domingo, 22 de septiembre de 2013

EL CARRETILLO




            No había casa sin  un carretillo.  Y en algunas, hasta dos. Solían ser todos ellos de madera y de fabricación artesanal. Conocí alguno que hasta la rueda tenía de madera, y su artesano  no podía ser otro que tiu Cofiño. ¡Coño, qué hombre!  Cosa que se le metía entre ceja y ceja, cosa que llevaba adelante. Era tenaz como él solo. Pero quitando estos que hacía Vicente, lo normal es que las ruedas fueran hierro; primero hechas de fragua. En la fragua que los hermanos de "Rosaliúca" tenían en el Cotero, se hicieron bastantes. Más tarde fueron de forja. Y después la cosa degeneró tanto, que los carretillos se hicieron de chapa de hierro con rueda de goma casi igual que los coches que van por la carretera. ¡Esos carretillos son una porquería!  La historia que yo cuento, es la de los carretillos de antes, aquellos que sus ruedas jamás se podían pinchar, ni cuando te sentabas en ellos sentías el culo frío, porque la madera no se enfría como el hierro.



            Aquellos carretillos servían para todo. Pero especialmente para nosotros, los críos de entonces,  servían para viajar en ellos  por todas las callejas del barrio:



            -Ahora bájate, y “carrícame”  tú a mí, que ya te “carreé” bastante yo  ti.



            Tiesos como velas, íbamos dentro del carretillo sentados sobre un saco  de esparto cuando la suciedad del interior estaba húmeda. Contentos como unas Pascuas, y echando en falta solamente una bocina  como la del coche de don Tomás el médico, “pa” asustar a María la de “Nelucu” cuando nos cruzábamos con ella.



            Lo usábamos también para ir a la tierra a buscar  unos nabos o remolachas para el pienso de la vaca parida, o para llevar de un sitio a otro cualquier peso que hiciera falta.



            Pero el verdadero sentido del carretillo en las cuadras, eras sacar todas las mañanas el estiércol fresco de las vacas, y apilarlo en el rincón más cercano de cualquier calleja, si no tenías una huertuca al lado de casa donde pudieras hacerlo. ¡Virgen del Carmen, cuánto cagaban aquellas vacas de entonces!  Y que no fuera en primavera cuando comían la hierba verde, porque entonces soltaban como a presión un caño de pasta oscura, que como uno no anduviera listo le bañaban de arriba abajo, dejándole como un “santucristo”  en menos que canta un gallo.

            Lo bueno era lo normal. La cagada pastosa, pero consistente. Algo así como dos o tres ensaimadas que se desplomaban sobre la mullida de helechos secos, que casi ni los manchaba. Recoger aquello con la pala de “guinchos” y echarlo al carretillo era una delicia. Pero ¡anda!, que como tuvieras que barrerlo con el escobón de brezos en aquél suelo de piedra encachada, y después recogerlo con la pala de tierra, era un coñazo.



            Cuando ya se había recogido todo, íbamos a la pila de mullida, metíamos cuatro o cinco paladas que esparcíamos por todas las camas de  las vacas, y quedaba la cuadra que daba gloria verla. Era entonces cuando a la “Josca” se le ocurría mear, y… ¡hala!  Algo así como las cataratas de un  río te salpicaban las alpargatas, las piernas, y lo que hiciera falta salpicar. Hasta la nariz te llegaba un olor como a cerveza derramada, te quedabas un rato mirando a la “Josca” con ganas de darle un par de estacazos bien dados, pero al fin te agarrabas  a los brazos del carretillo y empujabas con fuerza aquel  último viaje de la mañana.



            En el corral no había asfalto como hay ahora, que era de piedras y de tierra, todo ello bien prensado de tanto pasarle por encima las ruedas de los carros y las pezuñas de las vacas. Pero como estuviera lloviendo, la rueda del carretillo patinaba en alguna piedra que asomaba más de la cuenta, y si no se entornaba el carretillo y mandabas todo el abono a tomar por donde Caperucita llevaba el cesto, te ibas tu de morros contra la carga que llevabas, y comías más mierda que la que siempre había  en los “seladeros” de un gallinero.



            Pero te aseguro que todo esto no estaba exento de poesía. El que quiere encontrar algo bonito, lo encuentra aunque sea en la mismísima mierda. Mira,  los gorriones casi eran amigos nuestros, y volaban siempre cerca de nosotros buscando proteínas calientes. Las “pisonderas” con sus colas negras y blancas nos seguían a pequeños saltitos, como queriendo pasar  inadvertidas. Y a las” papucas”, (a las que siempre seguiré llamando así, por más que me digan que son petirrojos),  parecía que el pecho se les ponía más rojo, como si se ruborizaran de vernos patinar y caer de morros contra el  coño carretillo siempre que iba cargado de tan perfumado contenido. Y teníamos al lado al perro de casa, que retozaba  y saltaba en torno nuestro lleno de alegría para saludarnos  todas las mañanas. Las gallinas, que en cuanto nos veían, corrían abriendo las alas para no caerse de cabeza, y llegaban antes que nosotros a la pila del estiércol esperando las nuevas sorpresas que pudieran encontrar en el último carretillo. Los “chones” “jocicando”  por el otro lado de la pila del abono, porque a estos les gusta más buscar ellos los gusanos, que las sorpresas que uno pudiera  traerles de la cuadra… Y luego, si le echamos  un poco  más   de imaginación, vemos  poesía hasta en los goterones que cuando llueve pingan de los tejados, en los calderos de cinc que recogen  pacientemente ese agua que cae sin cesar. Y hasta en el humo denso que suelta la chimenea de la casa, que no deja de ser como un incienso que sube al cielo  para agradecer al Creador  nuestra mísera  subsistencia…



            En fín, que en Carmona hicieron un monumento a las abarcas carmoniegas, y a mí me gustaría que en cualquiera de nuestras aldeas le hicieran otro al carretillo de mi niñez.

               Jesús González ©

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