o con un  canuto, era capitán general; porque la mayoría no sabíamos ni lo que era una “o”, y  mucho menos  lo que era un canuto, que a lo sumo llamaríamos un “tubucu”. Pero sí, casi seguro que fue él quien machacó conmigo sobre el “Catón” y el “Rayas” hasta hacerme conocer cada una de las letras de nuestro abecedario.

            La escuela donde las aprendí quedó sepultada en su día  bajo la flamante Autovía del Cantábrico, a mitad de camino entre Caviedes y Vallines, y solo quedan de ella viejas fotografías en poder de algunos vecinos del pueblo, y en  el recuerdo de los cada vez menos alumnos que en ella estudiamos.

            Ignoro la razón por la que también nos dio clase de forma excepcional la señorita María Luisa Barrón, profesora de las niñas quien pasando el tiempo, y de forma incomprensible, se convertiría en esposa del  maestro gallego. Lo de forma incomprensible lo digo porque a ella la recuerdo como mujer atrayente, y a él, si tendría que ponerle un adjetivo, diría que repelente.  Más tarde nos la dio Ángeles Olmedo, una pizpireta maestra venida de Valladolid, de boca muy pintada, que remarcaba constantemente  con el lápiz pintalabios el corazón de su labio superior, y luego le repasaba con la punta de su fina lengua como queriendo reforzar con ello  la fijación de  la pintura.

            Para cuando vino la señorita Ángeles, ya había terminado la guerra, ya habían sustituido  el color morado de la bandera republicana por otro rojo, y habían  colgado en alto, en medio de la pared  que había tras la mesa del maestro, un crucifijo que tenía al lado   derecho un gran retrato de Franco con una capa de cuello de pieles, y al lado izquierdo la foto de José Antonio Primo de Rivera vestido de falangista.  Con tal motivo la maestra María Luisa, nos enseñó una canción que empezaba diciendo: La cruz en la escuela que hermosa que está, de allí mano impía la quiso arrancar. ¡Oh, que fecunda luz, da la divina cruz…! Lo solíamos cantar antes de salir de la clase de las mañanas. Era muy cantarina la señorita María  Luisa; la recuerdo  cuando las comuniones, dirigiendo    a las niñas  en los primeros bancos de la iglesia para que  acompañaran  su voz de vice tiple aflautada  entonando “yo soy felíz, yo soy felíz, yo nada anhelo  porque mora en mí, el Rey de  tierra  y cielo, ¡Yo soy felíz!”

            Todas  las mañanas  antes de entrar a clase se izaba la bandera cuyo mástil estaba en la fachada exterior de la escuela, justo en medio de las aulas de niños y niñas. Nosotros formábamos columna uno tras otro en el lado derecho de la escalera de cemento que desde la carretera bajaba hasta el edificio escolar, y en el lado izquierdo lo hacían las niñas. Con el brazo en alto y la palma de la mano extendida cantábamos el “Cara al sol”, o el “Viva España, alzar los brazos hijos del pueblo español…”

            Antes de salir de clase en las tardes, cantábamos la tabla de multiplicar desde el 2 x 1 =2 hasta el 10 x 10 = 100, y lo aprendí tan aprendido, que siempre les dí la solución a mis nietos  antes de que a ellos les diera tiempo  a sacar la calculadora, que  es como hacen ahora las cuentas.

            Los pupitres sobre los que los maestros nos machacaban los sesos con la intención de ilustrarnos,  debían ser de cuando reinaba Carolo, y no lo digo tanto por su estilo como por su conservación. En algún tiempo no cabía duda que fueron barnizados, porque  los lugares más protegidos aún conservaban cierto brillo que lo hacía presumir, pero la tabla inclinada sobre la que poníamos el cuaderno de caligrafía, estaba escrita con mil nombres y fechas gravados a punta de navaja, y la estrecha tabla plana de la parte superior donde había un boquete para meter el tintero, y un rebaje para plumas y lapiceros, estaba sucia de tinta vieja, de trozos de “pinturines” de  todos los colores, y de astillas diminutas de madera arrancadas  de las puntas de los lápices a base de cuchilla vieja de afeitar, de las que desechaban nuestros padres.

            Había en los maestros un  interés   por la caligrafía, que superaba al de la ortografía. Todas las plumillas eran de punto blando para que los trazos de las letras fueran estrechos en las subidas y anchos en los descensos, con lo  que intentaban que consiguiéramos un tipo tan perfecto de letra inglesa, como si estuviéramos destinados a ser el día de mañana los escribamos de un reino.

            Papel no gastábamos mucho.  A parte del cuaderno de caligrafía, estaba “él de limpio”, que era a donde con todo el primor del mundo pasábamos para que quedara constancia de nuestro saber, todo lo que el maestro consideraba que debía de quedar.  Para el resto de escrituras y de cuentas ahí estaba la pizarra  con sus pizarrines. Negra como la noche, dentro del  consabido  marco de madera, nos mostraba blancas como la luz del día las letras y los números que con el pizarrín íbamos escribiendo en su superficie. Cuando se llenaba, un par de escupitajos sobre lo escrito lo arreglaba todo; sujetábamos luego con cuatro dedos la manga del “babis”  el que le tenía, y quien no, la manga de la camisa sobre la palma de la mano, frotábamos con entusiasmo, y quedaba la pizarra tan limpia para empezar de nuevo, que parecía que nos la acababa de comprar nuestra madre en la ferretería de Labrador el último domingo de mercado.

            Lo mejor de todo eran los recreos. Jugábamos a “la rampla” o al “garbancito”, y si el tiempo estaba húmedo nos descalzábamos  para hacer “resbalitos” en los lindones de la braña que había entre la escuela y la carretera. Jugábamos al “guá” con canicas de barro, y al “ruchi” con las nueces que cogíamos  “a calamejazu limpiu” de los nogales que había  en la braña de la bolera. Y cuando no se nos ocurría otra cosa mejor, los mayores nos mandaban a los más chicos que le picáramos la oreja a alguno, con lo que se armaba la marimorena, y nos enzarzábamos cuatro o seis en una pelea de las que siempre salía alguno con la camisa mucho más rota de cómo la llevaba, y sangrando por los dientes.  Como consecuencia de ello, el maestro nos mandaba poner juntos y mirando para el cielo  los cinco dedos de la mano izquierda, y sobre las uñas nos arreaba unos “regletazos” que nos hacían ver las estrellas, y metíamos los dedos  bajo el sobaco derecho como si aquello nos fuera a mitigar  el dolor.

            Mientras, en el portal del otro lado las crías jugaban a “la Tara” saltando a “la pita la coja” Un, dos, tres. A, e, castillo, castillo.  Eso las chicas, porque a  las mayores la maestra las mandaba sentarse en unas sillas de paja que tenían las patas muy bajas, les ponía entre las manos los bastidores, y… ¡A bordar se dijo!  Ya se lo agradecerían el día que fueran muchachas casaderas, y supieran hacerse los ajuares  ellas mismas.

              Tras la escuela todo eran matorrales hasta llegar a la cambera que iba por “Rolaviña” a Caviedes. Aquello era nuestro retrete, aunque los más pudorosos  cruzaban la cambera para meterse entre los maíces que crecían en las dos tierras que había en Redondo.

            Hasta la fuente de  Rolaviña íbamos  con el botijo  a buscar el agua para el maestro. No es que a nosotros nos prohibiera el maestro beber de él, aunque agradecía que no lo hiciéramos porque así no dejábamos nuestras babas sobre el bocal. Lo que ocurría es que ninguno queríamos beber desde el día que Novoa mandó ir a la fuente a “Sidro” el de Vallines, y por el camino, en venganza de los muchos “bardiascazos” que le llevaba dados en las manos y en la piernas, le meó dentro…

               Jesús González ©

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