La
semana pasada acompañamos a nuestros amigos de Val de San Vicente a visitar la
ciudad de Tordesillas en la provincia de Valladolid. Allí, la parada de autobuses está al lado de
unos solares tan sucios y tan
abandonados de la mano de Dios y de la
mano de los gobernantes del municipio, que ni ganas me entraron de apearme del
vehículo que me llevó.
Pero
Tordesillas atrapa al visitante en cuanto deja tan desolado lugar. Tordesillas es un pueblo lleno de
historia, de palacios medievales, de iglesias y de conventos, con una plaza
recoleta, y unas bodegas de vino que casi sería pecado mortal dejar de visitar.
Además,
Tordesillas está de actualidad estos días por su discutido festejo del “Toro de
la Vega”. A mí tampoco me gusta que nadie maltrate a los animales, por lo que
si hay que eliminar esta fiesta, que la eliminen. Pero si hay suficientes
razones para que continúe, pues adelante con ella; que a decir verdad, el que
haya quien se rasgue las vestiduras por la muerte de un toro mientras en el
mundo mueren de hambre miles de niños, no lo acabo de entender. Que además de los que mueren, están los que
viven condenados a trabajos que no deben
de hacer, y los explotados sexualmente
para cuyos violadores no pedimos a gritos la castración inmediata. Reconozco
que si soy uno más de los que no se echan a la calle ante tanta injusticia,
mucho menos me voy a poner a gritar porque acuchillen a un toro.
Pero no fue ninguna de las cosas anteriores lo que me inspiró el título de mi escrito. Ni
siquiera fue el buen yantar con que nos nutrieron en el
restaurantes “Los Toreros”, que también tuvo su importancia, y que nos ayudó a
vivir, a juzgar por el entusiasmo que pusimos al devorar cuanto había en los
platos. Quien me incitó a escribir sobre
ello, fue nuestra visita al Real Monasterio de Santa Clara, que aglutina dentro del
edificio mudéjar mejor conservado de Castilla-León, un convento de monjas Clarisas, las estancias de un antiguo
palacio, y los baños impresionantes que en su día dejaron allí los árabes.
La
guía nos explicó lo interesante de cada estancia, y nos relató el trozo de historia que en su día le dio importancia.
Fue al entrar en la iglesia cuando nos pidió silencio y su voz se hizo un
susurro para las explicaciones, porque allí, y separadas por unas verjas de
hierro, hacían oración dos religiosas.
Supe entonces que tras las puertas de “Clausura” vivían ocho monjas Clarisas,
que desde el día de su consagración no habían vuelto a ver la luz del sol si no
era la que a raudales entraba en su claustro, o a través de las altísimas
ventanas de aquellas paredes inexpugnables.
Allí viven
ocho mujeres, que según mi primera opinión, fueron enterradas en vida
por propia voluntad. Son monjas
contemplativas que no hacen otra cosa
más que orar al Creador por la paz y el bien de todo lo creado, empezando por
nosotros los humanos. Y viven con lo que ganan de la venta de los dulces que
fabrican, y de las limosnas que les dan, que, dicho sea de paso, si todos los
visitantes son tan generosos como fuimos nosotros, pronto no les quedarán fuerzas ni para arrastrar el hábito que
visten.
Se
necesita una fe de tres pares de… , para seguir rezando después de ver que
desde que Santa Clara fundó la orden, hasta hoy, en el mundo nos seguimos
comiendo los unos a los otros. (Han cambiado las formas de hacerlo, pero las
sanguijuelas siguen chupando la sangre). Lo que debe ocurrir es que ellas
pensarán que si no hicieran sus rezos, aún estaríamos mucho peor.
Es
una forma de vivir, y cada loco con su tema.
Otras en vez de monjas se van de
“pilinguis” porque la vocación es distinta. Y como dijo hace poco el papa
Francisco, ¿Quién soy yo para juzgar a
nadie…?
Jesús González ©
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