No
había casa sin un carretillo. Y en algunas, hasta dos. Solían ser todos
ellos de madera y de fabricación artesanal. Conocí alguno que hasta la rueda
tenía de madera, y su artesano no podía
ser otro que tiu Cofiño. ¡Coño, qué hombre!
Cosa que se le metía entre ceja y ceja, cosa que llevaba adelante. Era
tenaz como él solo. Pero quitando estos que hacía Vicente, lo normal es que las
ruedas fueran hierro; primero hechas de fragua. En la fragua que los hermanos
de "Rosaliúca" tenían en el Cotero, se hicieron bastantes. Más tarde fueron de
forja. Y después la cosa degeneró tanto, que los carretillos se hicieron de
chapa de hierro con rueda de goma casi igual que los coches que van por la
carretera. ¡Esos carretillos son una porquería!
La historia que yo cuento, es la de los carretillos de antes, aquellos
que sus ruedas jamás se podían pinchar, ni cuando te sentabas en ellos sentías
el culo frío, porque la madera no se enfría como el hierro.
Aquellos
carretillos servían para todo. Pero especialmente para nosotros, los críos de
entonces, servían para viajar en ellos por todas las callejas del barrio:
-Ahora
bájate, y “carrícame” tú a mí, que ya te
“carreé” bastante yo ti.
Tiesos
como velas, íbamos dentro del carretillo sentados sobre un saco de esparto cuando la suciedad del interior
estaba húmeda. Contentos como unas Pascuas, y echando en falta solamente una
bocina como la del coche de don Tomás el
médico, “pa” asustar a María la de “Nelucu” cuando nos cruzábamos con ella.
Lo
usábamos también para ir a la tierra a buscar
unos nabos o remolachas para el pienso de la vaca parida, o para llevar
de un sitio a otro cualquier peso que hiciera falta.
Pero
el verdadero sentido del carretillo en las cuadras, eras sacar todas las mañanas
el estiércol fresco de las vacas, y apilarlo en el rincón más cercano de
cualquier calleja, si no tenías una huertuca al lado de casa donde pudieras
hacerlo. ¡Virgen del Carmen, cuánto cagaban aquellas vacas de entonces! Y que no fuera en primavera cuando comían la
hierba verde, porque entonces soltaban como a presión un caño de pasta oscura,
que como uno no anduviera listo le bañaban de arriba abajo, dejándole como un
“santucristo” en menos que canta un
gallo.
Lo
bueno era lo normal. La cagada pastosa, pero consistente. Algo así como dos o
tres ensaimadas que se desplomaban sobre la mullida de helechos secos, que casi
ni los manchaba. Recoger aquello con la pala de “guinchos” y echarlo al
carretillo era una delicia. Pero ¡anda!, que como tuvieras que barrerlo con el
escobón de brezos en aquél suelo de piedra encachada, y después recogerlo con
la pala de tierra, era un coñazo.
Cuando
ya se había recogido todo, íbamos a la pila de mullida, metíamos cuatro o cinco
paladas que esparcíamos por todas las camas de
las vacas, y quedaba la cuadra que daba gloria verla. Era entonces
cuando a la “Josca” se le ocurría mear, y… ¡hala! Algo así como las cataratas de un río te salpicaban las alpargatas, las
piernas, y lo que hiciera falta salpicar. Hasta la nariz te llegaba un olor
como a cerveza derramada, te quedabas un rato mirando a la “Josca” con ganas de
darle un par de estacazos bien dados, pero al fin te agarrabas a los brazos del carretillo y empujabas con
fuerza aquel último viaje de la mañana.
En
el corral no había asfalto como hay ahora, que era de piedras y de tierra, todo
ello bien prensado de tanto pasarle por encima las ruedas de los carros y las
pezuñas de las vacas. Pero como estuviera lloviendo, la rueda del carretillo
patinaba en alguna piedra que asomaba más de la cuenta, y si no se entornaba el
carretillo y mandabas todo el abono a tomar por donde Caperucita llevaba el
cesto, te ibas tu de morros contra la carga que llevabas, y comías más mierda
que la que siempre había en los
“seladeros” de un gallinero.
Pero
te aseguro que todo esto no estaba exento de poesía. El que quiere encontrar
algo bonito, lo encuentra aunque sea en la mismísima mierda. Mira, los gorriones casi eran amigos nuestros, y
volaban siempre cerca de nosotros buscando proteínas calientes. Las
“pisonderas” con sus colas negras y blancas nos seguían a pequeños saltitos,
como queriendo pasar inadvertidas. Y a
las” papucas”, (a las que siempre seguiré llamando así, por más que me digan
que son petirrojos), parecía que el pecho
se les ponía más rojo, como si se ruborizaran de vernos patinar y caer de
morros contra el coño carretillo siempre
que iba cargado de tan perfumado contenido. Y teníamos al lado al perro de
casa, que retozaba y saltaba en torno
nuestro lleno de alegría para saludarnos todas las mañanas. Las gallinas, que en cuanto
nos veían, corrían abriendo las alas para no caerse de cabeza, y llegaban antes
que nosotros a la pila del estiércol esperando las nuevas sorpresas que
pudieran encontrar en el último carretillo. Los “chones” “jocicando” por el otro lado de la pila del abono, porque
a estos les gusta más buscar ellos los gusanos, que las sorpresas que uno
pudiera traerles de la cuadra… Y luego,
si le echamos un poco más de imaginación, vemos poesía hasta en los goterones que cuando
llueve pingan de los tejados, en los calderos de cinc que recogen pacientemente ese agua que cae sin cesar. Y
hasta en el humo denso que suelta la chimenea de la casa, que no deja de ser
como un incienso que sube al cielo para
agradecer al Creador nuestra mísera subsistencia…
En
fín, que en Carmona hicieron un monumento a las abarcas carmoniegas, y a mí me
gustaría que en cualquiera de nuestras aldeas le hicieran otro al carretillo de
mi niñez.
Jesús González ©
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