Como casi siempre que escribo de mis recuerdos, sitúate
no menos de setenta años atrás. Entonces había bastantes mercados de ganados.
Lo que más se vendían y compraban, eran vacas; pero también terneros, caballos,
burros, ovejas, cabras y cerdos.
Así, a primera vista de subconsciente, afloran en mi
memoria los mercados quincenales de la Llama en Torrelavega, y los de la Losa
en Cabezón de la Sal, también cada quince días, pero en semanas no
coincidentes. Después estaban los de Unquera, y los Orejo y Solares. A los
oídos de los habitantes de esta parte oriental de la provincia, nos sonaban
así, como muy de cerca, los mercados asturianos de Posada de Llanes y Pola de
Siero, lo que seguramente quiere decir, que también tenían su importancia.
Recuerdo perfectamente los madrugones de la gente de mi
pueblo cuando algún domingo necesitaban llevar a vender una vaca a Cabezón. Ya
de víspera le habían dado al animal un buen cepillado en la cuadra, con
rasqueta metálica y cepillo de raíces. Los más curiosos hasta los pelos del
rabo le recortaban con unas tijeras viejas, y finalmente le proporcionaban al
suelo abundantes paladas de mullida seca para que se manchara lo menos posible.
Con la luz de las estrellas salía el amo de casa
después de haber desayunado un huevo frito y chorizo bien “mugados” con torta
de “borona”. La vaca sujeta con un ramal, y tras él, el crío aterido de frío
con una vara de avellano en las manos para arrear al animal Turujal arriba.
(Claro que las cosas fueron mejorando, y después era ya el camión del Alemán de
Pesués quien llevaba los animales, y su autobús a las personas, pero esa es
otra historia).
A la salida de Cabezón, cerca del molino de la Losa y
entre la carretera y el río Mierdero, (por tal nombre se le conocía), estaba la
campa donde crecían unos plátanos enormes. Una fila de camiones para el
transporte de ganado junto a la carretera, y sobre la paredilla que la separa
del recinto, mil aperos de labranza dispuestos para vender. Bajo la sombra de
los árboles, y atados a ellos y a improvisadas estacas, los animales en venta.
Entre ellos, hombres que van y vienen sorteando heces y orinas del suelo.
Mugidos de vacas lecheras con las ubres prestas a reventar tras dos días sin
ordeño, quejidos de terneros que añoran la leche materna, y el rebuzno grotesco
del burro que atado a un árbol percibe del aire la proximidad de la hembra en
celo…
Salpicando el panorama, con boinas o chapelas, y
distinguidos del resto de las personas sobre todo por sus blusones grises y sus
palos blancos de fresno, se movían los tratantes de ganado llegados del país
vasco, de Asturias y Galicia u otras provincias, observando la mejor o peor
estampa que los animales en venta pudieran ofrecer. Tocaban con la punta de la
vara el lomo de la vaca observada para comprobar el aire con que se movía,
apartaban ligeramente el rabo para facilitar una mirada trasera de la ubre
sonrosada, y como queriendo quitar valor al animal observado, preguntaban al
amo cual era el precio de aquella cabra.
-“Paa” ti, a ningún “preciu”, so “listu” de los
cojones. Que yo por aquí no veo ninguna cabra, aunque sí veo algún cabrón
“llegau” de otra provincia…
Cuando al tratante realmente le interesaba alguno de
los animales, lejos de entablar conversación con el amo solía enviarle a un
compinche para que le ofreciera un precio muy por debajo de lo que realmente
creía que podía valer. Era una forma de encontrarle media hora más tarde con
las pretensiones quebradas, y dispuesto a dar el animal en algo menos de lo que
en un principio soñó.
En algunas ocasiones las porfías en los precios subían
de tono porque la terquedad del vendedor no permitía bajar ni una peseta, y la
del comprador no permitía subir un solo céntimo. Surgía entonces sin nadie
saber de donde había salido, el intermediario de turno que agarraba con una
mano la diestra del comprador y con la otra la del vendedor, intentando que
ambos se dieran el esperado apretón de manos que cerraba el trato, mientras les
decía con solemnidad:
- Ni para uno, ni para el otro. ¡Partimos a la mitad
esos treinta duros, y nos vamos juntos a tomar la robla!
Si la propuesta surtía efecto, el intermediario notaba
al instante como aflojaba la tensión de aquellos brazos. La crispación de la
disputa cedía para dar paso a unas sonrisas de complicidad, y el tratante
tomaba las tijeras que solía llevar en el profundo bolsillo de su blusón
oscuro, para con distintos cortes del pelo, dejar su marca sobre el cuarto
trasero del animal comprado.
En los bares cercanos se celebraban los tratos con
blancos de la Nava y tintos de Valdepeñas, que ni tan de Rueda era el blanco ni
tan de Rioja era el tinto en aquellos tiempos. Ni tan listos los bodegueros que
casi no habían aprendido todavía el truco de las crianzas y las reservas de tal
o cual año, con lo que sus parroquianos pudieran presumir de entendidos, y
ellos llevarse el dinero de tal presunción.
Lo bueno de todo ello era a la hora del embarque: “A la
dos, al camión azul”, había dicho el tratante al vendedor. Y como clavos, a las
dos menos cinco ya había una docena larga de vendedores tirando cada uno del
ramal de su vaca alrededor del camión azul.
La puerta trasera abatible ya esteba en el suelo.
Reculando por ella arriba, y tirando del cordel con todas sus fuerzas porque el
bicho nunca vio un camión y se negaba en redondo a subir, el vendedor quemaba
todas sus energías, mientras que desde el suelo la vaca asustada recibía palos
por un lado y por otro de los hombres que a empujones la obligaban a remontar
por aquella tarima arriba.
Cuando una tras otra fueron colocadas en el interior
del camión las vacas vendidas, se hizo el silencio. Con la solemnidad del
buitre que vuela en solitario , apoyó el tratante la espalda del blusón negro
sobre la puerta abatible ya cerrada, y como sombras silenciosas le rodearon los
vendedores . Con calma subió el buitre su blusón para permitir que su diestra
llegara al bolsillo interior del chaquetón que llevaba debajo, y sacó una
cartera gigante y gruesa como eran todas las carteras de los tratantes de
entonces, a la que daba dos vueltas una goma de un centímetro de ancha. Con
parsimonia, y con la mayor tranquilidad del mundo porque entonces los ladrones
eran menos y esos menos no se arriesgaban fácilmente, el tratante iba sacando
puñados de dinero que repartía entre aquellos a quienes había comprado un
animal.
-Toma, tus cinco mil reales. A ti, las mil quinientas
pesetas que acordamos. Lo tuyo dijimos que doscientos cuarenta duros, aquí los
tienes.
Y así, lo mismo hablando en reales que en pesetas, o en
duros si a mano viene,( que las tres expresiones eran frecuentes entonces), uno
a uno pagaban fielmente las cantidades convenidas.
Los vendedores volvían para casa con las perras en el
bolsillo más alegres que unas castañuelas, y los tratantes regresaban a sus
provincias calculando durante el viaje los beneficios que pudieran sacar a cada
uno de los animales comprados en el mercado de la Losa en Cabezón.
Jesús González González ©
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