miércoles, 31 de julio de 2013

TORMENTA SOBRE EL PARKING





        Llegamos a Santillana del Mar con un sol de justicia, como pocas veces se le ha visto en este pueblo  achicharrar al visitante, y tuvimos la suerte de encontrar un lugar sombreado de árboles en el más grande y moderno de los aparcamientos que hay en el lugar, para dejar nuestro coche.

            Como buenos anfitriones llevamos a nuestros invitados por todos los rincones de Santillana. Para María Ángeles fue como redescubrir de nuevo el pueblo, pues nos comentaba sobre la marcha que hacía más de cuarenta años que lo había visitado, y apenas recordaba más que  la Colegiata, y a una señora con un delantal blanco, que sentada a la puerta de una cuadra con vacas, vendía vasos de leche con trozos de bizcocho casero.

            Nuestros tres huéspedes se declararon enamorados de Santillana, de sus palacios y sus blasones; de sus portaladas y sus arcadas; de sus casas centenarias y del gris de sus piedras de granito que los transportaba como en un sueño cinematográfico al corazón de una ciudad de la Edad Media.

            Solo lamentaron los inevitables tenderetes de recuerdos que la masificación del turismo trae consigo, y  que, paradójicamente, resta un poco de autenticidad a las cosas realmente auténticas.

            Visitamos por último el claustro de la Colegiata y el museo de Jesús Otero, y decidimos salir del pueblo para tomar una cerveza fresca en la terraza de cualquier bar que encontráramos camino de Comillas, donde nos propusimos comer. Aligeré el paso, y me adelanté para sacar el coche hasta la carretera.

            El sol seguía proyectándose como con rabia  sobre el aparcamiento abarrotado de coches, y sus rayos reverberaban  sobre las chapas ardientes de todos ellos. Solo tres almas en aquel lugar: la mía, y las dos de una pareja gorda y bien nutrida, entrada en años, que caminaba delante y a la que poco a poco le fui dando alcance.

             Tres o cuatro metros faltarían para alcanzarlos, cuando la señora dejó escapar una ventosidad sonora, y tan  prolongada, que temí se desinflaría con la pérdida de tantos gases comprimidos. Siguieron unos segundos de suspense tan denso, que los consideré dignos de figurar en un film de Alfred Hitchcock .

            De repente el señor  volvió la cara por comprobar si les seguía algún posible oyente, y cuando me descubrió a dos pasos tosió y carraspeó con la intención de que asociara  el primer ruido con estos otros tan mal  interpretados.

            Cuando los adelanté, el hombre dijo por decir algo:

            -Calor, eh…

            -Sí, - respondí.- Posiblemente nos sorprenda una tormenta de verano…

                                               J. González ©

1 comentario:

lns Ángeles Sánchez Gandarillas dijo...

Buen relato. ¡Menos mal que tienes algo de sordera, que si no te tiene que hospitalizar por el susto del estruendo, sonrío.