Llegamos
a Santillana del Mar con un sol de justicia, como pocas veces se le ha visto en
este pueblo achicharrar al visitante, y
tuvimos la suerte de encontrar un lugar sombreado de árboles en el más grande y
moderno de los aparcamientos que hay en el lugar, para dejar nuestro coche.
Como
buenos anfitriones llevamos a nuestros invitados por todos los rincones de
Santillana. Para María Ángeles fue como redescubrir de nuevo el pueblo, pues
nos comentaba sobre la marcha que hacía más de cuarenta años que lo había
visitado, y apenas recordaba más que la
Colegiata, y a una señora con un delantal blanco, que sentada a la puerta de
una cuadra con vacas, vendía vasos de leche con trozos de bizcocho casero.
Nuestros
tres huéspedes se declararon enamorados de Santillana, de sus palacios y sus
blasones; de sus portaladas y sus arcadas; de sus casas centenarias y del gris
de sus piedras de granito que los transportaba como en un sueño cinematográfico
al corazón de una ciudad de la Edad Media.
Solo
lamentaron los inevitables tenderetes de recuerdos que la masificación del
turismo trae consigo, y que,
paradójicamente, resta un poco de autenticidad a las cosas realmente
auténticas.
Visitamos
por último el claustro de la Colegiata y el museo de Jesús Otero, y decidimos
salir del pueblo para tomar una cerveza fresca en la terraza de cualquier bar
que encontráramos camino de Comillas, donde nos propusimos comer. Aligeré el
paso, y me adelanté para sacar el coche hasta la carretera.
El
sol seguía proyectándose como con rabia
sobre el aparcamiento abarrotado de coches, y sus rayos
reverberaban sobre las chapas ardientes
de todos ellos. Solo tres almas en aquel lugar: la mía, y las dos de una pareja
gorda y bien nutrida, entrada en años, que caminaba delante y a la que poco a
poco le fui dando alcance.
Tres o cuatro metros faltarían para
alcanzarlos, cuando la señora dejó escapar una ventosidad sonora, y tan prolongada, que temí se desinflaría con la
pérdida de tantos gases comprimidos. Siguieron unos segundos de suspense tan
denso, que los consideré dignos de figurar en un film de Alfred Hitchcock .
De
repente el señor volvió la cara por
comprobar si les seguía algún posible oyente, y cuando me descubrió a dos pasos
tosió y carraspeó con la intención de que asociara el primer ruido con estos otros tan mal interpretados.
Cuando
los adelanté, el hombre dijo por decir algo:
-Calor,
eh…
-Sí,
- respondí.- Posiblemente nos sorprenda una tormenta de verano…
J. González ©
1 comentario:
Buen relato. ¡Menos mal que tienes algo de sordera, que si no te tiene que hospitalizar por el susto del estruendo, sonrío.
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