miércoles, 9 de octubre de 2013

VIVIR





            La semana pasada acompañamos a nuestros amigos de Val de San Vicente a visitar la ciudad de Tordesillas en la provincia de Valladolid.  Allí, la parada de autobuses está al lado de unos solares tan sucios  y tan abandonados de la mano de Dios y de  la mano de los gobernantes del municipio, que ni ganas me entraron de apearme del vehículo que me llevó.
           
            Pero Tordesillas atrapa al visitante en cuanto deja tan desolado  lugar. Tordesillas es un pueblo lleno de historia, de palacios medievales, de iglesias y de conventos, con una plaza recoleta, y unas bodegas de vino que casi sería pecado mortal dejar de visitar.

            Además, Tordesillas está de actualidad estos días por su discutido festejo del “Toro de la Vega”. A mí tampoco me gusta que nadie maltrate a los animales, por lo que si hay que eliminar esta fiesta, que la eliminen. Pero si hay suficientes razones para que continúe, pues adelante con ella; que a decir verdad, el que haya quien se rasgue las vestiduras por la muerte de un toro mientras en el mundo mueren de hambre miles de niños, no lo acabo de entender.  Que además de los que mueren, están los que viven  condenados a trabajos que no deben de hacer,  y los explotados sexualmente para cuyos violadores no pedimos a gritos la castración inmediata. Reconozco que si soy uno más de los que no se echan a la calle ante tanta injusticia, mucho menos me voy a poner a gritar porque acuchillen a un toro.

            Pero  no fue ninguna de las cosas anteriores  lo que me inspiró el título de mi escrito. Ni siquiera fue  el  buen yantar con que nos nutrieron en el restaurantes “Los Toreros”, que también tuvo su importancia, y que nos ayudó a vivir, a juzgar por el entusiasmo que pusimos al devorar cuanto había en los platos. Quien me incitó  a escribir sobre ello, fue nuestra visita al Real Monasterio de Santa Clara, que aglutina  dentro del  edificio mudéjar mejor conservado de Castilla-León,  un convento de monjas  Clarisas, las estancias de un antiguo palacio, y los baños impresionantes que en su día dejaron allí los árabes.

            La guía nos explicó lo interesante de cada estancia, y nos  relató el trozo de  historia que en su día le dio importancia. Fue al entrar en la iglesia cuando nos pidió silencio y su voz se hizo un susurro para las explicaciones, porque allí, y separadas por unas verjas de hierro, hacían  oración dos religiosas. Supe entonces que tras las puertas de “Clausura” vivían ocho monjas Clarisas, que desde el día de su consagración no habían vuelto a ver la luz del sol si no era la que a raudales entraba en su claustro, o a través de las altísimas ventanas de aquellas paredes inexpugnables. 

            Allí  viven  ocho mujeres, que según mi primera opinión, fueron enterradas en vida por propia voluntad.  Son monjas contemplativas que no  hacen otra cosa más que orar al Creador por la paz y el bien de todo lo creado, empezando por nosotros los humanos. Y viven con lo que ganan de la venta de los dulces que fabrican, y de las limosnas que les dan, que, dicho sea de paso, si todos los visitantes son tan generosos como fuimos nosotros, pronto  no les quedarán  fuerzas ni para arrastrar el hábito que visten.

            Se necesita una fe de tres pares de… , para seguir rezando después de ver que desde que Santa Clara fundó la orden, hasta hoy, en el mundo nos seguimos comiendo los unos a los otros. (Han cambiado las formas de hacerlo, pero las sanguijuelas siguen chupando la sangre). Lo que debe ocurrir es que ellas pensarán que si no hicieran sus rezos, aún estaríamos mucho peor.

            Es una forma de vivir, y cada loco con su tema.  Otras en vez de  monjas se van de “pilinguis” porque la vocación es distinta. Y como dijo hace poco el papa Francisco,  ¿Quién soy yo para juzgar a nadie…?
             
            Jesús González ©

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